Así me llamó cariñosamente mi familia cuando nací. Más de cuatro kilos de bebé gordito. Cómo iba a saber que años después esto mismo me jodería tanto. En realidad, muchos bebés nacen gordos; era grande, pero no muy distinta del resto. Nunca perdí mi barriguita de niña pequeña, pero la verdad es que esto me daba igual. Bueno, pintar… y comer. Bueno, pintar… y comer.
Me encantaba (y me encanta) comer. Algunos días incluso «se me olvidaba» que había merendado ya y merendaba dos veces. O tres. Mis lorzas nunca fueron un problema. Hasta que me hicieron ver que estaban ahí y que no debían gustarme. Físicamente no encajaba en el esquema que la sociedad ha construido para ser una chica perfecta.
Y en cuanto a personalidad… tampoco. «Pareces un chico», me decían, como si mis gustos, mis gestos o mi manera de relacionarme determinasen mi género, menuda gilipollez, ¿no? Pero esos comentarios me iban haciendo creer que no era como debía ser. Hablaba mucho y muy alto. Y claro, esto también era un problema. Me despeinaba con una facilidad increíble. Recuerdo un día, a última hora de la tarde, que había jugado, corrido, saltado… Y un profesor me dijo: «Péinate, pareces una bruja».
Se rio toda la clase y yo me limité a agachar la cabeza, avergonzada. Se acercaba la adolescencia y su implícita preocupación por mi apariencia física. Empecé a darme cuenta de que mi cuerpo era muy distinto del de los maniquíes. No encajaba. Mi cuerpo no era válido. Vergüenza. Vergüenza.
Sentía vergüenza de ir a la playa en bikini, calculaba mi postura al milímetro para que no se me notasen los kilos que consideraba de más. No estaba disfrutando, y mi cabeza no paraba de repetirme: «¿Qué estarán pensando de mí?». Tenía celulitis. Me preguntaba constantemente si aquello algún día acabaría desapareciendo. Los culos de las revistas eran lisos, redondos y perfectos, totalmente distintos del mío. Crecía y quería imitar todos los rituales de belleza que veía a mi alrededor.
Ojalá hubiese sabido que depilarme era una opción ti no una obligación. Que mi pelo es tan natural como las amapolas, pero entendí que no debía dejar crecer las flores en mi campo porque era mujer. ¿Cuántas veces me sorprendí a mí misma justificándome por tener pelos largos al ir a depilarme? No era consciente en aquel momento de lo que eso significaba, era puro rechazo a mi propio cuerpo en su estado más natural. Interioricé de tal manera los cánones estéticos que mi naturaleza me parecía fea y sucia. El día en que me bajó la regla por primera vez, no supe como reaccionar. Me callé, hasta que manché la silla del pupitre y tuve que ir a susurrárselo cabizbaja a una profesora, que me trajo una compresa casi de contrabando.
Una vez mas volvió a avergonzarme la naturaleza de mi cuerpo y viví por primera vez en mis propias carnes el tabú de la regla. Solo quería que nadie se enterase Sudaderas, vaqueros, camisetas anchas y deportivas. Nunca fui de faldas, lazos, ni volantes, aunque podría haber sido así. Que vestía como un chico, que cuidase mi imagen, que así no le iba a gustar a nadie… Soporté estos y mil comentarios por el estilo. Pero decidí vestirme como quería, porque quien se tenía que gustar al verse en el reflejo del espejo del baño era yo. «Alegra esa cara». ¿Sabes por qué me decían esto? Porque como mujer se me exige que esté radiante, sin ojeras, con rubor en las mejillas… No vaya a ser que se notase que la noche anterior casi no había dormido porque había estado estudiando, que ese día no me apetecía sonreír porque no estaba contenta o que me había salido un grano en la cara digno de asignarle un nombre. ¿Sabes por qué me decían esto? Porque como mujer se me exige que esté radiante, sin ojeras, con rubor en las mejillas… No vaya a ser que se notase que la noche anterior casi no había dormido porque había estado estudiando, que ese día no me apetecía sonreír porque no estaba contenta o que me había salido un grano en la cara digno de asignarle un nombre.
Pero yo me lo creía y solo contemplaba la opción de tapar mi cara, la de verdad de ese día. Me gustaba comer, pero cuando lo hacía en público, lo pasaba cada vez peor. Pensaba que al comer cosas que no fuesen «de dieta» delante de otra gente estaba dándole la razón a aquellos que me miraban por encima del hombro por estar
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