Capítulo 1
El fin se hace anunciar
E l mediodía está tibio. El sol ilumina ambas veredas de las calles del centro que van de oriente a poniente, desparramando un calor suave y alegre sobre los transeúntes ajetreados con los últimos trámites mañaneros antes de almorzar. Los mozos de los restaurantes que sacan sus mesas a la calle, comienzan a ponerse atentos al hambre de la muchedumbre, que crece con cada minuto que pasa.
Francisco Garmendia sale más temprano que lo habitual de la ratonera, como le gusta llamar a su local, para subir a la superficie en busca de aire, espacio y el sol adivinado. Solo debe cerrar la puerta y girar la llave; es lo bueno de trabajar en el Hotel Excelsior: no tiene que devanarse los sesos pensando como asegurar el pequeño capital invertido en el salón. El portero y el guardia de la entrada se percatan de su horario poco acostumbrado:
—¿Adónde tan temprano, Paco?
Les hace un gesto amistoso y sale en dirección a la Plaza de Armas, tres cuadras hacia el oriente.
Curioso que le digan Paco, que suena tan español en contraposición a Pancho, el diminutivo de Francisco más común en Chile. Debe ser por el nombre que le puso hace años a su peluquería, Paco Garmendia, que terminó quedándole a él. En su momento pensó que era una denominación con mejor audio para un salón con estilo que Pancho, o Francisco, Garmendia. Es probable; y así quedó hasta ahora, de paso convirtiéndolo a él en Paco Garmendia, el estilista. Hace bastante más de veinte años de eso, piensa, sintiéndose viejo, además por la imagen que le devuelve la vitrina de la tienda de ropa que le gusta mirar. Hay demasiadas canas en el pelo perfectamente cortado y peinado, arrugas que avanzan sin compasión por la cara y el cuello, ojos que parecen hundirse diariamente, y un aire de tristeza que lo sorprende cada vez que su imagen lo asalta en algún espejo inesperado, y que procura inútilmente corregir aligerando en el acto el seño adusto, levantando las comisuras de los labios y los párpados. Sólo se enorgullece de sus kilos: ni uno de más. Un éxito a su edad, considerando especialmente la insuperable distancia que le ha tenido toda su vida a los deportes.
Camina con lentitud, atento a no colisionar con el enjambre de transeúntes apurados que se cruza con él agitadamente. Con seguridad nadie repara en la figura menuda y lenta que se desplaza apegada a los muros de los edificios como si procurara no llamar la atención, cargada de un talante tímido indeleble. Es el resultado de años ejerciendo la peculiar relación de un peluquero con sus clientes, tan íntima y distante al mismo tiempo; horas interminables de susurrar directamente en sus oídos cuidadas respuestas a las intimidades, frustraciones y pequeñeces que salen de sus bocas mientras él trabaja, acariciante, sus cabellos. Contar con tantos confidentes íntimos que no pensarían jamás en invitarlo a sus casas, lo ha ido poniendo más reflexivo y distante, menos asertivo, más contenido y reservado; lo que debe agregarse al sosiego, más resignado que sereno, que ya traía antes de meterse a peluquero, seguramente de nacimiento.
De pronto lo ve. Es un breve fogonazo del mismo rostro, la misma figura vaga que percibió hace dos días atrás. En un instante, una fracción de segundo, ya no está ahí esa atención reluciente que alcanza a advertir apenas antes de transformarse en una espalda más que se aleja en medio de la muchedumbre. Pero ahora puede estar seguro: el interés vigilante que había en esa cara, en la mirada abierta como un diafragma instantáneo, es indudable. Lo vigilan.
Súbitamente lo agobia el desánimo que acumulaba emboscado en sus rincones oscuros desde que se interrumpieron las acostumbradas visitas después del aviso telefónico de Yuri, breve y casi indescifrable. Algo grave ocurre, cuyo peso procura descontar y disminuir durante semanas de esforzada mala fe, a pesar de que la ausencia total de noticias posteriores a ese mensaje vago, constituye la admonición más rotunda de emergencia. Se quiso tranquilizar con los largos años de operación completamente ordenada y recurrente, tan perfectamente programada que se le había olvidado la peculiar naturaleza doble que tuvo desde el principio; o sea, potencialmente peligrosa, como lo son todas los asuntos solapados. Advertida o no, la interrupción de las visitas es completamente alarmante, a lo que se agrega ahora la seguridad de lo que anteayer sólo cree intuir: lo vigilan.
Un viejo hábito casi olvidado lo mueve a atravesar la calle con cierta rapidez para sortear los automóviles atascados esperando el cambio de la luz roja en la esquina. En la vereda de enfrente se sienta en un café que tiene mesas que dan hacia la calzada, con buena visibilidad a los alrededores. Pide un cortado, enfrascándose en la revisión de su correo electrónico en el teléfono móvil. Tiene pocas comunicaciones, pero se toma su tiempo simulando estar absorto en ellas. En seguida saca un periódico de los estantes para leerlo página a página con detención. Diez minutos más tarde puede divisar nuevamente a su vigilante circulando por la vereda de enfrente, casi sin mirarlo. Poco después vuelve a hacerlo, esta vez caminando con más velocidad en la dirección opuesta. Cuando lo ve pasar por tercera vez, Francisco Garmendia saca varias conclusiones.
Una: lo vigilan intensamente. O sea, el interés no es la vigilancia en si misma: preparan una operación y chequean sus hábitos de localización y movimientos. Dos: los tipos no son tan buenos como los de antes. Cualquier profesional sabe que diez minutos de lapso es poco tiempo para insistir en pasar repetidamente por el mismo lugar; la memoria del vigilado todavía está latente, los recuerdos más inmediatos siguen vivos en el cerebro, es demasiado fácil notar repeticiones. Y tampoco era necesario caminar por toda la vereda del frente; bastaba con observar subrepticiamente desde alguna esquina. Tres: el aspecto del vigilante no es adecuado, más parece un delincuente que un profesional; eso lo resume todo.
Está en serios problemas. No debe negarlo, pero es necesario asegurarse con total certeza. Se levanta del café para caminar en dirección al oriente dando rápidos pasos cortos que disimulan el apuro. En uno de los bulevares gira hacia el norte para alcanzar la Plaza de Armas. Escoge un café en el lado poniente y se sienta asegurando una espaciosa vista a la amplia explanada de piedra poblada de algunos árboles aislados que parecen raquíticos. Cerca de las mesas, pintores aficionados aglomeran personas a su alrededor, turistas extranjeros y de provincias, generando un remolino pegado a los atriles, que desvía una parte del flujo incesante de transeúntes que salen de la entrada al metro. Es un buen lugar para mirar con disimulo. Además, cae un solcito débil pero atemperante, y el café está sorprendentemente bueno; ¡la espera podría ser más ingrata!
Y no tendrá que ser muy larga. En pocos minutos consigue divisar al tipo que lo vigila ubicándose en un banco de la plaza, que le permite una cómoda mirada lateral al café donde se encuentra. Despliega un periódico que puede leer sin que interfiera con su visión, fundiéndose con los jubilados y ociosos que toman el sol del mediodía, junto a perros y palomas, y algunas parejas ardientes de estudiantes y oficinistas capeando sus deberes. Tarda un rato en sacarse de encima a tres gitanas que lo presionan para decirle la suerte, y continúa leyendo el diario con atención. Mientras tenga al peluquero bajo su mirada, perece relajado. Garmendia se siente seguro de que chequean sus movimientos acostumbrados, sus rutinas; ¡preparan una operación!
Antes de que transcurran dos días más, se ve forzado a darlo por cierto e indudable: lo vigilan a muy corta distancia, mapeando sus rutinas cotidianas. El retortijón de tripas es claro y doloroso; no puede ser desmentido con razones. Si bien el desaliento que incuban sus huesos lo tienta con la posibilidad de negarlo todo, engañarse a si mismo y dormir, sobre todo dormir, no consigue tranquilizarse. En esta ocasión, los viejos hábitos aletargantes no logran distraer a Paco Garmendia de lo que ya sabe. Piensa en su hija en España, recuerda a su mujer muerta no hace mucho, regresan las caras borrosas de los viejos amigos desaparecidos hace treinta años. ¡Todo tan lejos!