Laia Soler - La geografía de tu recuerdo
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- Libro:La geografía de tu recuerdo
- Autor:
- Editor:Catedral
- Genre:
- Año:2020
- Índice:5 / 5
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La geografía de tu recuerdo: resumen, descripción y anotación
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LAIA SOLER (Lleida, 1991) es licenciada en Periodismo por la UAB y se ha especializado en literatura con los másteres en Edición y en Creación literaria de la UPF-BSM. De este último nació La geografía de tu recuerdo, su quinta novela. También es autora de Los días que nos separan (ganadora del Premio Literario “la Caixa”/Plataforma de novela juvenil en 2013), Heima es hogar en islandés (Plataforma Neo, 2015), la serie Valira (Puck, 2016), y la serie infantil Hoy seremos (La Galera, 2019).
Escribir, por fortuna, no es tan solitario como cuentan por ahí. Todas las historias tienen padrinos, compañeros de viaje y genios de la lámpara; y yo me siento afortunada al pensar en todos los que ha tenido Ciara.
Aunque ella llevaba años en mi cabeza, su historia nació como proyecto final del Máster en Creación literaria de la BSM-UPF, y por suerte, lo hizo rodeada de personas que me ayudaron a trazar los primeros esbozos de la novela que ahora tienes entre las manos. Gracias a Yafri y Andrea, por leer y escuchar siempre, por vuestra amistad más allá de la distancia; a Carlos, por ayudarme a encontrar la voz de Ciara; a Jorge Luis, por Helvética y la poesía; a Pablo, por enseñarme a escuchar a Edna, y a George, por las dudas y los ánimos. A todos los que me dejo, fue un placer aprender de vosotros. Gracias también a mi mentor, Manel Martos, que me ayudó a encontrar el camino correcto para Ciara.
Gracias a Laura, por tu ayuda llueva, nieve o haga sol. For good.
Gracias a Dani, porque no habría podido ponerle el punto y final a esta historia sin nuestras horas colgados al teléfono.
Gracias a todos los amigos que se dejan explotar con mis dudas: a Jesús, por tus consejos sobre psiquiatría; a Ferna, por tener siempre una repuesta a mis preguntas jurídicas, y a Guille y a Xenia, por ser mis enviadas especiales en Irlanda a lo largo de tantos años.
Gracias a Alena y Andrea, por ayudarme a sobrevivir.
Gracias a Silvia, por todas tus palabras de aliento.
Gracias a Lara, por tus consejos y tus paper rings.
Gracias a Unai, por haber dejado que te lea.
Gracias a Anna López y a todas las casualidades que nos han traído hasta aquí. Por todos estos años compartiendo palabras, de un modo u otro. Gracias por creer en la historia de Ciara.
Gracias a Ariadna, por crear esta maravilla de portada.
Gracias a Sandra por encontrarle un buen hogar para esta novela.
Gracias a mis padres, por seguir significando hogar bajo cualquier techo.
Y como siempre, gracias a ti, lector, por seguir leyendo hasta esta última palabra.
Podría quemarlo todo.
Una vela bastaría para convertir este montón de basura en una pira funeraria. Oigo el crepitar de mis peluches, veo sus ojos derritiéndose como mantequilla, los papeles ardiendo, el humo pegándose al techo y a las paredes.
Podría hacerlo. Lo único que me detiene es que no hay agua corriente, y no estoy tan loca como para incendiar la casa entera. Imagino el anuncio: «Se vende agradable casa familiar a reformar a dos kilómetros de Kilkerry. Dos plantas. Cocina, cuatro habitaciones, dos baños. Garaje anexo. Calcinada. Con vistas al campo. Interesados llamar a...».
La luz de las velas se derrama por las paredes, desnudas por primera vez desde que tengo memoria, y trastabilla por la montaña de basura creando un tétrico juego de luces y sombras. Mi viejo colchón gime al dejarme caer sobre él.
Ropa, pósteres, cuadros, diarios, zapatos, peluches, apuntes, libros, discos. Todas mis cosas están ahí. Podría quemarlo todo porque no necesito nada de lo que dejé en esta casa.
Barcelona, eso es lo que necesito. Mi Barcelona, la que me acogió hace tres años; mi ciudad, mis dos trabajos, mi diminuta habitación en un barrio demasiado turístico y mis compañeros de piso, todos de un país diferente.
Ese lugar desapareció hace dieciocho días; el primer viernes de enero salí de casa con dos trabajos y volví con dos cartas de despido.
Ni siquiera me molesté en escuchar las razones de Paula. Desconecté a su tercer «la publicidad está muy mal, Ciara, muy mal»; firmé donde había que firmar y dije que sí, que yo también prefería que ese fuera mi último día. Mientras recogía mis cosas, Carla se acercó a mi mesa para compartir el rumor del día: Paula y Daniel peleándose por mí. Él quería despedirme en diciembre; a ella le horrorizaba la idea de mandarme al paro antes de Navidad.
Me fui con mis cosas y el consuelo de las noches en el Molly Malone’s. Aparecí en el pub dos horas antes de lo habitual, así que aproveché para calentar la voz con cerveza y la historia de cómo los cabrones de mis jefes me habían sustituido por dos becarios.
Si hubiera sabido que Jorge ni siquiera esperaría a que guardara a Helvética en su funda para pedirme que habláramos en el almacén, habría bebido mucho más.
—Sabes que estamos contentos contigo, ¿verdad?
—Me voy. —No necesitaba escucharle para saber qué venía a continuación.
Él se puso delante de la puerta.
—Espera. La decisión ya estaba tomada. Quería decírtelo el domingo, pero visto lo visto, creo que mejor hoy, mejor todas las noticias de golpe, ¿no? Las malas noticias de golpe y así es más fácil... Sí, ¿verdad? Tú sabes que aquí te apreciamos mucho y que estamos contentos contigo, lo sabes. Pero ya llevas aquí mucho tiempo y a veces es bueno cambiar. Los cambios son buenos. Para todos: para ti, para nosotros, para todos. Y no es fácil, a veces uno tiene que tomar decisiones que...
Lo siguiente con sentido que escuché fue la mejor excusa de despido que podía esperar: «Quiero algo más irlandés».
Algo más irlandés, dijo el muy imbécil.
Él, Jorge Díaz, me estaba diciendo que yo, Ciara Ó Rinn, no era lo suficientemente irlandesa para un pub que se creía que estaba en Temple Bar por llamarse Molly Malone’s y servir Guinness y tener algunos cuadros con castillos en ruinas colgados en las paredes.
No le rompí a Helvética en la cabeza por respeto a mi guitarra. No merece ese final.
Cuando un par de días después me tragué mi orgullo y volví al Molly Malone’s para hacer cambiar de opinión a Jorge, entendí a qué se refería con algo «más irlandés». Irlandés, en masculino. Esa noche, tras la barra estaban las tres camareras de siempre, y tras el micrófono, donde había estado yo de miércoles a domingo durante los últimos dos años y medio, había un chico rubio de metro noventa con ojos azules, brazos como troncos y sonrisa de idiota.
Esa misma madrugada, tirada en el sofá de casa en completa oscuridad, comprendí, con una certeza abrumadora, que Barcelona estaba rompiendo conmigo.
Unas horas después, compré un billete de ida a Cork y llamé a Ailís para anunciarle que volvía al pueblo.
Su forma de darme la bienvenida ha sido dejar unas velas en el recibidor junto a una nota: «Aún no hay agua ni luz». Es coherente, una mujer de palabra. Durante estos últimos años, ha hecho lo posible por cumplir lo que me dijo la última vez que nos vimos: «Si no puedes comportarte como familia, yo no te trataré como si lo fueras». Desde entonces no me ha llamado ni una sola vez. Siempre ha respondido a mis llamadas, eso sí, porque si algo aprendió de Edna es a ser una mujer educada.
Dime, Ciara.
Hola a ti también, Ailís.
Hola.
¿Cómo está Aidan?
Bien.
¿Y Connor?
Bien también.
¿Ya habla?
Tiene seis meses.
¿Pero habla?
No, Ciara, no habla.
¿Algún comprador para la casa?
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