Acerca de la autora
María Baranda es una poeta mexicana que por su obra ha recibido muchos reconocimientos, como el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. Con esta historia no sólo nos sumerge en el universo mágico de Mosi, sino también en el sabor de la prosa poética.
Acerca de la ilustradora
La española Elena Odriozola sabe volar, por ello sus personajes siempre son especiales, diferentes y, como Mosi, nos llenan de agua calientita el corazón. Este año ha ganado el segundo premio a las Mejores Ilustraciones de Libros Infantiles y Juveniles editados en España en 2006.
Marte
y las princesas
voladoras
María Baranda
Ilustraciones de Elena Odriozola
Primera edición en español, 2006
Segunda reimpresión, 2007
Primera edición electrónica, 2010
© 2006, María Baranda, texto
© 2006, Elena Odriozola, ilustraciones
D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-0420-0
Hecho en México - Made in Mexico
Uno
Rita me contó que el día que nació Mosi, nuestro pato se tragó un tornillo del tamaño de una cucaracha. Mientras mamá y papá estaban en el hospital, Rita le abría el pico a la mascota y metía su mano hasta lo más profundo para rescatar el tornillo. Ese día, mi hermana mayor decidió su vocación: sería veterinaria.
Mosi no se parece a mí, que ya voy a la escuela y aprendo cosas como los nombres de los planetas, las divisiones y las multiplicaciones, memorizo las capitales de todos los países, escribo palabras que tengan “v” o “b” y me aburro infinitamente en las clases de inglés.
Mosi tiene la suerte de ir a una escuela en donde le enseñan a recortar figuras de papel rojo, naranja y verde, con formas de círculo o de triángulo; le dicen cómo amarrarse los zapatos, primero por el agujero derecho y después por el izquierdo; le ayudan a coser botones dorados sobre telas brillantes, como de princesas; la invitan a dibujar despacio las letras, de arriba para abajo y de abajo para arriba. Aunque ya tiene ocho años, uno menos que yo, todavía no se aprende el abecedario. Por eso, algunas tardes, cuando estamos jugando, de pronto Mosi dice “a” de aguacero, “i” de imagina, “t” de trompo, y luego nos reímos a carcajadas porque yo me pongo a girar y girar hasta que digo:
—Tiro, lo tiro y lo vuelvo yo a tirar.
Mamá me explicó que Mosi no podrá entrar a una escuela como la mía porque ella nació diferente: cuando todos decimos derecha, ella se va para el otro lado; si le explicas que algo está caliente, Mosi cree que en realidad está frío, como pasa con el agua de la regadera o con los pasteles que a veces hacemos. Es como vivir en otro lugar, un sitio diferente donde todo no es lo que es y al revés. A veces he pensado que me gustaría ser como ella: distinta, porque a mi hermana todos le hacen caso, mi mamá siempre le pregunta con una voz suave como de viento:
—¿Qué quieres para comer, Mosi?
Y la verdad mi hermana se aprovecha porque siempre dice una lista larga de golosinas:
—Chocolate, algodón de azúcar, cocada, tamarindo, chicle bomba, pastillitas de menta, gomitas, dulces de colores —y un largo etcétera.
Entonces mamá, en lugar de enfadarse, suelta una larga risa como de tren en una montaña mágica y le dice que mejor algo sano, algo que la alimente. Y luego las dos se abrazan.
En cambio, a mí nadie me pregunta qué quiero para comer, por eso yo me impongo y digo:
—Por si se lo preguntan, a mí me encantaría comer chuletas con puré de papa y sopa de fideos y una gran rebanada de pastel de limón.
Entonces mamá alza una de sus cejas, la derecha, y dice con voz aburrida:
—Lorna, ayer comimos eso.
—Lo sé, mamá, pero a mí me gusta repetir —le digo para convencerla.
Mamá pierde la paciencia conmigo o con Jaro o con Rita. Nunca con Mosi.
Mi hermana tampoco se parece a Jaro, que va en la secundaria y sabe todo de coches: los deportivos y los de transporte, los más rápidos y los que, según él, vuelan como si fueran un cóndor. Dice que de grande va a ser diseñador industrial para hacer sus propios modelos de automóvil y salir a pasear en sus inventos con sus amigos. Hace unos cuantos años, Jaro quería ser alguacil, como en la televisión, para meter a los malos en la cárcel y defender a los buenos. Era cuando mi hermano me saludaba por las mañanas y me jalaba un poco las trenzas para molestarme. Entonces me caía bien porque jugábamos juntos en la calle. Ahora todo es distinto: casi no me mira y, si le pregunto algo, me gruñe.
Por supuesto Mosi tampoco se parece nada a Rita, mi hermana que estudia para ser veterinaria. Ella ya es grande, tiene dieciocho años y sabe muchas cosas: cuántos huevos puede poner una gallina en una semana, qué necesitan comer las lagartijas, cómo respiran los delfines o por qué cantan las ballenas. Dice que más adelante va a vivir en una granja con Mosi para que juntas puedan cuidar un montón de animales.
Mosi no se llama así. Su verdadero nombre es Martha Elena, pero ése es un nombre que suena fuerte, como a tía vieja, dice Jaro, o como un árbol grande y hermoso, según papá. Sin embargo, todos la llamamos Mosi porque así lo decidió. Creo que es porque suena alegre como ella. Mi hermanita tiene una sonrisa de naranja, dulce y redonda, y siempre nos confiesa a todos que nos quiere mucho y nos abraza.
Un día que estábamos jugando en el patio le dije:
—Mamá te está llamando.
—No, a mí no. Yo no me llamo Martha Elena, me llamo Mosi.
—¿Qué?
—Sí, mi verdadero nombre es Mosi.
—¿Y cómo lo sabes?
—Me lo dijo el viento.
—¿El viento?
Entonces me contó que por las tardes le gusta salir al patio y treparse al árbol, allí puede sentir cómo el viento le toca la cara. Me dijo que desde lo alto podía ver muchas cosas. Por ejemplo, me habló de Rita y de un muchacho con el que sale por las tardes. Dice que a veces puede ver cómo se toman de la mano.
Le aconsejé que le contara a mamá lo de su cambio de nombre y también al resto de la familia, así todo sería más fácil. Mosi estuvo de acuerdo conmigo porque se levantó inmediatamente y corrió a contarle a mamá. Entró cantando en la casa:
—Me llamo Mosi, me llamo Mosi, me llamo Mosi, me llamo Mosi.
Lo repitió más o menos unas mil veces hasta que Jaro le aventó un cojín y le dijo que cerrara la boca.