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Alcaide Carolina P - Los Ultimos Dias De Saint Pierre

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Alcaide Carolina P Los Ultimos Dias De Saint Pierre
  • Libro:
    Los Ultimos Dias De Saint Pierre
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  • Año:
    2016
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Los Ultimos Dias De Saint Pierre: resumen, descripción y anotación

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Editado por Harlequin Ibérica Una división de HarperCollins Ibérica SA - photo 1

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Carlos Parrilla Alcaide

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Los últimos días de Saint Pierre, n.º 211 - abril 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Top Novel y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-8255-3

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Para Patricia Martín, deseando que algún día encuentres a tu Marcel

Capítulo I
En el que se descubre la pagoda de los libros y cómo Marcel plantó cara al mismísimo Sansón

El que reúne las nubes, Zeus, levantó el viento Bóreas junto con una inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la tierra y a la vez el Ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó sus velas en tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta por terror a la muerte, y haciendo grandes esfuerzos nos dirigimos a remo hacia tierra. Allí estuvimos dos noches y dos días completos, consumiendo nuestro ánimo por el cansancio y el dolor.

—¡Mont Pelée, Mont Pelée!

El grito despertó a Marcel. Tenía por costumbre dormirse con un libro entre las manos, así —pensaba—, soñaría con aquellos personajes que tanto admiraba, con Héctor y Aquiles, con Eneas, Ulises y Patroclo... Solo tenía el inconveniente de que el dedo con el que marcaba la página se le entumecía y en no pocas ocasiones el volumen terminaba arrugado contra el suelo. Pero él se garantizaba unos sueños hermosos. Imaginaba que tan reales eran estos como la vigilia y que el alma vivía alternativamente dos vidas, una intensa, repleta de aventuras y también de pesadillas angustiosas, y otra gris, monótona y abocada a envejecer y desvanecerse sin hacer ruido.

Abrió la portezuela y un cielo de azul rabioso le hirió los ojos. El olor a sal y agua de mar entró por su nariz y lubricó, como el aceite de un engranaje, cada articulación todavía adormecida. No necesitó nada más para ponerse en marcha. Tomó un pedazo de queso y se asomó por la borda. A proa, entre las olas, se recortaba el picacho siempre coronado de nubes, el «Monte Pelado», que a pesar de su nombre se veía eternamente verde. Aquel mar no ocultaba las islas detrás de una cortina de bruma, como decían los que habían conocido el norte o los océanos australes, el suyo era un mar hermoso y noble como un hombre que dice la verdad en forma de horizonte limpio y que resulta terrible cuando se irrita con violentos huracanes. No disimulaba sus bajíos ni acechaba con arenales traicioneros, era siempre profundo, apenas se alejaba el buque del embarcadero cuando ya navegaba sobre abismos insondables. Amaba el mar, aquel mar, pues no conocía otro, pero cuando leía las narraciones fantásticas de Melville o Conrad lamentaba no llegar a ver nunca esas montañas de hielo que navegan a la deriva o las costas europeas erizadas de viejos castillos.

Cuando aquella pesadumbre se apoderaba de él, abría un recurso en su mente para atajarla. ¿Acaso no hubiera sido distinta la Odisea de Ulises si en vez de vagar por aquellos islotes pedregosos lo hubiera hecho en sus islas llenas de color? También en ellas había gentes de todas las razas y se hablaban en confusa amalgama todas las lenguas: portuguesa, inglesa, holandesa, española y francesa, aderezadas con los vocablos mágicos de los negros. También allí había grutas tenebrosas, mujeres bellas como sirenas y brujas oscuras, porque las santeras de Jamaica, al parecer, eran capaces de transformar a los hombres en cerdos tan bien o mejor que la famosa Circe. Las pequeñas Antillas conformaban un rosario de perlas, todas alineadas: San Martín, San Cristóbal, Guadalupe, Dominica, Martinica, Santa Lucía, San Vicente y Granada, y muchas otras, cientos de diminutas islas. Aquel era su mundo, un universo pequeño pero hermoso como pocos, lleno de luz y vida.

La goleta conocía aquellas aguas como un gato los tejados de su vecindario. En su casco se leía el nombre de Rosaline , nadie sabía por qué ni quién la bautizó de aquel modo, había pasado ya por tantas manos desde que la botaron que seguramente aquella Rosaline , si es que existió alguna vez, llevaría décadas debajo de la tierra. Pero si aquella mujer en algo se pareció al buque, en verdad debió de ser hermosa. Sus dos esbeltos palos podrían reconocerse entre una armada entera. Se diría que quien la construyó pensaba en la cadencia de aquellas olas, en la fuerza de sus corrientes y en la tozudez de las lapas que tanto gustaban de pegarse a su tablazón. Era blanca, totalmente blanca y cuando el sol se ponía, velas y casco se tornaban anaranjados reflejando las tonalidades del cielo.

La vida de Marcel era monótona y sin demasiadas expectativas de progreso, pero aquellas sensaciones no las hubiera cambiado jamás por el mejor porvenir, y si alguien deseaba gozarlas, hubiera tenido que enrolarse, como él, en la Rosaline .

En su ruta de ida y vuelta por las colonias francesas, llevando mercancías y raramente algún pasajero, la goleta siempre tocaba tierra en Fort de France. La capital administrativa de la Martinica era una ciudad menos señorial que Saint Pierre, la más poblada, aunque quizá por eso, más moderna y abierta al mundo. Se trataba, además, de un buen fondeadero a salvo de corrientes y oleaje. Su rada tenía entrantes y recovecos en los que hubiera podido perderse el ballenero más grande del océano.

La Rosaline entraba con todo el velamen desplegado bajo los muros del fuerte. El piloto tenía la costumbre de ajustarse a aquel espolón encastillado y doblarlo con la quilla casi rozando las murallas, a la sombra de los cañones, demostrando que no era necesario carbón ni humo negro para gobernar una buena nave y hacerla pasar por el ojo de una aguja. Todos sabían que el vapor haría desaparecer la antigua navegación, pero la Rosaline tenía aún muchas millas por recorrer antes de terminar en el varadero.

Para Marcel aquella ciudad representaba la antesala del paraíso, al menos, lo más aproximado al edén que pudiera encontrarse en tierra firme. Apenas echaban las amarras cuando su vista se perdía por encima del parque de la Savane, hacia la cúpula de cristal de un edificio mágico. Unos decían que imitaba una pagoda oriental, otros que parecía un palacio de los sultanes turcos, pero Marcel, por más que conociera por los grabados otras construcciones exóticas, jamás hubiera podido concebir un lugar tan majestuoso y a la vez tan repleto de tesoros. La biblioteca Schoelcher había sido construida para la Exposición Universal de París, y poco después, trasladada piedra a piedra, viga a viga y vidrio a vidrio hasta el otro lado del mar. Allí, en Fort de France, se alzaba la joya más exquisita de aquella arquitectura que enloquecía a los nuevos ricos. Desde que la abrieron al público, cada vez que ponía pie en Fort de France se lanzaba con su bolsa de hule impermeable para devolver los volúmenes que se llevara prestados y sustituirlos por otros. La mole verde del Monte Pelado se le antojaba una mala imitación de la gran cúpula de la biblioteca. En su interior se alineaban estantes infinitos comunicados por escaleras de hierro en espiral. Mirara donde mirara, encontraba maravillas. Solo hubiera consentido abandonar el mar para poder dedicarse a leer, nada más que leer. Pero, a fin de cuentas, ¿qué otro trabajo podía regalarle más horas de inactividad? Las labores en un buque tienen ciclos, horas, y por más que el hombre se afane, son el mar, el viento y la luz los que marcan la jornada. Por la noche, en la pequeñez de su cabina, siempre tenía tiempo para abrir su bolsa y entregarse al placer de la lectura.

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