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Capítulo 1
«¿Cuánto tiempo más voy a tener que soportar esto?».
No dejaba de repetirme esa pregunta aquella noche, mientras Gwendoline Finn, la mejor amiga de mi madre, me examinaba de pies a cabeza. Con menosprecio, desvió la mirada de mi pelo negro recogido en una cola de caballo a mi vestido Louis Vuitton hasta llegar a mis zapatos, unos viejos Jimmy Choo de la colección de la primavera pasada.
Arrugó la nariz, lo que en su petrificada cara de bótox pareció un ligero espasmo. Pero he vivido desde pequeña en este mundo y con el tiempo he aprendido a leer las caras inmóviles de la alta sociedad.
—He oído que no va a ir a Yale —dijo la señora Finn.
Su tono de voz era exageradamente amable y a la vez distante, como si no me conociera desde mi nacimiento. Me había visto hacerme pis encima cuando era bebé y atiborrarme de bizcocho cuando era niña.
—Ha oído bien —respondí.
Me sentía como Sam Winchester en la serie Sobrenatural, condenado a ver morir a su hermano una y otra vez de formas diferentes. Mi maldición de esa noche, en cambio, era mantener una y otra vez la misma conversación. Variaba la elección de palabras, pero todas terminaban de la misma manera: sin comprensión y con desprecio.
—Entonces, ¿de verdad va a asistir a la universidad local?
Miré impaciente hacia una de las puertas de salida antes de asentir con la cabeza.
La señora Finn se quedó mirándome perpleja y con un aire de repugnancia, como si temiera que fuese a pillar una enfermedad contagiosa en la MFC, la Universidad de Mayfield.
Estuve a punto de decirle que la MFC gozaba de muy buena reputación, pero de todos modos no lo hubiera comprendido. Era de suponer que todo lo que no fuera Yale, Brown, Dartmouth, Harvard o Princeton no estaba a la altura para esa gente; tan solo un semestre en Europa sería aceptable.
—Pero sí sigue pensando estudiar Derecho, ¿no?
—Por supuesto —respondí con una risa falsa e intenté no pensar en lo mucho que odiaría el próximo curso.
Lo cierto era que no me interesaban ni la política ni las leyes ni nuestro Estado de derecho. Aunque la abogacía en teoría proporcionaba justicia al mundo (lo que era una bonita idea), en la práctica significaba hacer a las personas ricas cada vez más ricas y a las pobres cada vez más pobres, al menos según mis observaciones de los últimos años.
—Seguro que sus padres se alegran —comentó la señora Finn, pero lo que en realidad quería decir era: «Al menos no manchas el nombre de tu familia estudiando Bellas Artes»—. ¿Y su hermano? Está viajando por Europa, ¿no?
—Sí —contesté aburrida.
¡Cuánto me sacaba de quicio esa mujer con preguntas cuya respuesta ya conocía! Bueno, al menos sabía las mentiras que mis padres habían divulgado. La verdad era demasiado vergonzosa desde su punto de vista para hacerla pública. Pero precisamente era de ellos de quienes debía sentirse vergüenza.
—Mi hijo mayor, Carter, ha pasado unos meses en Italia. Una experiencia maravillosa.
La señora Finn levantó una mano para llamar a una camarera y la joven, vestida con unos pantalones negros, una camisa blanca y unos tirantes oscuros, cruzó enseguida la sala. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y, aunque sonreía, su mirada era ausente. Tenía tantas ganas de estar allí como yo. No obstante, le ofreció a la señora Finn su bandeja sin vacilar, para que pudiese dejar la copa de champán vacía y coger otra llena.
—¿Quedan más bocaditos de langosta?
—Voy a mirar en la cocina. —La camarera también me ofreció a mí la bandeja.
La rechacé negando con la cabeza, aunque un poco de alcohol habría hecho más soportable aquella noche. Pero cuando una es la hija de dos abogados no es muy aconsejable infringir la ley respecto al consumo de bebidas alcohólicas, sobre todo en presencia de clientes que les confían sumas millonarias.
—¡Ah, Michaella, estás aquí!
La voz de mi madre, que venía corriendo directamente hacia nosotras, nos hizo alzar la mirada a la señora Finn y a mí. Llevaba un traje de chaqueta oscuro, con una falda plisada, y sus zapatos de tacón alto repiqueteaban en el suelo de mármol pulido. A diferencia de muchas de sus amigas, mi madre todavía no se había inyectado bótox en la cara, pero varias capas de maquillaje le tapaban las arrugas y le cubrían las pecas que yo también lucía en la nariz.
—Llevo mucho rato buscándote para presentarte a alguien. ¿Ya conoces a Marshall Millington? —Señaló de manera significativa al joven al que llevaba a remolque.
El chico debía de tener mi edad, dieciocho o diecinueve años, pero su traje gris era idéntico al que vestía esa noche mi padre.
—Me alegro de conocerte por fin —dijo Marshall, y me tendió la mano. Tenía una sonrisa mona.
Yo le estreché la mano.
—Marshall Millington. Bonita aliteración. ¿Eres un superhéroe?
—¿Perdón?
—Bueno, como Peter Parker o Wade Wilson —le aclaré.
—¿Quién es esa gente? —preguntó sin comprender.
En busca de ayuda, miró a mi madre, que me lanzó una mirada admonitoria y negó con la cabeza casi imperceptiblemente. Una señorita no tenía que hablar de superhéroes ni de cómics. Eso quedaba reservado para la infancia, y en especial para chicos, al menos en la Edad Media en la que vivían mis padres.