LA AVENTURA DEL TOCADOR DE SEÑORAS
Algo más que entrado en años, pero igual de estrambótico, nuestro antiguo conocido, el personaje que protagonizó "El misterio de la cripta embrujada" y "El laberinto de las aceitunas", abandona definitivamente el manicomio en el que lleva décadas confinado, con la idea de encauzar su vida. No se espera de él que resuelva enigma alguno, pero su destino le llevará a hacerlo. Tampoco la ciudad que lo aguarda es la Barcelona cambiante de la transición o la todavía en embullición de comienzos de los años ochenta: nos encontramos en la resaca postolímpica, en un mundo turbio y complejo cuyas leyes permanecen tan inescrutables para el improvisado sabueso como las de antaño. Sin más recursos que su instinto, ha de encararse en una malla de lianas invisibles, aunque mortíferas, que tejen un entramado de crimen y corrupción.
Autor: Mendoza, Eduardo
Editorial: Seix Barral, S.A.
ISBN: 9788422691358
Corregido: Silicon, 11/09/2010
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Cuando sus piernas (bien torneadas y tal y cual) entraron en mi local de trabajo, yo ya llevaba varios años hecho un merluzo. Pero aunque con esta súbita aparición dio comienzo la aventura que me propongo relatar a renglón seguido, no dispondría el lector de los datos necesarios para comprender bien sus entresijos si no los retrotrajese (al lector y el relato) a un momento anterior, e incluso a sucesos previos, y no expusiese del modo más sucinto un prolegómeno.
El momento anterior al que he aludido fue aquel en que vinieron a decirme que nuestro querido director, el doctor Sugrañes, el compasivo, el misericordioso, me convocaba sin demora a su despacho. Al que acudí con más extrañeza que miedo, ya que por aquellas fechas el doctor Sugrañes no se dejaba ver de nadie, y menos de mí, a quien no había dirigido una palabra ni un ademán ni una mirada en los últimos tres o cuatro años, es decir, desde que se dio por archivado mi caso o, por lo menos, desde que fue traspapelada primero y definitivamente perdida luego la carpeta que contenía la documentación de referencia, de resultas de lo cual cayó sobre mi persona física y jurídica un espeso silencio administrativo en el cual ni mi voz ni mis escritos ni mis actos habían logrado abrir la menor brecha. La causa de mi encierro había sido olvidada de antiguo y como no había argumento alguno que la pusiera en cuestión, salvo los míos, y como sea que mi pasado remoto, mi aspecto externo y algunos episodios aislados de mi vida reciente (dentro y fuera de los muros del establecimiento) no favorecían mi credibilidad, sino todo lo contrario, nada hacía prever que mis días en aquel honorable hospedaje fueran a concluir, salvo de modo harto macabro.
—Pase, pase, distinguido caballero, y sírvase tomar asiento. ¿A qué debo el honor de su visita? —fueron las palabras que acogieron mi silueta bajo el dintel.
El doctor Sugrañes, sobre quien el altísimo ha derramado sus dones a porfía, había rebasado de largo la edad de la jubilación y hacía mucho que se deslizaba por la ladera descendente de la vida haciendo slalom. Desmemoriado, sordo, cegato, lelo y flojo de remos, pero sin renunciar a una micra de su autoridad ni perder un ápice de su fiereza, continuaba aferrado a su cargo (agregando así a su pensión la paga íntegra, los pluses, los puntos, los trienios y otras gabelas) hasta tanto sus superiores, siempre enzarzados en asuntos de mayor gravedad, se percataran de ello.
En realidad, había transcurrido más de un lustro desde la última vez en que las otrora autoridades, hoy apodadas instituciones, se habían ocupado de nosotros. Creo recordar que fue una calurosa mañana de verano cuando el excelentísimo e ilustrísimo ayuntamiento, la celebérrima y dos veces preclara diputación provincial, las integérrimas y esforzadísimas consejerías de sanidad y bienestar social, el prudentísimo y garbosísimo arzobispado, la avispadísima y gentilísima audiencia territorial, la pulquérrima y divertidísima dirección general de prisiones, la famosísima y muy gallarda jefatura superior de policía, el prestigiosísimo y trascendidísimo departamento de rehabilitación de delincuentes y personas descarriadas y la fábrica de productos dietéticos El Miserere, que financiaba la expedición, enviaron a sus representantes a que nos vieran. Luego nos dijeron que les habíamos causado muy buena impresión. Bien es verdad que la víspera de la visita los más (por así decir) volubles de nosotros habían sido encerrados en las nuevas celdas insonorizadas y que los demás no pudimos hacer uso de las pancartas, manifiestos, pliegos y octavillas que traíamos bajo las batas, porque durante el trayecto los miembros de la comisión visitadora habían sido obsequiados por la empresa patrocinadora con unas galletas ricas en fibra y gérmenes y muy estimulantes del tracto intestinal, por lo que apenas el autocar se hubo detenido en el patio central y se abrieron las puertas automáticas, saltaron afuera sus ocupantes preguntando al unísono y con desafuero dónde estaban los servicios, a lo que nosotros, alineados desde hacía dos horas, bajo un sol de plomo, en las escaleras del edificio principal (o sea, el edificio antiguo) respondimos, como nos habían indicado, entonando a voz en cuello una canción que decía:
Tira la pedra, on anirá?
Una semana más tarde nos leyeron en el refectorio, a la hora del postre, con la solemnidad debida, la carta que la comisión visitadora había cursado a nuestro querido director, el doctor Sugrañes. La carta elogiaba nuestra conducta, se hacía lenguas de la dirección y personal del centro y celebraba lo adecuado de las dependencias, para acabar recomendando que el erial que solíamos usar como campo de fútbol fuera convertido en un centro polideportivo más acorde con los tiempos, para lo cual, concluía diciendo la carta, en breve nos sería enviado el equipamiento necesario. Como primera providencia, aquella misma tarde nos quitaron la pelota. Como era una pelota hecha de trapos, alambre y barro cocido, nos abstuvimos de protestar, porque creíamos que en su lugar nos darían un balón de reglamento. Pero al cabo de unos días nos entregaron un envoltorio que contenía dos pelotas de golf y media docena de palos de distintas hechuras. De estos últimos se hizo buen uso, pues en menos de veinticuatro horas, que fue lo que tardaron en quitárnoslos, no quedó interno ni enfermero sin labio partido, hueso fracturado o diente roto. En cuanto a las pelotas, aún las hacíamos servir, pero a regañadientes y por falta de otra cosa, porque eran duras y pequeñas y como picadas de viruela, y cada dos por tres se perdían en los surcos del terreno y bajo la hojarasca, y con ellas no había quien pudiera regatear ni chutar ni rematar de cabeza, por más que pusiera en ello temperamento y maestría.
Cuento esta efeméride porque fue la última vez que los representantes del erario público se dignaron ocuparse de nosotros. Luego, al compás del aumento de los precios, nos fue siendo recortado el presupuesto, y el centro, para asombro de quienes no creíamos que se pudiera caer más bajo, inició un proceso acelerado de deterioro. La comida empeoró tanto que se podía ver a los estreptococos correr por la mesa huyendo de ella; los muebles se rompieron, la ropa se hizo andrajos, las cañerías se obturaron, las bombillas se fundieron y hasta el televisor, otrora orgullo del centro, empezó por perder el color, la nitidez y el sonido, y acabó emitiendo programas anteriores a 1966. A los internos que se movían poco era frecuente encontrarlos empaquetados en telarañas, como si fueran crisálidas. El polvo y la basura cegaban puertas y ventanas. Y sobre esta dinámica involución, como un astro rey, refulgía la idiotizada omnisciencia del doctor Sugrañes, a cuya puerta acababa yo de tocar en el momento en que interrumpió esta remembranza mi relato.