SIN COARTADA
© 2020. Eduardo Pérez Cebollada. 1ª edición
ISBN: 9798651387212
Depósito legal:
Reservados todos los derechos.
Todos los personajes y hechos de la obra son ficticios y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
A mis padres, que tanto quiero,
con fuerza infinita.
EN LA OSCURA REALIDAD
E l famoso actor de cine Carlo Asensio no podía mover un solo músculo de su petrificado cuerpo. Y esta vez no se debía a exigencias del guión. No había ningún ayudante presto a golpear la claqueta poniendo fin a la escena. El reloj marcaba las cuatro en punto de la madrugada y lo que estaba contemplando no era ficción, pertenecía a la más cruda de las realidades. A sus pies, en la alfombra persa de la habitación de matrimonio, su mujer yacía inerte con el cuello retorcido y la expresión perdida. Sus brazos, piernas y tronco formaban una rara figura, endeble y fantasmagórica. Los rizos de su siempre bien peinada cabellera, caracoleaban ahora descontrolados por su rostro, ocultando algunas partes y dejando entrever otras, acentuando el matiz tétrico de tan espantoso cuadro.
Aunque sabía que sería del todo inútil, en un último gesto instintivo se desplomó junto a ella e intentó reanimarla. Como preveía, sus esfuerzos no fructificaron y volvió a dejarla tal y como estaba. Un escalofrío le recorrió la médula espinal justo al incorporarse al dejar de sentir el frío inerte de la piel de su esposa.
Dudó qué hacer. Se sentó en la cama y trató de reflexionar. Tenía claro que debía dar parte a las autoridades de inmediato, pero la noche había sido tan intensa que en su cerebro se amontonaban las ideas. Demasiadas impresiones juntas. Dio un par de pasos sin rumbo y volvió a mirar de reojo a Ana, su mujer, tumbada en aquella espeluznante pose. Esa angustiante imagen consiguió reparar el cortocircuito que le bloqueaba. Marcó el número de la Policía.
LA EXTRAÑA PARTIDA DE PÓKER
Una hora y media después, el inspector Toni Esparis entró en su oficina —de no muy buen genio, todo hay que decirlo— y reclamó la presencia de Carlo Asensio. El aviso recibido de la Central le había sacado de la cama y eso era algo que le repateaba las tripas, sobre todo si se producía con un plácido domingo por delante. Aquella no era la práctica habitual del Departamento, normalmente se operaba con los agentes de guardia, pero dado el especial relumbrón del implicado, habían preferido avisarle. Órdenes de arriba.
Venía de haber revisado el lugar del crimen, donde había dejado a la Policía Forense trabajando, y su intención ahora era tomarle una primera declaración en Comisaría al esposo de la fallecida, algo que en condiciones normales hubiera delegado en un subordinado. No es que se sintiera afortunado ante semejante circunstancia, no era un fan acérrimo del séptimo arte, más bien al contrario, odiaba el cine por considerarlo tramposo frente a sus hermanos mayores como la pintura o la escultura, pero sin embargo, la fama del hombre que ahora se sentaba tras su mesa, aconsejaba tratar el tema con delicadeza. Las actuaciones de Carlo Asensio en la gran pantalla le habían otorgado tal popularidad que incluso había cruzado el charco y participado en algunas producciones de Hollywood. El inspector sabía que enseguida tendría a los medios de comunicación acechando y quería manejar él personalmente el asunto.
Lo escrutó con fijeza, intentando dominar la situación. Parecía algo mayor que lo que aparentaba en sus películas, pero aún así, no superaría la treintena. Seductor innato, con unos ojos azabache profundos y cabello cuidadosamente arreglado, mantenía la pose altiva. Sin embargo, lejos de llegar a conquistarle, el inspector lo catalogó en el acto como un “niñato rico”. Se había hartado de tratar con ese estereotipo: jóvenes, que aunque no tuvieran la fama de éste, tenían la vida resuelta por ser niños de papá o haberles sonreído la suerte, y a los que unía el mismo refinado y arrogante aspecto. Podía apostar su paga a que por mucha película que hubiera rodado, ese guayabo no tendría ni un callo en las manos. ¡Demonios, cómo le asqueaban aquellos maromos que se creían dueños del mundo!
Se sirvió una taza de café y se apretó los ojos hasta ver estrellitas. Era un gesto que le servía para concentrarse. Así, olvidó momentáneamente sus prejuicios.
— Mi más sincero pésame —comenzó.
— Gracias.
— Podemos esperar a su abogado, si lo prefiere.
— ¿Por qué? —La voz del joven actor sonaba exagerada—. ¡No creerá que tuve nada que ver con la muerte de mi esposa! ¡Aún me tiemblan las manos…!
— Cálmese, yo no he dicho nada de eso. Se trata de una simple declaración inicial, un mero formulismo. —Echó mano de un cuadernillo de notas del cajón del escritorio y con bastante parsimonia, continuó—: De momento, me conformo con que haga memoria y me explique sus movimientos a lo largo de la noche.
El galán calló en seco y observó a su oponente. Muy bien podría haber seguido con su enfática defensa, preparada para tipos más duros incluso, pero vista la actitud del policía, optó por juntar los labios y levantar la barbilla.
— Está bien, perdone si me he alterado —dijo resignado y, a continuación, con registro más calmado, prosiguió—: Supongo que sabe quién soy, ¿no?
— Sí… —Esparis prolongó la sílaba con desdén— ¡Cómo no! Ni más ni menos que Carlo Asensio… —De repente, detuvo su bolígrafo cuando se disponía a escribir—. Por cierto, ¿es ése su verdadero nombre?
— Me quité la ‘s’ de Carlos para darle un mayor relumbrón artístico, pero sí, me llamo Carlos Asensio Martínez.
— ¡Ajá! —soltó el policía—. Pues yo soy el inspector Esparis.
— Bien, hechas las presentaciones, le pediría cierta discreción, si es posible.
— No se preocupe, no soy muy amigo de la prensa rosa.
Volvieron a entrecruzar miradas, como tanteándose.
— ¡Mi querida Ana! —De pronto, el actor pareció venirse abajo casi sollozando—. ¡Oh, Dios mío! ¡Si me hubiera quedado en casa con ella! —En otro giro inesperado, recuperó la fortaleza y volvió a llenar la habitación con su presencia—. Tengo que dejarle claro, inspector, que no escatimaré en esfuerzos para detener al detestable ladrón que le ha hecho esto a mi esposa…
— ¿Ladrón? —Por primera vez, el inspector Esparis mostró cierto interés y se incorporó del respaldo de su silla—. ¿Por qué cree que el crimen ha sido obra de un ladrón?
Carlo Asensio pareció algo azorado.
— Bueno —dijo—, creo que está claro que ha sido un robo…
— ¿Es que acaso comprobó que se habían llevado algo?
— Pues no llegué a hacerlo, pero… ¿qué otra cosa pudo ser? ¡Estaba todo patas arriba!
— Ya llegaremos a ese punto, que es bastante peculiar —manifestó Esparis subrayando algo en su libreta de apuntes y retomando su apoltronada postura en el asiento—. Pero ahora no nos desviemos y vayamos por partes.
Se hizo un silencio que duró un instante largo, como marcando el inicio del interrogatorio. El inspector abrió al fin el fuego:
— ¿El piso de la calle Alfonso es de su propiedad?
— Sí.
— Creía que usted vivía fuera…
— La mayor parte del tiempo sí. Tengo otra residencia en Madrid. Allí paso más tiempo, por asuntos de rodaje, pero mi mujer nunca llegó a habituarse a vivir en la capital. Ella residía en Zaragoza y yo en cuanto tengo algo de tiempo libre, me escapo también. Al fin y al cabo, es nuestra tierra.
— Entiendo. —Esparis cogió un papel sobre su escritorio—. Llamó a la policía a las cuatro de la madrugada, ¿fue en ese momento cuándo halló el cadáver de su esposa?
— Sí, en cuanto llegué a casa.
— ¿De dónde venía? —inquirió el policía, arqueando la ceja.
El actor se atusó a ambos lados su media melena con reflejos caoba y aspiró con fuerza.
— De jugar al póker —sentenció rotundo.
— Ya veo… —El inspector volvió a garabatear algo en el cuadernillo—. Entonces, sus compañeros de partida podrán corroborarlo. Después, le pediré sus señas…
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