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Manuel Braceli - Orpheus

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Manuel Braceli Orpheus

Orpheus: resumen, descripción y anotación

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«ENDE era una galaxia muerta… y ni tan siquiera eso. Un mundo condenado, un último suspiro que ya duraba cuatrocientos años. Perséfone, la última estrella, orbitaba en una lenta espiral suicida hacia Caribdis, un agujero negro. Ese paraíso, ese mundo idílico, era el nuevo destino al que mi padre iba a arrastrarnos a mi hermano y a mí». Cuando Charles Duncan, Doctorado en Microbiología, es destinado a una estació científica en Minos para investigar colonias patógenas en gravedad cero, nada sospecha de las auténticas intenciones de SAITO, la todopoderosa multinacional energética que le ha contratado. El origen y destino de la hikari, la misteriosa energía limpia de SAITO, podría poner en juego la vida de sus hijos y las de los otros habitantes de la estació Scyla, y ser el detonante de una lucha titánica en aquel olvidado rincó del universo. «(…) No, la ciencia ficció literaria existe, es la verdadera cuna del género, donde realmente los autores experimentan, crean y rompen barreras. Y gente como Braceli son los que deben tender esos puentes hacia el futuro». Víctor Conde Esta novela ha obtenido el XXI Premio Domingo Santos de Ciencia Ficció.

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Contents

Colección Quasar Manuel Braceli 2020 Premium Editorial - photo 1

Colección Quasar

©: Manuel Braceli, 2020.

©: Premium Editorial.

www.editorialpremium.es

Edición: Premium Editorial.

Diseño cubierta: Premium Editorial.

Imagen cubierta: Rafael J. Cordero

I.S.B.N. DIGITAL: 978-84-122181-4-5

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier medio, sea electrónico, mecánico, por impresión, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Propiedad Intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Un jurado presidido por Aída Albiar, Fernando Martínez Jimeno, Iria Gil y el escritor Sergio R. Alarte, seleccionó de entre las más de 70 obras presentadas al XXI Premio Domingo Santos de Novela de Ciencia Ficción , la obra Orpheus , de Manuel Braceli, como merecedora de dicho galardón.

A Aurora.

PRÓLOGO

ENDE era una galaxia muerta… y ni tan siquiera eso. Un mundo condenado, un último suspiro que ya duraba cuatrocientos años.

Desde otra galaxia, mirando al firmamento con un telescopio, aún podrías ver su luz. Viajando por el espacio a pesar de que sus estrellas habían muerto. Podrías incluso ver sus planetas, sus ciudades, hasta los rostros de la gente. Pero no serían más que fantasmas, y ni tan siquiera eso. Ecos de fantasmas, tal vez; memorias a la deriva. Porque ni tan siquiera ellos, los fantasmas, ni nada en este universo puede escapar eternamente de la gravedad de un agujero negro. Ni la propia Muerte, dicen. Nada.

El nombre de ese agujero negro era Caribdis. Siglos atrás había ocupado el centro de una galaxia, su corazón. Pero a diferencia de un órgano que bombea sangre, transportando vida y esperanza, Caribdis lo había engullido todo desde dentro. Materia inerte, vida, incluso el Tiempo. Hasta eso empezaba a fallar en Ende, o eso decían los registros.

Ese paraíso, ese mundo idílico, era el nuevo destino de mierda al que mi padre iba a arrastrarnos a mi hermano y a mí. Concretamente, a la estación científica Scyla, alojada en el asteroide Minos. Era de los pocos cuerpos celestes que aún orbitaban la última estrella de Ende: Perséfone.

En un primer momento pensé en quejarme; solo tenía doce años. Pero no lo hice, ¿y sabéis por qué? Porque a pesar de todo: los cruceros espaciales de fin de semana, la sublimación de radicales libres pagada por la sanidad pública, Disneyplanet… (Dios, cómo echo de menos Disneyplanet. Papá nos llevó allí cuando murió nuestra madre). En fin, que a pesar de todos los logros de la Humanidad, hay cosas que nunca cambian… y mi padre era un científico viudo con más vocación que créditos en el bolsillo. Tal vez, incluso, ni siquiera eso.

CAPÍTULO 1

Demasiado cualificado

Charles Duncan tomó asiento y se frotó las palmas sudadas contra los pantalones. Hacía frío, y las paredes blancas y el mobiliario de plastiacero no mejoraban la situación. De repente, el fluorescente titiló como una luciérnaga moribunda y se apagó. Era lo único que le faltaba.

El despacho habría quedado a oscuras de no ser por la cristalera. A lo lejos flotaba Perséfone. Era la última estrella de Ende, enana y moribunda, como una gigantesca manzana de caramelo flambeándose con una suave incandescencia azul. Perséfone orbitaba en los límites del cono de atracción gravitatoria de Caribdis, el agujero negro. La suya era una lenta espiral hacia la destrucción que bien podría prolongarse otros trescientos años. O eso creíamos…

¿Cómo explicar lo que es un agujero negro, para que os hagáis una idea de lo que vio mi padre? Pensad en una galaxia como si se tratase de una enorme bañera en la que flotan distintos juguetes: un patito de goma, un barco, un flotador. Entonces, alguien quita el tapón de un agujero sin rejilla que empieza a comprimirlo y absorberlo todo. Pero no solo lo que hay en la bañera, también todos los demás objetos del baño, y las paredes de este, toda la casa…, ya nadie puede volver a poner el tapón. A partir de ahí, lo único que te queda es mudarte a la ciudad más próxima y ver en las noticias como tu edificio, las calles que lo rodean y todo tu barrio se va al carajo lentamente. Por supuesto, todo esto a escala espacial. Así es un agujero negro: un sumidero, un desgarro en el tejido del universo con un hambre que no conoce fin en la Era del Hombre. La gravedad es tan inmensa que nada escapa a ella, ni tan siquiera la luz. ¿Y a dónde va a parar todo lo que traga? Eso nadie lo sabe. Existen teorías científicas, casi tantas como novelas de ciencia ficción que abundan y ahondan ampliamente en el tema. No pretendo aburriros ni con lo uno ni con lo otro.

El fluorescente empezó a parpadear.

—Disculpe las molestias —dijo una voz a sus espaldas.

Charles parpadeó, girando la cabeza. Acababa de entrar un tipo alto y trajeado. Los cristales de sus gafas cromadas capturaban con facilidad la tenue luz del fluorescente. Tenía complexión de gimnasio y la piel morena, pero no del tipo que uno adquiría en cámaras de rayos UVA. Tampoco en los planetas paradisíacos que se anunciaban en las agencias de viajes. Parecía de origen indio.

—Buenas noches, señor…

—Duncan —se apresuró a contestar Charles.

—Eso es. Si me disculpa un momento… —dijo, dejando su maletín apoyado contra la pata de la mesa.

Charles contempló con asombro como aquel tipo se erguía con un zapato de diez mil créditos sobre la silla, afianzaba el otro en la mesa, y alzaba los brazos sobre su cabeza para cambiar el cebador del fluorescente. Por último se bajó, sacudió la silla sin demasiados remilgos y tomó asiento. Su sonrisa, blanca y perfecta, parecía sacada directamente de un anuncio de dentífricos.

—Señor Duncan… —repitió el ejecutivo, como si pusiese en orden sus ideas—. Doctorado en Virología, Microbiología y Parasitología por la Universidad de Nueva París. ¿Promoción del 662?

Charles se relajó un poco. Aquel tipo había arriesgado su adinerada crisma para reparar el fluorescente. No debía ser tan estirado como clamaba su vestuario de miles de créditos.

—Pues sí, del 662 —contestó—. Veo que ha hecho bien sus deberes.

—En absoluto. —La sonrisa del ejecutivo se acentuó mientras abría su maletín—. Gano tiempo consultando su perfil en las redes sociales con mi implante coclear mientras intento recordar su nombre de pila.

—Charles…

—Eso es. Charles Duncan. Mi nombre es Asha. —Le tendió una mano—. Saito Asha.

Charles alzó las cejas mientras le devolvía el apretón. Saito era un apellido japonés. Él apellido japonés. Pero aquel tipo parecía indio.

—Saito… ¿De SAITO? —no pudo evitar preguntar.

Los hombros de Asha se agitaron con una risa contenida; no sin razón. SAITO era la gran y todopoderosa multinacional que proporcionaba energía limpia y pura a toda la galaxia. Su único competidor, como solían alardear, eran las estrellas. De ahí el apellido SAITO transformado en acrónimo: Stars Are In The Oblivion .

—Solo por matrimonio —contestó Asha de buen humor—. Y tras esta presentación, creo que no es necesario que le describa las virtudes corporativas de la empresa. Sería barrer para adentro, ¿no cree?

Charles sonrió débilmente. Temía, a tenor del ambiente relajado, haberse propasado con su insaciable curiosidad de investigador. Si se había molestado, Asha no dio muestras de ello.

—Pasemos a la parte desagradable —anunció Asha sacando un formulario—: la burocracia.

Entonces, en otra agradable paradoja, el impecable ejecutivo sacó de un bolsillo un bolígrafo de bola de tinte. Simple, barato y condenado desde su nacimiento por la obsolescencia programada. Charles no era religioso, pero si tuviese que nombrar un dios, una voluntad presente en todas las cosas y seres vivos, nombraría la obsolescencia programada. Ya nada se hacía para durar. Todo tenía fecha de caducidad, hasta las estrellas. Al pensar en ello, Charles miró otra vez hacia la ventana.

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