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Vito Dumas - Los cuarenta bramadores

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Vito Dumas Los cuarenta bramadores
  • Libro:
    Los cuarenta bramadores
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1955
  • Índice:
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Los cuarenta bramadores: resumen, descripción y anotación

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El relato de Vito Dumas sobre su vuelta al mundo en cuatro etapas, en plena guerra mundial, y en solitario, por la ruta imposible, es la apasionante historia de una de las más audaces aventuras de la navegación a vela, donde el autor tuvo que experimentar indecibles sufrimientos y salvar enormes peligros y dificultades, doblando los tres temibles cabos, Buena Esperanza, Tasmania y Hornos, con sus continuas y furiosas tempestades. La primera edición de este libro fue publicada en Argentina poco después de que su autor culminara la gran hazaña, y hace ya años que resulta muy difícil encontrar un ejemplar. Muchos aficionados vieron, pues, truncada su ilusión de disfrutar de las vivencias de Vito Dumas a través de sus páginas. Esta nueva edición, completada con ilustraciones inéditas facilitadas por el propio hijo de Vito Dumas, sin duda hará las delicias de los aficionados.

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VITO DUMAS Buenos Aires Argentina 26 de septiembre de 1900 - Ibídem 28 de - photo 1

VITO DUMAS (Buenos Aires, Argentina, 26 de septiembre de 1900 - Ibídem, 28 de marzo de 1965) fue un navegante y deportista argentino que practicó natación, boxeo y atletismo. Es también el primer navegante solitario en recibir The Slocum Award por cuatro fantásticos viajes, donde se destaca la vuelta al mundo por los 40º de latitud sur.

La juventud de Vito Dumas transcurrió en la ciudad de Buenos Aires. A los catorce años, al quedarse sus padres sin recursos dejó los libros y decidió ponerse a trabajar, realizando las más humildes labores. Las noches las dedicó al estudio de dibujo y escultura en la Academia de Bellas Artes. Pero en esa época aún no sentía la llamada del mar. Su primera travesía del Atlántico la realizó como único tripulante del yate Lehg I, partiendo de Arcachón, (Francia) el 12 de diciembre de 1931 y llegando a Buenos Aires el 13 de abril de 1932. En 1942 emprendió la circunnavegación del mundo, hazaña que realizó en 270 días en su yate Lehg II, no igualada por ningún «navegante solitario».

Al igual que el autor, la historia de su viaje daría la vuelta al mundo gracias a su libro, escrito con especial emoción. Un poema vivido donde se percibe el calor humano y la sorprendente personalidad de este hombre sincero y tenaz que fue Vito Dumas.

A LA BÚSQUEDA DEL COMPAÑERO

Necesitaba hallar un compañero. Sin él, la empresa no sería posible. Era el Lehg II, barco que había hecho construir en 1934 pensando en una probable vuelta al mundo. Dificultades posteriores se interpusieron y, a pesar de algunos cruceros de recreo y de prueba, siempre retorné al campo. Allí, arado en mano, el sueño pareció adormecerse definitivamente. Mis vagabundeos por los mares, esa especie de gitanería náutica, cayó sobre los surcos, que la tierra fue cubriendo. Vendí el barco. Con su producto adquirí un tractor. El ideal reemplazado por otro menos romántico, pero ideal también. Me propuse no ver jamás al Lehg II, actitud que acaso me reprochara mi conciencia de marino. Debí realizar enormes esfuerzos para olvidar, si eso era posible. Mi vida se orientaba hacia la tierra. Sobre ella tejí sin palabras hondos poemas. El mar quedaba tan lejos, que sólo imaginativamente me era dado escuchar su rumor. No obstante, parado algunas veces sobre una loma, sentía el viento venido del río. Percibía su aroma. Era limpio; aire diferente a ese que de distinta dirección llegaba arrasando pampa. Me empeñaba en ser de la tierra y solía evocar el breve diálogo sostenido con una dama que en cierta oportunidad me dijo:

—Debe de ser hermoso encontrarse solo en medio del mar.

—El ser humano —le contesté— ha nacido en la sociedad y debe volver a ella.

Pero en ese atardecer pensé en mi compañero. Tenía que verlo, recobrarlo. La mañana en que abandoné el campo luego de la despedida cordial de los peones, no tuve coraje para enfrentarme con el caballo, ni mirar al arado, ni al arbolito que creciera gracias a mis cuidados paternales. Ni siquiera una caricia, a favor de pelo, a mi perro Aramís. Enfilé hacia la tranquera con el automóvil. La nube de polvo que levantaba iba cubriendo la realidad abandonada. Allí quedaba una cosa cierta, tangible; en adelante, iría hacia un acaso…

La mano de cal que tiempo atrás diera a la tranquera resistía al tiempo y a las lluvias. Me agradó el pequeño detalle. Casi me detuve a pensar, pero el polvo caía y nuevamente se vería el paisaje. Corría el riesgo de volverme en el camino de la polvareda. Cerré la tranquera sin mirar atrás, en un movimiento mecánico, como con miedo.

La bolsa de marino venía allí, a mi lado, «sentada» en el automóvil. Dentro conservaba aún cera adquirida en Francia en el anterior viaje; agujas, hilo, hasta unas cuantas luces de bengala de las que se utilizan en los accidentes para llamar la atención de algún barco que pudiera hallarse navegando en las cercanías. Varias luces utilicé en el campo en noches de tradicionales fiestas y a manera de fuegos de artificio. Ahora iban las restantes en la bolsa, en esa bolsa que es algo del marino. Tornaría al mar, y quién sabe si no me vería obligado a utilizarlas, pero sin fiestas… No faltaba mi navaja marinera, que también utilicé en el campo para cortar asado. Volvía al ambiente, rehabilitándola. En esa bolsa llevaba al navegante.

¡Cuántas cosas rondaban por mi cabeza en esos momentos en que el rumor del motor abría brecha en el silencio! Vino a mi memoria una frase que leí o escuché no sé dónde y que dice así: «Que nunca se caliente en tu mano la mano de tu amigo». Se refiere a ese dar la mano y seguir, a esa despedida renovada. Nuevamente iría dejando cosas, puertos, ciudades, afectos… Ya no se calentarían en mi mano otras manos amigas, no habría tiempo para ello, pero guardaría en la arrugada cuenca la tibieza afectiva que me acompañaría en la larga o interminable soledad.

El Lehg II en el astillero antes de su botadura La bolsa se sentía incómoda en - photo 2

El Lehg II en el astillero antes de su botadura.

La bolsa se sentía incómoda en el automóvil. Necesitaba su ambiente. Era preciso ubicarla en la camareta del Lehg II. Pero… ¿dónde hallarlo?… ¿Dónde estaba?

Lo encontré. Aún lo poseía la persona a quien se lo vendiera: el doctor Rafael Gamba. Y fui a verlo en compañía de mi amigo Amoldo Buzzi.

Se planteó la situación. Necesitaba ese barco. No existía otro en las condiciones adecuadas. La construcción de uno nuevo me insumiría un tiempo del que no disponía. Quizá fuera preciso aguardar un año más. No podía demorarme, pues la fecha propicia al viaje se aproximaba y porque, al haber decidido irme, una fuerza interior me empujaba. Se conversó, se alternaron ilusiones y números. El Lehg II fue llevado a Dársena Norte , en donde el «Yacht Club Argentino» resolvió por su cuenta colocarlo en condiciones de hacerse a la mar. El dibujante Manuel M. Campos, que controlaba las reparaciones, diseñó la arboladura y calculó el velamen necesario para afrontar los terribles mares por donde realizaría el viaje. El velamen fue confeccionado por los hermanos Russo, viejos amigos de la Boca y verdaderos artistas en su especialidad. Ni una palabra acerca de la forma en que les abonaría el trabajo y el material. Tampoco se hacían ilusiones al respecto. Las horas de esfuerzo y la tela acaso tuvieran como único pago la satisfacción de colaborar en la empresa. Hasta una imposición mía aceptaron. Corrían los últimos día de mayo y mi partida estaba fijada para el 27 de junio.

—Nosotros no hacemos esperar a los barcos —me dijeron.

Pocas palabras. Las necesarias y emitidas con firmeza. Pensé fríamente en esa tarea. Se unía ella a la de otros amigos. Iba a dejar muchas deudas en popa y quizá nadie las saldara. Por suerte, mi viejo «Club de Gimnasia y Esgrima» de Buenos Aires deseaba ayudarme en algo. Pagó el velamen. Esa parte ya estaba salvada. Las reparaciones, también. Sólo quedaba un detalle y muy simple: mi dinero no bastaba para adquirir el barco. Pensaba completarlo vendiendo un lote de vacas, pero las pobres, yendo del campo a la feria y luego a otra feria, andando y andando sin hallar comprador, estaban tan flacas que ya no marchaban. ¡Qué ironía! Cuando vendí el Lehg II adquirí un tractor; ahora tenía que vender vacas para obtenerlo.

—Las vacas no dan más, me informan —expresé a Amoldo Buzzi—. Se van a morir en los caminos.

—Yo le combatí siempre su proyecto, pero ya que está decidido a marcharse, deje a las vacas quietas; que engorden. Aquí tiene el dinero que le falta para el barco —fue su contestación.

El Lehg II con su capitán navegando en el río de la Plata Por otra parte - photo 3

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