Glenn Parrish - Rescate en Marte
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- Libro:Rescate en Marte
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GLENN PARRISH
RESCATE EN
MARTE
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n°
Publicación semanal
Aparece los VIERNES
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA — BOGOTA — BUENOS AIRES — CARACAS — MEXICO
Depósito Legal B 24.600 -1971
Impreso en España - Printed in Spain
a edición: agosto, 1971
© GLENN PARRISH - 1971
sobre la parte literaria
© MANUEL BREA - 1971
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A .
Mora la Nueva, 2 - Barcelona – 1971
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.
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CAPÍTULO PRIMERO
Cuando el fiscal le preguntó al profesor Handley Stuyler si había visto al acusado antes de aquel momento, el profesor dijo que lo había visto en Marte, cosa que organizó, un jolgorio imponente en el tribunal.
El único que no se divirtió, claro, fue el acusado, Red Jarliss, quien, al igual que su abogado, conocía la importancia de la declaración del profesor. El científico «aterrizó» al fin y dejó de estar distraído. Entonces dijo lo que todo el mundo, y más que nadie, el fiscal deseaban que dijera.
Stuyler había sufrido muchas presiones de distinta índole y había resistido victoriosamente las acometidas de los esbirros del acusado: sobornos, intentos de chantaje, atentados... Stuyler era un hombre de rectas convicciones y no se dejó amedrentar por nada ni por nadie y, al fin, declaró lo que sabía y lo que había visto en la fecha que se le preguntaba.
Red Jarliss, el acusado, se puso lívido. Aquella declaración lo enviaba a la cámara de gas.
Luego del juicio, el fiscal preguntó al profesor por qué había dicho aquello de Marte. El profesor contestó que en aquellos momentos estaba distraído, pensando en su próximo viaje a Marte.
— ¡Pero no hay ningún viaje programado por la NASA a Marte, profesor! —exclamó el fiscal, atónito.
Stuyler miró indignado al fiscal.
— ¿Acaso cree usted que yo puedo tener alguna relación con esa colección de asnos que componen la NASA? —contestó abruptamente.
Después de lo cual, tomó el portante y se marchó, murmurando calificativos aún menos agradables contra la NASA, el gobierno y unos cuantos tipos más que el fiscal no logró entender. Tampoco se preocupó mucho de ello, dicho sea en honor de la verdad.
Al día siguiente, como muchos otros días, yo le esperaba en las inmediaciones de su propiedad, situada al pie de una abrupta montaña de empinadas laderas rocosas. Nunca sabré explicarme qué es lo que hizo que el profesor, gruñón, atrabiliario y mal hablado en casi todas las ocasiones, y que yo, un muchacho de entonces apenas dieciséis años, nos convirtiéramos en los mejores amigos del mundo.
Tal vez fue porque yo había demostrado afecto y comprensión a un hombre que no lo había encontrado nunca, o porque mostraba avidez por oírle... Quizá también es porque él siempre me trató muy humanamente y yo no había conocido a mi padre. Aquel hombre, de unos cuarenta y cuatro años y yo éramos los mejores amigos del mundo.
Cuando le vi llegar en su viejo automóvil del año treinta y pico, me puse en pie y agité la mano alegremente. «Jackie», mi perro mastín, se puso a ladrar con bastante estrépito.
Stuyler frenó el coche y me miró por encima de sus viejas antiparras.
—Hola, Donald —me saludó—. ¿Qué haces aquí?
—Estaba esperándole, profesor. Tenía ganas de charlar con usted...
—Y te dedicas a pasear por el campo en lugar de estudiar, ¿no es eso?
—Bueno, hace un día estupendo... y saqué unas notas muy buenas en el último trimestre. Puedo perder un día, profesor... y a poco que usted me conteste a unas cuantas preguntas, yo habré ganado la mitad del próximo trimestre.
Stuyler se echó a reír.
—Sabes halagar a la gente, Johnny, no cabe la menor duda —dijo, a la vez que abría la portezuela—. Anda, subid los dos.
Entramos en el coche. «Jackie» pasó al asiento posterior, lanzando un alegre ladrido de saludo. El profesor arrancó de nuevo y entonces fue cuando reparó en el diario plegado que yo tenía sobre las rodillas.
—El periódico, ¿eh? ¿Qué dicen esos chismosos, Donald? Seguro que hablan del juicio, ¿verdad?
—Sí, profesor —contesté—. Lo hizo usted muy bien.
— ¡Bah, lo único que hice fue decir la verdad de todo lo que vi! Ese Jarliss es un asesino redomado y no merece vivir entre las personas decentes. Por cierto, que si se retrasa el juicio un día más, ya no me encuentran y Jarliss no hubiera podido ser condenado.
— ¿Cómo? ¿Se marcha usted de viaje, profesor? —pregunté.
—Sí, Donald. Me voy a Marte.
—Pero..., yo creí que era una broma suya... —dije, desconcertado.
— ¿Broma? No hay tal broma, Johnny. Ya tengo todo listo y preparado, ¿sabes? Me ha costado casi quince años de trabajo y no pienso esperar ya un día más.
Le miré horrorizado. Aunque yo entonces era muy joven para discernir ciertas cosas, las palabras que acababa de escuchar me hicieron pensar que el profesor, aquel hombre a quien yo tanto admiraba, había perdido el juicio.
—No, Donald, no —dijo con acento calmoso, como si hubiera adivinado mis pensamientos—, no he perdido el juicio. Y te lo voy a demostrar en seguida.
El coche acometió una curva, y, a la salida de la misma, nos hallamos en los límites de la propiedad que el profesor había comprado muchos años antes y que antiguamente había sido un rancho de ganado.
Ahora, naturalmente, no había reses ni otros animales que los que merodeaban por las montañas vecinas y que de cuando en cuando bajaban al llano en busca de alimento. Era una extensa propiedad, limitada por el lado norte por unos farallones rocosos que, en algunos puntos, rebasaban los doscientos metros de altura.
Al pie estaba la casa donde vivía el profesor, un viejo edificio que se caía a pedazos. Unas semanas antes se había muerto su ama de llaves y Stuyler, inexplicablemente, no había querido sustituirla. No había sido por afecto a la muerta solamente.
Luego lo comprendí. Si se iba a marchar a Marte, ¿para qué necesitaba otra ama de llaves?
Pero en aquellos momentos yo no creía en absoluto en las palabras del profesor. Stuyler, sin embargo, no dijo nada, hasta que paró el coche.
El profesor no me condujo su casa, como tenía por costumbre, sino que desvió el automóvil unos doscientos metros a la izquierda, dirigiéndolo a la base de un impresionante paredón rocoso , sin que yo comprendiera entonces sus intenciones. A los pocos momentos, frenó y saltó al suelo.
Yo y «Jackie» le seguimos en el acto. S tuyler se acercó a la base de l a ladera, apoyó la mano en un determinado punto y algo que parecía una puerta de grandes dimensiones giró silenciosamente a un lado, dejando ver la entrada a un túnel de más de cinco metros de diámetro.
Luego se volvió hacia mí y me miró sonriendo.
—Entra, Johnny —invitó.
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