Miguel Maura - Así cayó Alfonso XIII
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- Libro:Así cayó Alfonso XIII
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1962
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Así cayó Alfonso XIII: resumen, descripción y anotación
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A partir de mi salida del Ministerio de la Gobernación, perdí el contacto diario con los hombres y con la política del Gobierno. Sólo a través de las Cortes mantuve relaciones con mis antiguos compañeros, pero ya de un modo episódico y sin entrar en los secretos de la actividad ministerial. Por eso, y por no haber hallado aquí en París ninguna colección de diarios de aquella época que me sirviera de índice y guía para recordar los incidentes de la vida de España de entonces, me veo en la imposibilidad de ordenar mi narración, como habría sido mi deseo. Opto, pues, por referir tan sólo aquellos episodios en los que tomé parte más o menos activa y que vienen a ser los más salientes de la época, ya que, como es lógico, siempre que ellos acaecían, era yo llamado por unos y otros a intervenir.
LAS CORTES HASTA LA SANJURJADA
Tras una larga temporada de descanso bien ganado, que mi quebrantada salud requería, volví a concurrir a las sesiones la las Cortes. Como era de esperar, la tónica del ambiente había subido de tono. El izquierdismo demagógico de los hombres del Partido Radical-Socialista alcanzaba proporciones sencillamente ridículas. Seguían los debates sobre el proyecto de Constitución y estos beneméritos traga-curas no perdonaban ocasión de hacer gala de sus apetitos anticlericales, envenenando el ambiente ya suficientemente cargado desde la retirada de las derechas, con ocasión del artículo 26. El tema de la educación fue, como no podía menos, otra excelente ocasión para el pugilato de los oradores jacobinos que pululaban en la Cámara. Como era notorio que todo intento de frenar esta carrera hacia la estupidez había de resultar no sólo inútil sino contraproducente, cuantos veíamos el camino desastroso que el régimen llevaba nos abstuvimos de intervenir en los debates. Ni Niceto, ni otros muchos diputados sensatos, consternados por cuanto veían y oían, tomaron parte en ellos.
Mi sucesor en el Ministerio seguía, en los primeros meses de su actuación, las normas trazadas por mí como tónica del régimen en materia de orden público y de trato a las gentes que venían en demanda de amparo o de consejo. Nada por ese lado parecía haber cambiado, con gran satisfacción mía, que veía así confirmada mi predicción de la capacidad de Casares Quiroga para el cargo. Seguían, claro es, las huelgas revolucionarias, porque los elementos anarquistas, que las desencadenaban y mantenían, no consideraban que había cambiado gran cosa la política del Gobierno con mi salida de Gobernación. Para ellos, se trataba solamente de perturbar la vida de la República, con la quimérica ilusión de dar al traste con el régimen y sustituirle con nadie sabe qué. Inconscientemente, estaban ya preparando la reacción, que no tardó en empezar en las calles y en las Cortes, y que acabó por dar al traste con todo, unos años más tarde, incluyendo en ése todo las libertades de que ellos disfrutaban entonces y hasta sus propias vidas.
Creo recordar que fue a los tres meses de mi salida del Ministerio, es decir, en los primeros días del año 1932, cuando fui insistentemente invitado por los miembros de la Junta directiva del Círculo de la Unión Mercantil, para dar una conferencia sobre temas políticos y, singularmente, sobre la situación en que se hallaba la República en aquellos momentos. Estas gentes —al frente de las que figuraba Mariano Matesanz, uno de los ballenatos más insaciables de la política española, hombre de un derechismo intransigente y de (…) apariencias liberales, que cuidaba de pregonar para encubrir su cerrilismo congénito— esperaban que mi amor propio, herido por mi salida del Gobierno, iba a lanzarme a una campaña desenfrenada y escandalosa contra mis antiguos compañeros y contra el régimen. Tuve que aceptar la invitación para desvanecer de una vez los rumores y suposiciones, francamente ofensivas para mí, que por todo Madrid corrían aquellos días.
Llegado el momento de la conferencia, que debía celebrarse por la noche, en el gran salón de actos del Círculo de la Unión Mercantil de la Gran Vía, la aglomeración del público era verdaderamente extraordinaria. Nada más llegar al edificio comprendí que la expectación iba a quedar no solamente defraudada sino enfurecida, porque la clase de público allí congregado decía bien a las claras cuáles eran las intenciones que con aquella manifestación exagerada perseguían.
Hablé con la sinceridad de siempre de mi actuación ministerial y de mi salida del Gobierno. No sólo no culpé a nadie de ella, sino que cuidé de hacer constar el voluntario y libérrimo designio que me movió a renunciar a la colaboración gubernamental, para dejar expedito el camino a los partidos de izquierda que en aquella hora, por abandono de sus obligaciones ciudadanas por parte de las derechas, eran la mayoría del Parlamento, única representación legítima de la voluntad del país. A medida que avanzaba en esta explicación, el frío del auditorio y su desvío se acentuaban. Cuando pasé al examen del porvenir y de los deberes que a todos nosotros incumbían de no entorpecer ni enervar la acción ordenada del Gobierno legítimo, sino de procurar ciudadana y democráticamente ganar la mayoría del país con propagandas serias y ordenadas, que despertasen la masa neutra tradicionalmente ausente de la política, los rumores y murmullos del público se acentuaron en forma casi hostil. Lejos de calmarme, esta animadversión del auditorio me excitó más, y el final del acto fue un verdadero canto a la República, que sonó en los oídos de mis invitantes como una blasfemia. Al día siguiente, la prensa de derecha —y singularmente el ABC— se dio el placer de ponerme como no digan dueñas, y de augurarme mi muerte política sin remedio.
Llegose en la discusión constitucional al tema de las dos Cámaras y al de las funciones del presidente de la República, que de antemano se sabía que habían de ser caballos de batalla entre los mismos partidos republicanos. Niceto, hasta entonces ausente de las Cortes por el resentimiento injustificado que la forma de tramitarse la crisis tras su carta de dimisión le había causado, creyó oportuno pronunciar dos discursos magníficos, escuchados con gran atención y respeto, pero que de nada sirvieron para la orientación del texto definitivo. Planteó ello de nuevo en los corrillos de las Cortes y, lo que era peor, en el seno mismo del Gobierno, el problema del candidato a la presidencia de la República, que estaba en suspenso desde la salida del Gobierno de Niceto el 14 de octubre. Las opiniones se dividieron. Los socialistas, por la gran amistad que todavía entonces mantenían Largo y Prieto con Niceto, eran decididos partidarios de la elección de éste, pero entre los republicanos parecían mayoritarios quienes le consideraban como un perturbado capaz de contagiar al régimen de su chifladura. Tras no pocas vacilaciones, hubieron todos de atenerse a lo acordado en un principio, por no hallar la persona idónea para confiarle tan delicada misión, como la de presidir la República en los primeros años de su vida. Lerroux, que hubiera sido el más indicado por su historia, por su edad y hasta por su físico, tenía que ser descartado, ante la convicción unánime de la inmoralidad de las gentes que le rodeaban. La designación de algún intelectual significado de mundial nombradía, como Ortega o Altamira, ponía pavor en el ánimo de muchos, no sé si con razón o sin ella. La verdad es que cuanto estos superhombres han hecho después, en el curso de los años trágicos de la guerra y del fascismo en España, no ha sido como para confiar gran cosa en ellos.
Llegose, al fin, al voto de la Constitución, que bien que mal quedó definitivamente aprobada, y se preparó con la debida escrupulosidad todo el aparato propio del acto solemne de la toma de posesión del presidente de la República y del juramento, o promesa, por él, del texto de la Ley Fundamental. Se convino en que cuantos diputados pudieran vestir el frac, así lo hicieran, y en todo caso se recomendó el porte de trajes oscuros, para evitar el espectáculo que venían dando algunos miembros del Partido Socialista, que asistían a las sesiones sin corbata y poco menos que en traje de faena campestre. La ceremonia resultó solemne. Niceto prestó su juramento en el estrado de las Cortes, ante el presidente de éstas, Besteiro, que desempeñó su papel con verdadera maestría y con un atuendo sumamente apropiado a las circunstancias. Por pura fórmula, el Gobierno presentó su dimisión, le fue ratificada la confianza, y continuó la obra legislativa.
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