El protagonista de Carne de perro, pretende ganar en distancia, soledad y silencio interior. Intenta alejarse, escapar del desgarramiento y la locura cotidiana de una vida al borde del abismo. Pero a su alrededor todo retumba como un huracán tropical insaciable y voraz que desgasta y erosiona a nuestro hombre. Carne de perro es autobiográfico y descarnado de forma desafiante. Como en sus libros anteriores, aquí el escritor cubano hace un striptease mientras sonríe cínicamente y se burla de todo y de todos. Al mismo tiempo es una obra escrita a un ritmo desesperado y con mano maestra.
A ti te gustan las mujeres de orilla. Eso es carne de perro.
Mi madre.
Todo el mundo está dividido en dos partes,
de las cuales una es visible y la otra invisible.
Aquello visible no es sino el reflejo de lo invisible.
Zohar, I, 39
EL MUNDO ES MUY PELIGROSO
Me encontraba con aquel borrachito miserable casi todos los días. Vagaba cerca de la playa y era un despojo humano. Apenas un esqueleto revestido de pellejo, sin carne y sin músculos. Con un short, una camiseta y unas chancletas. Todo cochambroso. Jamás lo vi sobrio y limpio.
Hoy era peor. El tipo estaba tirado sobre la arena, a una costado de una cafetería abandonada. La mano derecha la tenía destrozada y sangrante. Se veían pedazos de huesos y tendones, y trozos de pellejo colgando. Estaba inconsciente y dos perros callejeros y sarnosos hociqueaban y lamían la herida.
Me asqueé al ver aquello. Apenas amanecía. Yo quería atarrayar unas sardinas en la orilla y después pescar, antes que el sol calentara. Tenía mis dos cañas, con buenos sedales de cincuenta kilos. Una exageración para pescar en la orilla, pero es preferible que sobre y no que falte.
Me acerqué y traté de reanimarlo con unos galletazos por la cara. Los perros gruñeron y me enseñaron los dientes. Los azoré a patadas. Dos perros perdedores no tienen derecho ni a ladrar. El tipo abrió un poco los ojos. Los tenía enrojecidos. Le pregunté qué le había pasado pero no pudo contestar. Me joden mucho los contratiempos y las interferencias, pero no me quedó más remedio. Lo ayudé a pararse y lo arrastré hasta la avenida. Paré un carro y fuimos al policlínico. Había un médico y dos enfermeras de guardia. Dormitaban, y se molestaron por mi interrupción, con el borrachito a cuestas. Lo curaron un poco y me dijeron que eran mordidas de rata.
El tipo estaba semiinconsciente y no regresaba a la realidad. El médico quería que yo firmara un papel como responsable del herido.
—Tengo que remitirlo a un hospital de La Habana, para una cirugía reconstructiva.
—¿Y qué?
—Usted fue el que lo trajo. Tiene que seguir con él para el hospital. Deme su carnet de identidad y firme aquí.
—Ni te doy carnet de identidad, ni firmo ningún papel. Y te vas a casa del carajo a meterle el pie a otro. A mí no.
Le di la espalda y salí del policlínico. Había un policía de guardia, sentado en una silla. No lo vi cuando llegué. El tipo me salió al paso:
—Ciudadano, deténgase ahí.
Me detuve y lo miré directo a los ojos. Avancé hacia él de frente.
—¿Qué pasa?
—Ésa no es una forma correcta de contestar al médico. ¿Cuál es el problema?
—Ninguno. No hay problema.
—Un momento, ciudadano. No se mueva de su posición.
Miró hacia el doctor y lo llamó con un gesto definitivo:
—Doctor, preséntese aquí.
El médico vino hasta nosotros. No lo dejé hablar:
—Mire, médico, ya le expliqué que me encontré a este tipo borracho y herido. Lo cargué y lo traje hasta aquí. No sé quién es y no soy responsable de nada.
»Sólo le hice un favor. No puedo dejarlo tirado si está sangrando.
El policía puso cara de profunda preocupación. Pensó un instante, pero evidentemente no lo habían entrenado para pensar. Me dijo:
—Deme su carnet de identidad.
—Óigame, ¿usted no me entiende?
—Eso no es así. Ese hombre está inconsciente.
—Ese hombre está borracho. Siempre está borracho.
—¿Y cómo usted sabe que siempre está borracho? Usted dice que no lo conoce y que lo encontró en la arena. Su identificación, ciudadano.
El médico metió la cuchareta:
—El tiene que firmar la planilla y acompañarlo al hospital. El es el responsable.
—¡¿Yoooo?! Yo no soy responsable de nada. ¿Usted no ve que tengo mi equipo de pesca? Yo iba a pescar en la orilla y me encontré este fenómeno tirado en la arena.
El policía me miró fijamente. Muy serio:
—Baje la voz y hable correctamente.
—Estoy hablando correctamente. —Agarré al médico por el hombro y le dije—: Ven acá, compadre. ¿Tu no entiendes lo que yo te digo? ¿Tú no puedes meter a este borracho en una ambulancia y mandarlo a un hospital?
—Tiene que ir con un acompañante. Y suélteme, hágame el favor. Déjese de falta de respeto conmigo.
—Manda una enfermera. Tienes dos aquí.
—No me dé orientaciones. Yo sé lo que tengo que hacer.
—Lo que pasa es que ya son las siete de la mañana y ustedes se van y no quieren complicaciones.
—No. Un momento…
—Un momento nada. Eso es falta de ética profesional. Esto es un asunto suyo y no me complique a mí porque lo voy a acusar por falta de ética.
El médico no se esperaba aquel ataque. Se quedó silencioso. Rematé con un jab al hígado:
—Ahora soy yo el que va a esperar al director del policlínico. Voy a ver este asunto con él. De aquí no me voy.
Las dos enfermeras tenían cara de susto. El médico me dijo:
—Está bien, está bien. Nosotros vamos a resolver esta situación. Puede marcharse.
—Me voy a marchar, pero a las ocho de la mañana estoy aquí para ver al director. Esto no va a terminar así.
Todos se quedaron tranquilos, incluido el policía. Y me fui a pescar. Por supuesto, no regresé a ver al director ni a nadie.
Pasaron unos días y de nuevo vi al borrachito. Afeitado, con ropa limpia, tenía la mano vendada. Estaba sentado, fumando, en el bordillo de la acera. Parecía sobrio. Me acerqué:
—¿Cómo tienes la mano?
—Me duele mucho.
—¿No te acuerdas de mí?
—No.
—Yo te recogí aquí, y te llevé al policlínico. Dicen los médicos que fueron las ratas.
—Eso me dijeron.
Nos quedamos en silencio. No había más que hablar. Me fijé que en la cara interior del antebrazo izquierdo tenía tatuados unos números. Muy grandes, ocupaban todo el espacio, desde la articulación del codo hasta la muñeca: 10-8-94.
—Bueno, cuídate de las ratas. Que no te muerdan más.
Me sonreí al decirle esto. El tipo no me miró y no sonrió. Me fui a pescar. El ciclón Michelle había destrozado la playa. Toda la arena la arrastró hacia los cocoteros. En la orilla quedaron al descubierto piedras, restos de antiguos muelles de hormigón y el fondo rocoso. Unos veinte buscadores de oro pateaban y escarbaban. Por aquellos días aparecían monedas de plata. Nada de joyas de oro. Sólo monedas de plata que dejaron de circular cuarenta años atrás. Cientos de monedas. Era un trabajo aburrido, incierto y cansón. Muchas horas metidos en el agua, pateando el fondo con unos trozos de tablas amarradas a los pies, escudriñando para encontrar algo. Eran tipos perseverantes. Por suerte esa etapa había quedado atrás en mi vida. Ya no tenía que buscar cuatro pesos diarios con cualquier pinchita. Ahora me preparaba para escribir una novela policíaca, con varios asesinatos terribles, policías estúpidos y asesinos eficaces y odiosos.