Carlo Lucarelli
El comisario De Luca
Traducción de Carmen Llerena
TROPISMOS
El comisario De Luca se publicó originalmente en italiano en tres volúmenes:
Carta bianca © 1990 Sellerio Editore, Palermo L’estate torbida © 1991Sellerio Editore, Palermo Via delle Oche © 1996 Sellerio Editore, Palermo
Los oficiales y los agentes de la Seguridad Pública velan por el mantenimiento del orden público, la incolumidad y la protección de las personas y de la propiedad, y en general la prevención de los delitos, recogen pruebas de éstos y proceden a su descubrimiento, y en orden a las disposiciones de la ley, al arresto de los delincuentes.
– art. 1 del Texto Único de
Seguridad Pública, 1931
– … La República debe acabar bien. Si el Gobierno se marcha, hay que pensar en los fascistas que se quedan. Larice, ¿qué confianza le merece la policía?
– Poca, Duce.
– Lo sabía…
– Coloquio Mussolini-Larice,
24 de abril de 1945
La bomba estalló de repente. Con un estruendo monstruoso, justamente cuando el cortejo fúnebre estaba cruzando la calle. De Luca se arrojó al suelo, instintivamente, tapándose la cabeza con las manos, mientras un trozo de pared se desmoronaba sobre la acera cubriéndolo de polvo. Todo el mundo se puso a gritar. Un sargento de la Guardia Nacional Republicana apuntó la metralleta por encima de él y disparó una ráfaga infinita que lo dejó sordo e hizo caer una cascada de tejas sobre la calzada.
– ¡Cabrones! -gritaba el sargento-. ¡Hijos de puta!
– ¡Cabrones! -gritaban todos, y disparaban, Guardia Nacional, Brigadas Negras, Decima Mas [1] y Policía, todos menos De Luca, en el suelo con la cara en el polvo, las manos abiertas sobre la cabeza y los dedos metidos en el pelo. Así permaneció una eternidad, y sólo cuando todo el mundo dejó de disparar y se oyeron únicamente los gemidos de los heridos, se puso de rodillas, sacudiéndose el impermeable con las manos, y luego en pie.
– ¡Nos la pagarán! -le gritó a la cara un militar graduado, aferrándolo por las solapas del gabán-. ¡Represalia! ¡Carta blanca!
– Carta blanca, sí -respondió De Luca liberándose de la tenaza histérica que lo estaba desnudando-, claro, claro…
Y se alejó a toda prisa, sin volverse, suspirando entre los labios que le sabían a polvo. Le dolía una rodilla. Pensó: «Ya sabía yo que no tenía que pararme a mirar», y dobló la esquina, mientras los primeros camiones hacían chirriar los frenos y los alemanes bajaban de un salto a cortar las calles.
Hundió las manos en los bolsillos y se ciñó el impermeable, pues la primavera tardaba en llegar y todavía hacía frío, dobló otra esquina y contó las placas en las paredes de los edificios hasta la número quince. Subió uno de los escalones de la entrada, volvió atrás para mirar de nuevo el número, Via Battisti, número 15, y entró decidido. Pasó por delante de un ascensor con una jaula y una puerta imponentes de hierro fundido y se detuvo ante la luneta de la portería, pero no había nadie. Empezó a subir un tramo de escaleras blancas y relucientes, como de mármol, menuda casa de señores aquella, y por contraste, pasándose la mano por el mentón áspero, se le ocurrió que ya era hora de afeitarse. En el primer piso, un hombre salió a su encuentro, gordo, con un gabán grueso y cara cuadrada de comisaría.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, nervioso-. Esa explosión de ahí fuera…
– Un atentado -dijo De Luca-. Han tirado una bomba en el funeral de Tornago. Pero ya está todo controlado…
– Ah, bueno… -el hombre sacudió la cabeza, como si fuera a decir algo, pero luego dio un paso adelante y plantó la mano en el pecho de De Luca, que se acercaba decidido a una puerta, y lo detuvo a media zancada, con una pierna delante y un contragolpe que le dolió en el cogote.
– ¡Eh, tú! ¿Adónde crees que vas?
De Luca cerró los ojos, distendiendo por un momento las arrugas del insomnio que le cruzaban la cara. Dijo «un momento» con la mano derecha, y con la izquierda se sacó del bolsillo un carné, que el gorila reconoció enseguida, antes incluso de leerlo, y palideció. Extendió el brazo en un saludo, haciendo chocar los talones.
– Perdone, comandante. Si me lo hubiera dicho antes…
De Luca asintió y se guardó el carné.
– Es igual -dijo-, pero no me llames comandante, ya no estoy en la Muti [2], soy comisario. Me encargo de este caso. ¿Quién hay dentro?
– El inspector Pugliese, de la Móvil [3]. Y la escuadra.
– Nada de autoridades, periodistas, parientes…
– Sólo la comisaría.
– Vale. Que no entre nadie… aparte de mí, claro. Déjame pasar, por favor.
– Perdone. A su disposición, comandante.
– Comisario, no comandante, comisario.
– Sí, perdone. A su disposición, comisario.
De Luca suspiró, mientras el gorila daba un paso de lado y le abría la puerta. Entró en un zaguán más bien pequeño y estrecho, que contrastaba con la idea que se había hecho del piso. A un lado de la entrada había una mesita, pequeña y de patas arqueadas, con un teléfono blanco encima, y al otro lado un perchero, estampas en las paredes, y al fondo, en el trozo de cuarto enmarcado por el quicio de la puerta, había dos hombres. Lo miraron acercarse, uno pequeño y de nariz picuda, con un sombrero negro, el otro delgado, joven y con gafas.
– ¿Qué ha pasao? -preguntó el pequeño con un fuerte acento sureño-. ¿Una bomba?
– Un atentado -repitió De Luca-. Granadas en el funeral de Tornago.
– ¿Sólo granadas? -dijo el delgado-. ¡Parecía que el frente hubiera llegado hasta aquí!
– Todo el mundo ha perdido la cabeza y se ha puesto a disparar.
El delgado se quitó las gafas, sacudiendo la cabeza.
– Alguno que otro la habrá palmao. Están tan mal que se matan entre ellos Se ha vuelto peligroso hasta el funeral de un jerar… -se interrumpió, pues el pequeño, que observaba a De Luca con los ojos entornados, acercándose le había estrechado el brazo por encima del codo.
– Yo a usté lo conozco -dijo-, es de la Política. ¿Es suyo este caso? Pues se lo dejamos con mucho gusto. Ven, Albertini, vámonos…
De Luca levantó un brazo y los detuvo en el umbral, con un suspiro hondo que era casi un lamento.
– ¿Cuántas veces lo voy a tener que repetir hoy? -dijo-. Ya no estoy en la Política, soy el comisario De Luca, de la plantilla de comisaría. Ayer me trasladaron de la Brigada Ettore Muti, sección especial de la policía política, y todavía no tengo los documentos, pero trabajamos juntos. Me han dado el caso. ¿Queda claro ahora?
El hombre de la nariz picuda se quitó el sombrero, inclinando la cabeza:
– A su disposición.
Pero Albertini no dijo nada más. De Luca entró en la habitación. Justo a su lado, a su derecha, había un hombre echado en el suelo bocarriba, con un brazo doblado en alto, apoyado en la pared. Vestía una bata azul de seda, y tenía una herida ancha, oscura y pegajosa en el pecho, a la altura del corazón. Otra, en la ingle, asomaba bajo el borde de la bata manchada de sangre. De Luca lo miró un buen rato, luego miró a su alrededor, las paredes recubiertas de libros, el escritorio con la lamparita de vidrio, las butacas en el centro de la estancia, la mesita baja, la lámpara de techo, los espejos, la alfombra, todo en perfecto orden. Pues sí que era una casa de ricos, aquélla.
– ¿Quién es? -preguntó, volviendo a mirar al muerto.
– Se llamaba Rehinard -dijo el pequeño. Albertini ya no decía nada de nada.
– ¿Es alemán?
– Era trentino, ciudadano italiano.
– ¿Lo conocen?
– No, he cogido su cartera. Aquí está.
Del zaguán llegó un ruido, pero De Luca no se inmutó.
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