Jeffrey Archer
Juego Del Destino
Sons of Fortune, 2002
Susan aplastó firmemente el helado en la cabeza de Michael Cartwright. Era la primera vez que se veían, o eso al menos era lo que afirmaba el padrino de Michael cuando los dos se casaron veintiún años más tarde.
Ambos tenían tres años en aquel entonces y cuando Michael se echó a llorar, la madre de Susan se acercó a la carrera para averiguar cuál era el problema. Lo único que Susan se mostró dispuesta a decir sobre el tema, y lo repitió varias veces, fue: «Bueno, él se lo ha buscado, ¿no?». Susan acabó recibiendo una azotaina. No era el mejor comienzo para una relación sentimental.
El siguiente encuentro del que se tiene constancia, siempre según el padrino, se produjo cuando ambos fueron a la escuela de primaria. Susan declaró con aire de conocedora que Michael era un llorica, aún peor, un chivato. Michael dijo a los otros chicos que compartiría sus galletas con cualquiera que estuviese dispuesto a tirar de las trenzas de Susan Illingworth. Muy pocos lo intentaron una segunda vez.
Al final de su primer curso, Susan y Michael compartieron el premio de la clase. La maestra consideró que era la decisión más acertada si de ese modo conseguía evitar la repetición del episodio del helado. Susan dijo a sus amigas que la madre de Michael le hacía los deberes, a lo que Michael replicó que él al menos escribía los suyos.
La rivalidad continuó con fiereza curso tras curso, hasta que finalmente cada uno se marchó a su respectiva universidad: Michael a la Estatal de Connecticut y Susan a Georgetown. Durante los siguientes cuatro años, hicieron todo lo posible para evitarse mutuamente. De hecho, la siguiente ocasión en que se cruzaron sus caminos fue, irónicamente, en casa de Susan, cuando sus padres organizaron una fiesta sorpresa para celebrar la graduación de su hija. Lo sorprendente no fue que Michael aceptara la invitación, sino que se presentara.
Susan no reconoció a su antiguo rival inmediatamente, en parte porque él había aumentado diez centímetros de estatura y era, por primera vez, más alto que ella. Hasta que le ofreció una copa de vino y Michael comentó: «Al menos esta vez no me la has tirado encima», no se dio cuenta de quién era el joven alto y apuesto.
– Dios, creo que me comporté de una manera horrible -dijo Susan, con la ilusión de que él lo negara.
– Sí, lo hiciste, pero supongo que me lo merecía.
– Puedes estar seguro de ello -afirmó ella, y se mordió la lengua.
Hablaron como viejos amigos y Susan se sorprendió al percibir cierta decepción cuando una compañera de Georgetown se reunió con ellos y comenzó a coquetear con Michael. Aquella noche no volvieron a cruzar palabra.
Michael la llamó al día siguiente para invitarla a ir a ver La costilla de Adán, de Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Susan ya la había visto, pero se oyó a sí misma decir que sí; después le costó creer que hubiese dedicado tanto tiempo a probarse vestidos antes de que Michael llegara para aquella primera cita.
Susan disfrutó con la película, aunque era la segunda vez que la veía, y se preguntó si Michael le pasaría el brazo sobre los hombros cuando Spencer Tracy le daba un beso a Katharine Hepburn. No lo hizo. Pero cuando salieron del cine, él la cogió de la mano en el momento de cruzar la calle y no la soltó hasta que llegaron a la cafetería. Allí fue donde tuvieron su primera pelea, bueno, digamos desacuerdo. Michael confesó que votaría a Thomas Dewey en noviembre, mientras que Susan dejó bien claro su deseo de que Harry Truman continuara en la Casa Blanca. El camarero dejó la copa de helado delante de Susan. Ella la miró.
– Ni se te ocurra -le advirtió Michael.
Susan no se sorprendió cuando él la llamó al día siguiente, aunque había permanecido sentada junto al teléfono durante más de una hora, con la excusa de que estaba leyendo.
Michael le había comentado a su madre aquella mañana mientras desayunaban que se trataba de un caso de amor a primera vista.
– Pero si conoces a Susan desde que era una niña -observó su madre.
– No, mamá, no es así -replicó él-. La conocí ayer.
Los padres de ambos se mostraron encantados, pero no sorprendidos, cuando se prometieron un año más tarde; después de todo, apenas habían pasado un día separados desde la fiesta de graduación de Susan. Los dos consiguieron un empleo a los pocos días de acabar los estudios, Michael como ayudante en la Hartford Life Insurance Company y Susan como profesora de historia en el instituto Jefferson, así que decidieron casarse durante las vacaciones de verano.
Algo con lo que no habían contado era que Susan se quedara embarazada mientras estaban de luna de miel. Michael no podía ocultar su alegría al pensar que sería padre y cuando el doctor Greenwood les informó a los seis meses de que tendrían mellizos su gozo fue doble.
– Bueno, al menos eso solucionará un problema -dijo Michael como primera reacción a la noticia.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Susan.
– Uno podrá ser republicano y el otro demócrata.
– No si yo lo puedo evitar -proclamó Susan y se acarició la barriga.
Susan continuó con las clases hasta el octavo mes de embarazo, que coincidió felizmente con las vacaciones de Pascua. Se presentó en el hospital al vigésimo octavo día del noveno mes con una pequeña maleta. Michael salió del trabajo más temprano y se reunió con ella unos minutos más tarde, con la noticia de que le habían ascendido a ejecutivo de cuentas.
– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Susan.
– Es un nombre rimbombante para un vendedor de seguros -le informó Michael-. Pero incluye un pequeño aumento de sueldo, cosa que nos vendrá de perlas ahora que tendremos que alimentar a dos bocas más.
Después de que Susan se instalara en su habitación, el doctor Greenwood le pidió a Michael que esperara fuera durante el parto, dado que cuando se trataba de mellizos podía surgir alguna complicación.
Michael se entretuvo en caminar por el largo pasillo. Cada vez que llegaba al retrato de Josiah Preston colgado en la pared del fondo, se volvía y vuelta a empezar. En los primeros recorridos, Michael no se detuvo a leer la larga biografía impresa debajo del retrato del fundador del hospital. Para el momento en que el doctor apareció por las puertas batientes, Michael se sabía de pe a pa toda la historia del hombre.
La figura vestida de verde caminó lentamente hacia él antes de quitarse la mascarilla. Michael intentó adivinar la expresión en su rostro. En su trabajo era una ventaja ser capaz de descifrar las expresiones y adivinar los pensamientos, porque cuando se trataba de vender seguros de vida tenías que anticiparte a cualquier duda que pudiera tener el posible cliente. Sin embargo, en el caso de esta póliza de seguro de vida, el rostro del médico no daba información alguna. Cuando se encontraron cara a cara, el médico sonrió y le dijo:
– Mis felicitaciones, señor Cartwright. Es usted padre de dos hijos sanos.
Susan había dado a luz a dos varones, Nathaniel a las 16.37 y Peter a las 16.43. Durante la hora siguiente, los padres se turnaron para mimarlos, hasta que el doctor Greenwood indicó que la madre y los bebés sin duda necesitaban descansar.
– Amamantar a dos niños ya será bastante agotador. Ahora los enviaré a la nursería para que pasen la noche allí -añadió el médico-. No se trata de nada especial, porque es algo que siempre hacemos cuando son mellizos.
Michael acompañó a sus dos hijos hasta la nursería, donde una vez más le pidieron que esperara en el pasillo. El orgulloso padre apretó la nariz contra el cristal que separaba el pasillo de las hileras de cunas y miró a los bebés que dormían, mientras deseaba decirles a todos los que pasaban: «Los dos son míos». Le sonrió a la enfermera que se encontraba junto a las cunas, atenta a las nuevas llegadas. En ese momento, les estaba colocando las pulseras de identificación en sus diminutas muñecas.
Página siguiente