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Éste es para todos mis amigos virtuales,
pero verdaderos.
Y para Imelda, que siempre tiene
que aguantar mis rollos en vivo.
Estoy en Facebook desde hace ya bastante tiempo, con mi nombre verdadero; me parece una herramienta expedita para hacer pronunciamientos de cualquier tipo y que llegan a las personas indicadas en el momento adecuado. No creo que sea internet una panacea, como algunos auguran, y sin embargo, insisto, es una muy eficaz herramienta para mantener un rápido contacto y provocar reacciones en cadena sobre ciertos acontecimientos que a todos nos afectan en mayor o menor medida.
Me parece también que el muro donde uno plasma sus pensamientos es simplemente un curioso reflejo de la vida misma. Hay publicaciones aparentemente anodinas que no lo son.
Me explico. Vivimos en el tiempo de los solitarios, seres ensimismados en sus trabajos y en esa magra cotidianidad que todo lo chupa y todo lo corrompe, incluyendo las alegrías, como si de un hoyo negro estelar se tratara.
Y encuentran en Facebook un instrumento de comunicación inmediato que hace la vida un poco menos triste, menos vacía, menos desértica. Y yo no puedo más que celebrarlo.
Cuando una chica a la que no conozco y que sin embargo es mi amiga en el ciberespacio cuenta que le ha quedado la comida de rechupete, e incluso sube una foto majestuosa del platillo realizado y recibe algunos «me gusta» e incluso comentarios amables sobre lo hecho, en realidad lo que está recibiendo es el tam-tam de la tribu que acusa de recibido el mensaje, que le dice que a pesar de todo, no está sola; que la comida fabricada con tanta devoción es devorada ritual y virtualmente por sus pares.
Esa publicación que a simple vista parecería una aparente pérdida de tiempo no lo es.
Es gratificación instantánea, es encontrar en la otredad, en la mirada del otro, un reflejo esperanzador de nuestra propia humanidad.
Antes, para enterarte de lo que a tu alrededor sucedía, tenías por fuerza que contar con los medios tradicionales de comunicación (radio, periódico, televisión, e incluso la llamada telefónica) y atenerte a las consecuencias. Quiero decir que había que creer en el mensaje que de los medios provenía y luego, lentamente ir corroborando su veracidad. Muy pocos tenían acceso a la emisión del mensaje por sí mismo y muchos dudábamos, y seguimos dudando, acerca de su certeza o sus alcances.
Hoy «la verdad» es algo más cercano, más palpable, más inmediato. Cientos, miles, millones de personas se han vuelto informadores de la realidad y es, por lo tanto, mucho más fácil aprehenderla.
En apretado resumen, diré que me gusta lo que sucede en Facebook todos los días, porque puedo entrar en muchas intimidades y escuchar los pensamientos profundos de otros, mis iguales, e incluso aceptar la banalidad como un pequeño mal común que es, pese a todo, parte de la vida y que hay que tomarlo como viene y de quien viene, sin grandes aspavientos.
Pero…
De un tiempo a esta parte ha surgido un nuevo fenómeno que se extiende (como dicen los entendidos en la materia) de una «manera viral»; exponencial y velozmente. Me refiero a las «causas». Todos los días encuentro mi muro plagado de causas a las que piden adherirme y firmar.
Haré un breve recuento de las de los últimos días solamente.
Quieren mis amigos que: se prohíba la instalación del Dragon Mart en Cancún, se impida que los suizos sigan comiendo gatos y perros (¿? curiosa costumbre que yo desconocía en ese país eminentemente chocolatero), se corten de tajo los safaris de cazadores en Botsuana (incluso los que lleven reyes en sus filas), se saque del aire el programa Toros y toreros (mismo que no conozco), que ya no maten lobos en Yellowstone, que se evite la financiación estatal de la Iglesia (esa ya la firmé), que se prohíba la existencia de la Fundación Leónidas Trujillo (el cruel dictador dominicano, que también firmé), que se bloquee la pornografía infantil en internet (firmada, por supuesto) y un larguísimo etcétera que no pondré aquí para no abrumarlos.
El tema viene a cuento porque a pesar de que todos los días mi muro se inunda con peticiones, veo, con enorme placer, que los seres políticos que somos estamos tomando en nuestras manos decisiones muy importantes para el futuro, o por lo menos visibilizando temas de singular importancia de los cuales no nos hubiéramos enterado por los medios tradicionales.
Hoy por hoy, la sociedad civil, y sobre todo la sociedad civil internauta, tiene voz y voto. Espero que también tenga peso su llamado en los que toman las decisiones pertinentes.
Y eso hay que agradecerlo. Me adhiero y pongo un like porque me gusta que los tiempos cambien.
Tengo el gran privilegio de hacer lo que me gusta.
La fortuna de haber heredado la incorrección, la irreverencia y el oficio.
La enorme suerte de tener a mi lado a la mujer de mi vida.
El orgullo de haber cultivado con esmero, paciencia y pasión las amistades que me honran con su cariño y que sé bien, son para siempre.
La posibilidad de disfrutar con el asombro intacto, como el de un niño, la lectura, el cine, la música, los sabores y los colores, las puestas de sol y los partidos de dominó.
También las funciones de circo.
Los viajes.
Las sorpresas.
Digo lo que pienso y cuando me callo, es sólo para pensar una vez más lo que debo decir. Y aun así, a veces, no pienso lo que digo, pero jamás me arrepiento de decirlo.
Creo en la esperanza como posibilidad y destino.
Tal vez, lo único que deseo es que todos los demás puedan, como yo, hacer y tener lo mismo que yo tengo.
Y en la construcción de ese horizonte, habría que empeñarse. ¿Estoy un poco cursi? ¿Ya estoy chocheando? Tal vez. ¿O será el influjo de esta luna de octubre que entra por la ventana y que me baña?
En 1980 yo tenía veinte años y me andaba buscando…
Y buscándome, acabé en el puerto de Santa María, Cádiz, en medio de un tórrido verano.
Mochila al hombro, sentado en una banca frente al mar, llevaba más de una hora viendo pasar a las chicas, que eran muchas y eran guapas, y debatiéndome entre comprar una cerveza o buscar un hostal barato, cuando una cabellera al viento hizo que dentro de mi cabeza estallaran los fuegos pirotécnicos.
Corrí a una librería muy cercana y con el paquete bajo el brazo, que me había costado la noche de hostal, llegué hasta las mesas al aire libre del puerto y me planté frente a una mesa.
Allí, un hombre vestido impecablemente de blanco, como blanco era su pelo que revolvía el aire del mar, me miró de arriba abajo.
—Don Rafael, ¿me haría el honor? —y le tendí el ejemplar de Marinero en tierra que acababa de comprar unos segundos antes.
Lo tengo dedicado. Con muy bellas palabras que no voy a repetir aquí porque son mías.
Rafael Alberti, al ver mi estado (que no era del todo ejemplar) me invitó a sentarme y con él bebí un par de cervezas.
Al despedirme me arrodillé, le di las gracias y le dije: «Si Garcilaso volviera, yo sería su escudero, que buen caballero era» (uno de sus versos).
Don Rafael me dio un par de golpes con el libro en los hombros. Y así fue como me hice paje en la corte de sus espléndidas palabras.
Todo esto viene a cuento porque hoy al amanecer, oí claramente su voz en la ventana diciendo: