Amor
Isabel Allende, de nacionalidad chilena, nació en Lima en 1942. Ha trabajado infatigablemente como periodista y escritora desde los diecisiete años. La casa de los espíritus (1982) la situó en la cúspide de los narradores latinoamericanos e inauguró una brillante trayectoria literaria que, con los años, no ha dejado de acrecentar su prestigio. Entre sus obras cabe destacar De amor y de sombra, Eva Luna, Cuentos de Eva Luna, El plan infinito, Paula, Afrodita, Hija de la fortuna, Retrato en sepia, Mi país inventado, El Zorro, Inés del alma mía y la trilogía «Las memorias del Águila y el Jaguar», integrada por La Ciudad de la Bestias, El Reino del Dragónde Oro y El Bosque de los Pigmeos, todas ellas publicadas por Plaza & Janés.
Edición en formato digital: marzo de 2016
© 2007, Isabel Allende
© 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Marta Borrell
Ilustración de portada: © Ana Juan
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ISBN: 978-84-01-01782-7
Composición digital: M.I. Maquetación, S.L.
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En las páginas de este libro, Isabel Allende narra con franqueza la historia reciente de su vida y la de su peculiar familia en California, en una casa abierta, llena de gente y de personajes literarios, y protegida por un espíritu: hijas perdidas, nietos y libros que nacen, éxitos y dolores, un viaje al mundo de las adicciones y otros a lugares remotos del mundo en busca de inspiración, junto a divorcios, encuentros, amores, separaciones, crisis de pareja y reconciliaciones. También es una historia de amor entre un hombre y una mujer maduros, que han salvado juntos muchos escollos sin perder ni la pasión ni el humor, y de una familia moderna, desgarrada por conflictos y unida, a pesar de todo, por el cariño y la decisión de salir adelante. Esta es la familia que descubrimos en Paula y que desciende de los personajes de La casa de los espíritus. Una obra al tiempo emotiva y escrita en el tono irónico y apasionado que caracteriza a la autora, en la que nos entrega la suma de sus días como mujer y como escritora.
A los miembros de mi pequeña tribu,
que me permitieron contar sus vidas
Este libro no podría publicarse sin el consentimiento —en algunos casos a regañadientes— de los personajes de la historia. Como dice mi hijo: no es fácil tener una escritora en la familia. Así es que gracias a todos ellos por soportar mis interminables preguntas y por permitirme indagar más y más hondo en sus vidas. Mi gratitud especial es para Margaret Sayer Peden, quien dio mil vueltas a la traducción al inglés e hizo pacientemente los innumerables cambios que le pedí por el camino. También agradezco a mis agentes, Carmen Balcells y Gloria Gutiérrez, y a mi fiel lector, Jorge Manzanilla, así como a mis editoras, Núria Tey, en España, y Terry Karten, en Estados Unidos. Y lo más importante: gracias a mi madre y amiga epistolar, Panchita, por nuestra correspondencia diaria. Nuestras cartas mantienen frescos mis recuerdos.
La musa caprichosa del amanecer
N o falta drama en mi vida, me sobra material de circo para escribir, pero de todos modos llego ansiosa al 7 de enero. Anoche no pude dormir, nos golpeó la tormenta, el viento rugía entre los robles y vapuleaba las ventanas de la casa, culminación del diluvio bíblico de las recientes semanas. Algunos barrios del condado se inundaron, los bomberos no dieron abasto para responder a tan soberano desastre y los vecinos salieron a la calle, sumergidos hasta la cintura, para salvar lo que se pudiera del torrente. Los muebles navegaban por las avenidas principales y algunas mascotas ofuscadas esperaban a sus amos sobre los techos de los coches hundidos, mientras los reporteros captaban desde los helicópteros las escenas de este invierno de California, que parecía huracán en Louisiana. En algunos barrios no se pudo circular durante un par de días, y cuando por fin escampó y se vio la magnitud del estropicio, trajeron cuadrillas de inmigrantes latinos que se dieron a la tarea de extraer el agua con bombas y los escombros a mano. Nuestra casa, encaramada en una colina, recibe de frente el azote del viento, que doblega las palmeras y a veces arranca de cuajo los árboles más orgullosos, aquellos que no inclinan la cerviz, pero se libra de las inundaciones. A veces, en la cúspide del vendaval, se levantan olas caprichosas que anegan el único camino de acceso; entonces, atrapados, observamos desde arriba el espectáculo inusitado de la bahía enfurecida.
Me gusta el recogimiento obligado del invierno. Vivo en el condado de Marin, al norte de San Francisco, a veinte minutos del puente del Golden Gate, entre cerros dorados en verano y color esmeralda en invierno, en la orilla oeste de la inmensa bahía. En un día claro podemos ver a lo lejos otros dos puentes, el perfil difuso de los puertos de Oakland y San Francisco, los pesados barcos de carga, cientos de botes de vela y las gaviotas, como blancos pañuelos. En mayo aparecen algunos valientes colgados de cometas multicolores, que se deslizan veloces sobre el agua, alterando la quietud de los abuelos asiáticos que pasan las tardes pescando en las rocas. Desde el océano Pacífico no se ve el angosto acceso a la bahía, que amanece envuelto en bruma, y los marineros de antaño pasaban de largo sin imaginar el esplendor oculto un poco más adentro. Ahora esa entrada está coronada por el esbelto puente del Golden Gate, con sus soberbias torres rojas. Agua, cielo, cerros y bosque; ése es mi paisaje.
No fue la ventolera del fin del mundo ni la metralla del granizo en las tejas lo que me desveló anoche, sino la ansiedad de que inevitablemente amanecería el 8 de enero. Desde hace veinticinco años, siempre empiezo a escribir en esta fecha, más por superstición que por disciplina: temo que si empiezo otro día, el libro será un fracaso, y que si dejo pasar un 8 de enero sin escribir, ya no podré hacerlo en el resto del año. Enero llega después de unos meses sin escribir en los que he vivido volcada hacia fuera, en la bullaranga del mundo, viajando, promoviendo libros, dando conferencias, rodeada de gente, hablando demasiado. Ruido y más ruido. Temo más que nada haberme vuelto sorda, no poder oír el silencio. Sin silencio estoy frita. Me levanté varias veces a dar vueltas por los cuartos con diversos pretextos, arropada en el viejo chaleco de cachemira de Willie, que he usado tanto que ya es mi segunda piel, y sucesivas tazas de chocolate caliente en las manos, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a lo que iba a escribir dentro de unas horas, hasta que el frío me obligaba a regresar a la cama, donde Willie, bendito sea, roncaba. Atracada a su espalda desnuda, escondía los pies helados entre sus piernas, largas y firmes, aspirando su sorprendente olor a hombre joven, que no ha variado con el paso de los años. Nunca se despierta cuando me aprieto contra él, sólo cuando me despego; está acostumbrado a mi cuerpo, mi insomnio y mis pesadillas. Por mucho que me pasee de noche, tampoco se despierta Olivia, que duerme en un banco a los pies de la cama. Nada altera el sueño de esta perra tonta, ni los roedores que a veces salen de sus guaridas, ni el tufo de los zorrillos cuando hacen el amor, ni las ánimas que susurran en la oscuridad. Si un demente armado con un hacha nos asaltara, ella sería la última en enterarse. Cuando llegó era una miserable bestia recogida por la Sociedad Humanitaria en un basural con una pata y varias costillas quebradas. Durante un mes permaneció escondida entre mis zapatos en el clóset, tiritando, pero poco a poco se repuso de los maltratos anteriores y emergió con las orejas gachas y la cola humillada. Entonces vimos que no servía de guardián: tiene el sueño pesado.
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