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EDICIÓN DEL AÑO 2019 TAPA DURA. LA VERDAD OCULTA ES SIEMPRE ESTREMECEDORA. En el último curso de instituto, Napoleon Dumas perdió a su hermano gemelo en un trágico accidente. Mientras paseaba con su novia, ambos adolescentes fueron arrollados por un tren. Pocos días después, Maura Wells, el gran amor de Napoleon, desapareció sin dejar rastro. Él siempre ha creído que los dos sucesos estaban relacionados. Quince años después, cuando ya es policía de la localidad en la que creció, aparecen las huellas de Maura en el escenario de un asesinato. Es la pista que estaba esperando para intentar atar todos los cabos sueltos de su vida. (fuente: [BiblioEteca.com](http://www.biblioeteca.com))
Título original: Don't let go
© Harlan Coben, 2017.
© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2019.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO638
ISBN: 9788491875314
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
NOTA DEL AUTOR
AGRADECIMIENTOS
HARLAN COBEN MYRON BOLITAR
POUR ANNE
À MA VIE DE COER ENTIER
NOTA DEL AUTOR
Cuando yo era un chaval, en una pequeña población de Nueva Jersey, había dos leyendas sobre mi pueblo que estaban muy extendidas entre los vecinos.
Una era que un famoso capo de la mafia vivía en una gran mansión protegida por una verja de hierro y vigilantes armados, y que en la parte trasera tenía un incinerador que quizá se usara como improvisado crematorio de cadáveres.
La segunda leyenda —la que inspiró este libro— era que, junto a aquella finca y cerca de una escuela de primaria, tras una alambrada y unos carteles de PROHIBIDO PASAR, había un centro de control de misiles Nike que podían albergar cabezas nucleares.
Años más tarde me enteré de que ambas leyendas eran ciertas.
Daisy llevaba un vestido negro ceñido con un escote más profundo que un doctor en Filosofía.
Localizó a su presa sentada al final de la barra, con un traje gris de raya diplomática. Mmm. Aquel tipo era lo bastante mayor para ser su padre. Aquello puede que hiciera algo más difícil el jueguecito, pero quizá no. Nunca se sabe con los tipos maduros. Algunos de ellos, especialmente los recién divorciados, se mostraban muy dispuestos a pavonearse y a demostrar que aún tenían gancho, aunque no lo hubieran tenido nunca.
Sobre todo si no lo habían tenido nunca.
Daisy atravesó el local, sintiendo las miradas de los hombres que se pegaban como lombrices a sus piernas desnudas. Cuando llegó al final de la barra, se sentó discretamente en el taburete que había a su lado.
La presa mantenía la mirada fija en el vaso de whisky que tenía delante como si fuera una gitana con una bola de cristal. Esperó a que se volviera hacia ella. No lo hizo. Daisy dedicó un momento a estudiar su perfil. Tenía la barba tupida y gris. La nariz era protuberante y abultada, casi como si fuera un postizo de silicona para una película. Llevaba el pelo largo y desaliñado, como una fregona.
«Segundo matrimonio —pensó Daisy—. Muy posiblemente, su segundo divorcio».
Dale Miller (así se llamaba la presa) cogió su whisky con delicadeza. Lo envolvió con las manos como si fuera un pájaro herido.
—Hola —dijo Daisy, echándose atrás la melena en un gesto perfectamente estudiado.
Miller se volvió hacia ella y la miró a los ojos de frente. Ella esperaba que bajara la mirada hacia el escote —hasta las mujeres lo hacían, cuando se ponía aquel vestido—, pero no lo hizo.
—Hola —respondió. Y luego volvió al whisky.
Daisy solía dejar que fuera la presa quien moviera ficha. Aquella era su técnica habitual. Ella saludaba, sonreía, y el tipo le preguntaba si podía invitarla a una copa. Lo típico. Sin embargo, Miller no parecía estar de humor para coquetear. Le dio un buen trago a su vaso de whisky, y luego otro.
Eso estaba bien. Que bebiera. Facilitaría las cosas.
—¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó él.
«Cachas», pensó Daisy. Esa era la palabra que mejor lo describía. Hasta con aquel traje de ejecutivo, Miller tenía aquel aspecto cachas de motero veterano del Vietnam, y una voz áspera a juego. Era el tipo de hombre maduro que Daisy encontraba misteriosamente interesante, aunque es probable que aquello fuera consecuencia de su legendario problema psicológico con su padre. A Daisy le gustaban los hombres que le infundían seguridad.
Había pasado demasiado tiempo desde el último que había conocido.
«Es hora de probar un enfoque diferente», pensó.
—¿Te importa que me siente aquí, contigo? —Daisy se acercó un poco, sacando partido al escote, y se explicó, con un murmullo—. Hay un tipo ahí...
—¿Te está molestando?
Qué encanto. No lo dijo para hacerse el macho, como muchos otros memos que había conocido. Dale Miller lo dijo con tranquilidad, sin más, como un caballero. Como un hombre que quería protegerla.
—No, no... La verdad es que no.
Él se puso a mirar por el bar.
—¿Quién de ellos es?
Daisy le apoyó una mano en el brazo.
—No ha ocurrido nada, en realidad. De verdad. Es solo que... me siento más segura contigo aquí. ¿Te importa?
Miller volvió a mirarla a los ojos. La nariz protuberante no encajaba con el resto del rostro, pero casi no se le notaba con aquellos penetrantes ojos azules.
—Por supuesto que no —dijo él, con voz de no bajar la guardia—. ¿Puedo ofrecerte una copa?
Daisy no necesitaba mayor introducción. Se le daba bien dar conversación, y a los hombres —casados, solteros, en proceso de divorcio, lo que fuera— nunca les importaba mucho abrirle su corazón. Dale Miller tardó un poco más de lo normal —a la copa número cuatro, si no se había descontado—, pero al final llegó al divorcio en trámites con Clara, su —¡premio!— segunda mujer, dieciocho años más joven que él. («Tenía que haberme dado cuenta, ¿no? Soy un idiota».) Una copa después, le habló de sus dos hijos, Ryan y Simone, la lucha por la custodia, su trabajo en banca.
Ella también debía contarle algo. Así funcionaba la cosa. Había que alimentar el fuego. Tenía una historia a punto para aquellas ocasiones —completamente ficticia, por supuesto—, pero había algo en el modo en que respondía Miller que le hizo añadir detalles íntimos. Aun así, nunca le contaría la verdad. La verdad no la conocía nadie más que Rex. Y ni siquiera Rex lo sabía todo.
Él tomaba whisky. Ella tomó vodka. Intentó beber despacio. En dos ocasiones se llevó el vaso lleno al baño, lo vació en el lavabo y lo rellenó con agua. Aun así, Daisy se sentía algo mareada cuando llegó el mensaje de texto de Rex.
L?
L de «Listo».
—¿Todo bien? —le preguntó Miller.
—Sí, claro. Una amiga.
Respondió con una S de «Sí» y se volvió de nuevo hacia él. Aquella era la parte en la que ella solía sugerir que fueran a un lugar más tranquilo. La mayoría de los hombres se tiraban de cabeza —en eso los tíos eran de lo más predecibles—, pero no estaba segura de que la vía directa funcionara con Dale Miller. No es que no pareciera interesado. Simplemente parecía estar —no habría sabido muy bien cómo expresarlo— por encima de todo eso.
—¿Te puedo preguntar una cosa? —dijo.
Miller sonrió.
—Llevas preguntándome cosas toda la noche —respondió él, arrastrando ligeramente la lengua. Bien.