Título original: Mars Child
Cyril M. Kornbluth & Judith Merrill, 1952
Traducción: Domingo Santos
Diseño de cubierta: Enrich
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Capítulo I
Jim Kandro no podía pasearse por pasillos inexistentes: el hospital de la colonia Lago del Sol era un simple cuarto anexo a la casa del médico, construida con paneles de tierra prensada. Seguían llamándole «tierra» al herrumbroso suelo de Marte. Con las piernas apretujadas entre la cama y la pared, cansado del monótono movimiento de sus brazos pero decidido a presenciar el final, Jim persistía en frotarle la espalda a Polly, su mujer, mientras susurraba palabras animosas para ella y para sí mismo.
—¿Por qué no me deja que la atienda yo solo un rato? —sugirió el doctor Tony Hellman al ver que el agotamiento de Jim sólo servía para comunicarle su propio pánico a la mujer—. Vaya a descansar a la otra habitación, o salga a dar un paseo. Todavía falta tiempo para que ocurra nada.
—Por favor, Tony —repuso Jim, con voz enronquecida por la ansiedad—; prefiero estar cerca —y volvió a inclinarse sonriente sobre Polly.
Ana entró antes de que Tony la llamara. Precisamente por ese don que parecía tener la había elegido Tony de ayudante.
—Creo que Jim necesita una taza de café —dijo secamente el médico. Kandro se levantó azorado.
—Bien, doctor —dijo; y, en su deseo de ser útil agregó—: ¿Me llamará si necesita… si hay novedad?
—Claro que lo hará.
Esta rápida intervención de Ana evitó la agria respuesta de Tony. Ella apoyó su mano en el brazo de Kandro, sonrió a la mujer que yacía en la cama y dijo:
—No falta mucho, Polly. Vamos Jim.
Al cerrarse a la puerta tras ellos, Polly dijo con la sonrisa en los labios:
—Discúlpelo, doctor. Está tan preocupado…
No tuvo aliento para más. Se retorció en su cama, con las manos crispadas. Toda otra labor física, reflexionó Tony, era más fácil bajo la escasa fuerza de gravedad de Marte, pero la labor del parto era eternamente la misma. Alargó su mano para que Polly le apretara, y esperó mientras a ella le rechinaban los dientes de dolor y a él le corría un escalofrío.
Pasó el dolor. Ella le soltó la mano. Él fue al autoclave a por un nuevo par de guantes para hacer otro reconocimiento, y la oyó suspirar:
—¡Qué buena es Ana!
Antes de volver a mirarla, la oyó relajarse en la cama para reposar lo más posible mientras no se repitiera el dolor.
—Sí, lo es —contestó.
Dejó los guantes sobre la mesa: era inútil otro reconocimiento. Siéntate y espera, pensó. No te dejes aturdir por esa criatura. Si la madre puede esperar, tú también puedes. Pórtate como te portarías en la Tierra. Ahora estás en Marte. ¿Y qué?
Acercó una silla a la cama; apoyó una mano en la sábana, donde ella pudiera apretarla cuando quisiera; se arrellanó, y dejó reposar todos los músculos.
Al otro lado de la puerta, Jim Kandro se acercaba por cuarta vez la taza de café a los labios y la bajaba de nuevo sin probarlo.
—¿Qué opina usted, Ana? Usted lo sabría si ocurriera algo… malo.
—A mí me parece un parto normal —dijo ella amablemente.
—Pero ya lleva así desde las seis de la mañana. ¿Por qué tantas horas?
—Eso no significa sino que es laborioso y requiere tiempo —replicó ella, acercándose a su mesa de trabajo y sacando sus utensilios—. No creo que falte mucho, Jim. ¿Quiere dormir un poco mientras espera, o prefiere ayudarme en mi trabajo?
—La ayudaré con mucho gusto.
Se levantó, llevando maquinalmente su taza en la mano; dejó que Ana se la quitara, y tomó el mechero de alcohol que ella le ofreció sin siquiera admirarse de que empezara a trabajar después de medianoche. Durante un minuto, Jim prestó atención al trabajo.
—Pero ¿por qué él no me habrá dicho nada?
—Porque no había nada que decir, creo yo.
Hasta Ana perdía la paciencia con Jim. Para que no se quemara con la llama del mechero, que tenía boca abajo, se lo quitó de las manos. Kandro deseaba gritar: Ustedes ignoran que llevamos doce años casados, deseando hijos, y que todo lo que ella consigue es ponerse gravísima. Y nunca avanzó tanto. Y ustedes no saben…
En los comprensivos ojos de Ana vio que era innecesario hablar. Ella abrió un poco los brazos, y aquel hombretón cayó ante ella de rodillas, llorando, con su cabeza toscamente apoyada en la delicada mujercita.
A las 3,37 horas a.m., el doctor Tony Hellman ajustaba una mascarilla de oxígeno a la roja nariz de garbanzo de un recién nacido. Lo lavó, lo secó, lo cubrió y volvió a atender a la madre. Iba a tocar el timbre para llamar a Ana, pero no lo hizo: Kandro entraría también, escandalizando, y Polly estaba demasiado débil y excitada por todo. Además sentía una cierta perversa satisfacción en hacerlo todo solo, inclusive la enojosa tarea de limpieza, que en la Tierra se le encargaría a una estudiante de enfermera.
Cuando terminó, le dio un fuerte sedante a Polly, aún contra su voluntad de estar despierta para cuidar al niño. También le dio la píldora de oxen del día siguiente, confiando en que dormiría hasta media mañana.
Únicamente desde el descubrimiento de aquellos mágicos gránulos rosados, que contenían la denominada «enzima o fermento de oxígeno», podían la mayoría de los seres humanos respirar normal en Marte. Antes del oxen, todo el que no tenía pulmones fisiológicamente marcianos, vivía bajo permanente máscara de oxígeno. Ahora sólo la necesitaban los niños demasiado pequeños para tolerar la píldora.
Con la enzima milagrosa, el aire marciano era tan respirable como el de la Tierra, con tal de que el ser humano la tomara religiosamente todos los días: treinta horas sin tomarla, y en pocos minutos el individuo moría de anoxemia.
Tony se aseguró de que la mascarilla del niño estaba bien ajustada y de que el oxígeno fluía adecuadamente. Pasó junto a Polly, ya medio dormida, y abrió la puerta del living. Jim, enteramente vestido y con sus botas de arena, dormía profundamente. Ana, desde su banco de trabajo, miró a Tony con expresión jovial y afectuosa.
—¿Todo bien?
—Mucho mejor de lo que esperaba. Varón…, 2 kilos 400 gramos: peso terrestre… Buen color… Fuerte.
—Bravo —dijo Ana, volviendo a su trabajo—. Voy contra un hierro, otro soplo, todo como al descuido, y puede esperar unas horas para ver a su hijo.
El médico permaneció un rato, observando a Ana, fascinado como siempre ante su eficiencia. Un soplo en el tubo, un doblez al enrojecerse en la llama, un giro contra un hierro, otro soplo, todo como al descuido, y una obra acabada. Intrincados tubos de laboratorio, frágiles copas para algún nuevo hogar de la colonia o jeringas hipodérmicas.
Miró hasta que sus cansados ojos huyeron del punto reluciente donde la llama golpeaba sobre el cristal. Se dirigió entonces a la habitación inmediata, se echó sobre la cama y se durmió.
Capítulo II
El laboratorio era la fuente de ingresos de la ciudad Lago del Sol. Marte tenía una capa de ligera radiactividad, que no afectaba a la vida, pero que permitía a la colonia de Lago del Sol aislar y concentrar radioisótopos y cuerpos orgánicos radiactivos, para venderlos en la Tierra a precios sin competencia, pese a las altas tarifas de transporte.
La manipulación de estos materiales ofrecía escasos peligros; pero la misión del médico era suprimirlos totalmente. Dos veces al día, antes de iniciar y de abandonar el trabajo, Tony revisaba todo el local. De esta precaución dependían los únicos ingresos y hasta las vidas de la comunidad. Todos los miembros adultos dedicaban algún tiempo directa o indirectamente, al laboratorio. Era el único edificio capaz para reuniones, y el único distinto de las uniformes viviendas todas ellas de 3 x 3 metros, con sus paredes de barro y sus techos y suelos de cemento. El laboratorio tenían armazón de acero, revestimiento de duraluminio, cañerías de cobre con agua caliente, fuerza motriz propia, muebles fabricados en la Tierra y hasta un sistema de aire filtrado.
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