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Antonio Soler - Una historia violenta

Aquí puedes leer online Antonio Soler - Una historia violenta texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Galaxia Gutenberg, S.L., Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Antonio Soler Una historia violenta
  • Libro:
    Una historia violenta
  • Autor:
  • Editor:
    Galaxia Gutenberg, S.L.
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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Una historia violenta: resumen, descripción y anotación

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La pelea

La cara de don Guillermo era como la de esos presidentes de América que hay labradas en una montaña. Una cara con las mejillas cuadradas y tan altas que podría hacerse alpinismo por ellas. Como la parte de atrás de los edificios que había al otro lado de la calle, así era la cara de don Guillermo Galiana, el padre de Ernestito Galiana. Igual que la fachada trasera de esos bloques, sin ventanas y mal pintada pero lisa y muy alta.

Siempre vista desde abajo y siempre creciendo hacia el cielo azul del verano.

Así era la cara del padre de Ernestito. Su cara no estaba mal pintada ni tenía desconchones ni viejas marcas de lluvia, aunque una mancha de color rosado, un lago pálido, ocupaba parte de su mejilla derecha y desde el pómulo bajaba, mansa, hermosa y limpia hasta perderse bajo el cuello impecable de la camisa. Era el antiguo reflejo de la lava, el recuerdo de un periodo de explosiones que había quedado allí marcado como una aurora boreal, tan cerca del cielo. En la pared de su cara.

Arriba, en la cumbre, en vez de los depósitos de agua que había en los bloques, don Guillermo Galiana tenía un promontorio, la cresta maciza, gris y apelmazada de su pelo, maravillosamente cortado a navaja.

Su cabeza era un volcán del que salía aquella masa ondulada de su pelo, con vetas blancas. Auténtica lava petrificada.

El padre de Ernestito Galiana, si fuese verdad lo que en mi casa decían, medía más de dos metros. Y de hombro a hombro podía medir una inmensidad, un número insospechado e igualmente exagerado de centímetros.

Los centímetros variaban según el estado de ánimo y el humor que mi padre tuviera ese día.

La anchura de los hombros de don Guillermo Galiana encogían si mi padre había llegado esa tarde con las manos manchadas de grasa, manchadas hasta el codo, y su camión Leyland se había negado a subir una cuesta o directamente no había querido arrancar. Si por el contrario mi padre había aparecido silbando, con las manos en los bolsillos y su camisa blanca inmaculada, arremangada hasta medio brazo, el mundo tendía a expandirse. Esos días el big bang se mostraba en pleno apogeo, y entonces los hombros de don Guillermo podían medir también dos metros.

Así eran las cosas.

Cuando don Guillermo hablaba o sonreía y sacaba los dientes al sol parecía que alguien hubiera subido un telón o enchufado el reflector de una película de presos aficionados a las fugas nocturnas.

Aquel muestrario de dientes. Sanos, rectos. La muralla china de los dientes.

Era un gigante simpático y muy educado. La palabra educación era la palabra que más se usaba en la casa de la familia Galiana. Y eso, en la calle Lanuza, en aquel tiempo, era tan insólito como si toda la familia Galiana hubiera ido vestida de esquimal.

La casa de Ernestito Galiana era una gran joroba blanca y esplendorosa que le salía a la calle. Alta y robusta -silenciosa, satisfecha-, con sus dibujos de yeso dividiendo horizontalmente la fachada en dos y enmarcando las ventanas con aquellas molduras que al principio del verano un hombre famélico y pequeño, subido a una escalera bamboleante, pintaba de color azul.

Mi casa estaba al lado de la esquina. Por allí empezaba la calle. Le seguía la casa de Mauri, que era idéntica a la mía, salvo que la suya tenía azotea. Por lo demás, parecía que fuesen la misma casa, que un maniático del orden hubiera doblado por la mitad el papel donde estaban dibujadas y las hubiera calcado, una sobre otra, y luego hubiera desplegado el papel y nos hubiera metido allí dentro a vivir. A continuación estaba la casa de la familia Galiana.

Había más mundo, más vida, más gente después de la casa de Ernestito Galiana, aunque a mí entonces me hubiera costado creerlo. Había más mundo subiendo ese lado de la calle, en dirección a los Pabellones Militares, pero no había más niños. Había vecinos con bastón, vecinos con enfermedades, trabajos y motocicletas -uno con un piano-, vecinos con hijos mayores que trabajaban en talleres o cada tanto aparecían vestidos de soldados. Una nebulosa que a nadie interesaba.

La casa de Ernestito Galiana también estaba dividida en dos. Pero allí la división no era vertical, sino horizontal. Y en absoluto era simétrica. El dios del orden no se había querido inmiscuir en los delicados asuntos de aquella casa, precisamente porque aquél era su reino. El orden lo había puesto aquel dios en la arquitectura de la casa de Mauri y en la mía porque aquél, el de los ladrillos, las ventanas y las puertas, era el único orden que podía existir en ellas.

La casa de Ernestito Galiana tenía dos pisos. En el de arriba vivían él y sus padres, don Guillermo y doña Julia. En el de abajo estaba el patio, con los macetones grandes, llenos de plantas frondosas, y dos bancos de hierro en los que nunca se sentaba nadie. A un lado del patio había una puerta que daba a una serie de pasillos oscuros, habitaciones cerradas y salas vacías con muebles cubiertos de sábanas, lámparas cargadas de cristales y espejos llenos de penumbra donde de pronto uno podía aparecer convertido en un fantasma. Alguien me había contado que allí habían vivido doña Amelia y don Rodri, los tíos ricos de Ernestito, esos que ahora llegaban algunas veces de visita con su coche enorme y metían o sacaban cajas de esa parte deshabitada de la casa.

Al otro lado del patio, entre dos macetones grandes con palmeras, había un pasillo corto que daba a una puerta pintada de color verde oscuro. Ésa era la vivienda de Tusa, la tía de Ernestito Galiana.

Sólo cuando Ernestito llevó a cabo su triste hazaña y nuestra calle apareció en el periódico -la fotografía en la cual la cara de mi padre asomaba sonriente entre varias cabezas borrosas y unas manchas de tinta- supe que el nombre de Tusa era Teresa.

Tusa siempre llevaba los labios y las uñas pintados del mismo color rosa.

Durante mucho tiempo pensé que usaba la misma pintura para colorearse las uñas y los labios. La pintura desprendía un olor mareante y ella la sacaba cuidadosamente de un tarrito pequeño y macizo, después de haberlo hecho girar con frenesí entre las dos manos, repitiendo el movimiento que según nos explicaron en el colegio usaban los hombres primitivos para hacer fuego.

El pelo casi siempre lo llevaba recogido en un moño, y a mí me gustaba mirar aquellas vetas en las que varias gamas de rubio apagado viajaban ascendente y majestuosamente desde las sienes hasta la cima del moño o se derramaban con dulzura y se quedaban allí flotando al lado de su oreja, como un muelle blando.

Luego supe que no. Que aquella pintura olorosa con la que yo me emborrachaba dulcemente y con la que Tusa, usando un pincel que aparecía soldado al tapón del propio frasquito, se pintaba las uñas no era la misma que utilizaba para colorearse los labios. Yo mismo, hundido en el sofá color berenjena, sin mover las piernas ni la cabeza para no desequilibrarla, sin respirar, pude ver en más de una ocasión cómo Tusa se pintaba las uñas y extendía con el pincelito la pintura espesa y rosada mientras la habitación se transformaba y las paredes se reblandecían a causa de aquel olor.

Entonces, la lengua de Tusa, rosada y somno-lienta, asomaba un poco y se quedaba pegada a su labio superior. Como si vagamente le interesara aquel trabajo.

También había niños al otro lado de la calle Lanu-za, en los bloques. Pero eran niños que sabían cómo y cuándo debían decir palabras como picha, cagón, mierda y puta, y las decían sin reírse, metidas con decisión entre otras palabras, verdaderamente irritados. Escupían lejos y te miraban muy fijo a los ojos y con la cara torcida, como si no oyeran bien, esperando que repitieras lo que habías dicho.

Llevaban navaja en el bolsillo de atrás. Por lo menos el Mezcua y el hermano de la Popi las llevaban y afilaban palos y astillas mientras hablaban y maldecían. Una tribu que no paraba de gesticular y moverse. Incluso si estaban sentados en la escalera de los bloques se daban guantadas entre ellos, movían las piernas o tiraban piedras a lo lejos.

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