Ilyá Ehrenburg - La fábrica de sueños
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- Libro:La fábrica de sueños
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1931
- Índice:4 / 5
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La fábrica de sueños: resumen, descripción y anotación
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Nota del editor
ILYÁ EHRENBURG (Kiev, 1891-Moscú, 1967) vivió una vida fascinante no exenta de polémicas. Poeta y propagandista soviético, Vladimir Nabokov dijo en una ocasión de él que no existía como escritor, pues era «periodista. Siempre fue un corrupto». Escritor y cronista lúcido de su tiempo, le tocó vivir una de las épocas más descarnadas de todos los tiempos —el grueso del siglo XX— con sus incompresibles y letales guerras mundiales, el genocidio judío y el auge de los totalitarismos, en particular, el que construyeron los bolcheviques sobre las ascuas de la Rusia de los zares.
Amigo de Bujarin, con quien colaboró en actividades subversivas en 1905, emigró a una temprana edad a París y trabó amistad con Picasso, Apollinaire y Ferdinand Léger. Trabajó como corresponsal en el frente durante la Gran Guerra, luego regresó a Rusia pero, no sintiéndose a gusto, volvió a partir en 1921, esta vez hacia Berlín.
Cuando estalló nuestra guerra civil, Ehrenburg no dudó en acudir tras la noticia y conoció a Buenaventura Durruti. Durante la Segunda Guerra Mundial, publicó una serie de artículos incendiarios sobre los soldados alemanes en la revista Estrella Roja que avivaron la ferocidad del Ejército Rojo en su conquista del III Reich. Entre 1943 y 1946, trabajó junto con Vasili Grossman en el Comité antifascista judío. Este fue el origen del Libro negro, obra de ambos, en el que se documenta el exterminio judío en Europa oriental; el libro no fue publicado hasta 1970 y no en Moscú sino en Jerusalén.
Al finalizar la guerra, Ehrenburg se convirtió en una personalidad destacada del régimen soviético. Tras la muerte de Stalin, escribió la novela El deshielo (1954), título que daría nombre a la nueva situación interna, generada por el proceso de «desestalinización» que se activó en la Unión Soviética.
La presente edición de La fábrica de sueños está basada en la versión que figura en las Obras Escogidas del autor, editadas en Moscú en 1966, un año antes de su muerte. La obra allí recogida, versión definitiva de La fábrica de sueños, difiere del texto anteriormente traducido al castellano en 1932 por José María Quiroga Pía para la Editorial Cénit —la única versión existente en nuestro idioma— tanto en la extensión como en el orden. Esta nueva traducción, pues, ofrece la que el propio Ehrenburg quiso que fuera la edición definitiva del libro: un texto más conciso y que sigue una línea narrativa más coherente que la exhibida por la edición publicada en Berlín en 1931.
El objeto de esta nueva edición estriba en rescatar para las jóvenes generaciones un texto portentoso en el que se narra la génesis de una de las industrias más revolucionarias de nuestro tiempo.
Se trata de un glosa mordaz y muy divertida sobre los entresijos del mundo del cine que no gustó a las autoridades soviéticas al considerar que no era lo suficientemente «socialista» y, sin duda alguna, tampoco debió de ser del agrado de los magnates capitalistas retratados sin ningún pudor en sus páginas: Adolph Zukor, Samuel Goldwyn, Alfred Hugenberg, George Eastman y tantos otros.
Resulta cuando menos sorprendente la vigencia de un texto escrito hace tanto tiempo pero, quizás, ello se explique porque Ehrenburg tuvo la oportunidad de vivir el nacimiento de la poderosa industria del cine y de extraer las conclusiones correctas: en la fábrica de sueños se imbrican intereses económicos de enorme calado así como estrategias políticas guiadas por una nueva razón de Estado. Aunque no hay que olvidar un tercer factor crucial: el cine y no la religión, tal y como apunta con una pizca de cinismo burlón nuestro autor, es el verdadero «opio de las masas», un paraíso simbólico de dos dimensiones en el que anhelamos zambullirnos cada noche para olvidar nuestras propias y efímeras vidas. Estos tres factores obedecen a una biopolítica dirigida a movilizar, instrumentalizar y neutralizar las nuevas sociedades de masas. Es éste un análisis sin duda trasladable a toda la ingente industria visual y a la del ocio electrónico contemporáneo en general. En La fábrica de sueños simplemente descubrimos los engranajes esenciales de una máquina panóptica que en ese momento todavía está en pañales pero que —tantos son los intereses en juego— no tardará mucho en adquirir la mayoría de edad.
Pasen y vean…
1. Una idea de Zukor
CUESTA MÁS UN METRO CUADRADO en Broadway que una amplia hacienda situada en cualquiera de los estados más remotos del país. De hecho, se trata del suelo más caro de todo el mundo. Y en ese suelo más caro se alza el más caro de los templos. Para poder admirarlo en toda su envergadura, uno tiene que echar la cabeza hacia atrás. Así miraban antes los hombres a los dioses y las estrellas. La altura del templo de marras alcanza los ciento treinta metros. Lo corona una inmensa cúpula de cristal. En las noches, la cúpula emite señales de aviso a los aviones. De día, colma de orgullo los corazones de los transeúntes. La construcción de este templo costó la friolera de dieciséis millones de dólares. Cuenta con treinta y seis plantas. Y doce ascensores que discurren sin parar. Cuatro gigantescos relojes miran hacia otros tantos puntos del orbe. Son los encargados de mostrar la hora a Nueva York. El portal por el que se accede al templo supera en altura a los portales de todos los templos. Es mayor que sus similares de Nuestra Señora de París o la Catedral de San Pedro, en Roma. Adentro, pulula una muchedumbre de ajetreados empleados de uniforme. Adentro hay mármol, bronce y lienzos antiguos. Adentro, miles de máquinas de escribir Underwood entonan febril canto y hay arpas que despiden tiernas melodías.
Un malintencionado europeo podría pensar que ha entrado a la bolsa o a algún banco. Por algo es un europeo malintencionado. Mas no. Se trata, en efecto, de un templo, del sagrario de un nuevo culto, y está dedicado a su incansable apóstol, el gran Paramount, conocido en el mundo entero como Adolph Zukor.
El templo es espacioso y son muchos los negociados que acoge. Abajo, hay jóvenes anémicas que lloran las desgraciadas cuitas de dos enamorados. En la vigésimo cuarta planta, sofocados contables suman números de siete cifras. En el silencio de las cámaras más recónditas, hay leves sombras que lloran sobre sus literas: se trata de una clínica en la que reposan los empleados exhaustos. Y, por fin, en el más espacioso de todos los despachos, al que se accede a través de colosales puertas, mister Adolph Zukor ejercita su rara inteligencia cuatro días a la semana.
En tanto norteamericano, Zukor respeta la paz de los domingos; en tanto judío, observa el descanso sabatino. Por consiguiente, su descanso comienza los viernes. Descansa tres días. Trabaja cuatro. Hoy es martes, de manera que Zukor ha venido a trabajar. En este instante, repasa un montón de papeles. No hay espías en su despacho, así que Zukor no sonríe. Torcidos sus labios en un gesto de impaciencia, no se parece ahora su rostro al que reproduce su retrato, impreso en cien mil ejemplares. Si sonríe en presencia de testigos, lo hace para dar testimonio de su buen corazón y su firmeza como hombre de negocios. Ahora, en cambio, se muestra sombrío. Los hermanos Warner le han tomado la delantera. Zukor no creyó al principio en el cine sonoro. Y los hermanos Warner se tomaron en serio la patente de la Western Electric. Rodaron la película El cantante de jazz. Habían estado al borde de la bancarrota. Fueron una pequeña empresa que Zukor pudo haber comprado sin el menor esfuerzo. Pero ahora estaban comenzando a erguirse hasta alcanzar a la Paramount. Controlaban el First National. Están comprando cines a montones. ¡Y todo gracias a una sola película! Una, por cierto, bastante simplona: la historia de un niño judío a quien le destinan la carrera de rabino, pero que se resiste a ello porque, vaya usted qué cosa, quiere ser artista…
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