Anónimo - La pasión de Mademoiselle S.
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Título original: La passion de Mademoiselle S.
Anónimo, 2015
Presentación: Jean-Yves Berthault
Traducción: Isabel González-Gallarza
Editor digital: Titivillus
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[1] Los pneumatiques, más conocidos con el término abreviado de pneus, eran un medio muy parisino de transmisión postal. Fueron inventados en 1866 por Henri Rouart, pintor, inventor e industrial, para comunicar el Grand Hotel, situado cerca de la Ópera, con el edificio de la Bourse (la Bolsa parisina). A partir de 1879 su uso se generalizó, hasta 1984, cuando fueron sustituidos primero por el fax, y posteriormente por el correo electrónico. Había en la capital 120 estafetas con la infraestructura necesaria para enviar cartas mediante un sistema de tubos de aire comprimido a una velocidad de un kilómetro por minuto. El usuario adquiría en una de estas oficinas una hoja de papel prefranqueada, en una de cuyas caras podía escribir hasta veinte líneas de texto; después esta hoja se doblaba, pegando los bordes, y se escribía la dirección en la otra cara. Los tubos de aire comprimido formaban una red que se extendía por toda la ciudad, y tan sólo unos minutos después de haberse enviado el pneu, un cartero lo llevaba a la dirección del destinatario. Era el sistema de comunicación «en tiempo real» de la época. Pese a haber desaparecido ya de las estafetas este sistema sigue utilizándose en ciertas instituciones francesas y en algunos grandes ministerios. Recuerdo las noches de guardia que, un par de veces al año, cuando aún era un joven diplomático, tuve que pasar como parte de mi servicio en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en un cuarto muy austero junto al palacio del ministro. En plena madrugada me despertaba el ruido espantoso de los tubos de plástico en cuyo interior viajaban telegramas urgentes que, al llegar a su destino, caían en unos compartimentos situados justo encima de mi catre. Una molestia ahora olvidada gracias a la invención de dispositivos electrónicos mucho más silenciosos.
[2] Pueda sorprender quizá a algunos lectores que Simone trabajara en una oficina, si bien era bastante frecuente que una mujer de clase alta desempeñara esa clase de trabajo en el París de los años veinte. Durante la primera guerra mundial, muchas mujeres habían sustituido a los hombres en las granjas y las fábricas, pero hubieron de volver a sus hogares al terminar la guerra. El Gobierno tenía mucho empeño en contribuir como fuera a aumentar la tasa de natalidad tras las catastróficas bajas en el campo de batalla, que ascendían a 1.400.000 hombres, un veintisiete por ciento de los cuales tenía entre dieciocho y veintisiete años. En total, las mujeres trabajadoras representaban sólo el treinta por ciento de la población activa al final de esta década. Pero este fenómeno no era tan claro entre las clases altas, donde las mujeres luchaban por la igualdad de derechos y aspiraban a una mayor independencia. En 1919 se instauró un diploma de bachillerato dirigido a las mujeres, y cabe pensar que una de sus beneficiarias fuera nuestra Simone. En una carta (no incluida en esta recopilación) menciona a su «pequeña secretaria», lo cual indica que ella misma no desempeñaba esta tarea, de lo que se puede deducir que su puesto en dicha oficina reflejaba su educación y su nivel social. También es posible que trabajara a tiempo parcial en un negocio familiar, lo que explicaría el tiempo libre y las libertades de que parece disfrutar.
[3] No se lleve el lector una impresión errónea de modernidad por el hecho de que Simone utilizara el teléfono hace casi cien años. París era en esa época una de las ciudades más modernas del mundo. El metro existía desde 1900, y anterior a esa fecha era ya el teléfono. Charles Bonseul, telegrafista jefe de la ciudad de Douai, expone por primera vez el principio del mismo en un artículo publicado en 1854 en la revista L’Illustration, titulado «Transmisión eléctrica de la palabra». Bien es cierto que en 1928 estaba aún reservado a una pequeña elite que pertenecía esencialmente a la alta burguesía y a la aristocracia, pero los primeros contratos de la capital se remontan a 1881. Miles de parisinos disponían pues, en los tiempos de estas cartas, de este medio de comunicación, que conoció en el periodo mismo de nuestra historia un desarrollo importante con la aparición, en septiembre de 1928, de la primera centralita telefónica automática de París. A partir de entonces, los usuarios dispusieron de un disco de agujeros redondos que permitían componer caracteres alfanuméricos: tres letras seguidas de números.
De hecho Proust menciona el teléfono en su obra, en particular en El mundo de Guermantes, donde evoca una conversación con su abuela. En su correspondencia empleará a menudo, para referirse a sus conversaciones telefónicas, un encantador neologismo, el sustantivo telefoneo. En cualquier caso, este detalle nos informa sobre el ambiente de nuestra heroína, que no se prodiga mucho en datos sobre su contexto social: sin duda alguna, Simone pertenece a un entorno privilegiado, lo que confirma la calidad de su expresión y de su estilo. La imagino recibiendo su primer aparato revolucionario tres meses después del inicio de su idilio con Charles, y estrenándolo con él.
[4] Las cartas nos dicen que Charles trabajaba en una oficina, sin embargo, en otras dos cartas se menciona una fotografía en la que posa de uniforme, lo que sugiere que está o estuvo en el ejército.
Aunque Charles viaja con frecuencia por motivos de trabajo o familiares, suele ir a los mismos lugares, lo cual indica a todas luces que ya no es militar. Quizá la fotografía fuera tomada años antes, hacia el final de la Gran Guerra. Aunque la relación entre Simone y Charles transcurre justo después de los Tratados de Locarno, una época caracterizada por una política internacional de apaciguamiento, la posibilidad de una nueva guerra era un temor constante entre la población. Entonces el ejército francés era el más grande del mundo, y muchos jóvenes eran reservistas, entre ellos probablemente el propio Charles, lo que explicaría que aún vistiera uniforme de vez en cuando.
[5] En esta época, París contaba con hasta 224 burdeles registrados, cada uno con sus propias especialidades destinadas a todas las clases sociales, desde el lujoso Chabanais, famoso por su ilustre clientela, como por ejemplo el príncipe de Gales, que tenía allí su silla erótica particular destinada a satisfacer sus fantasías. Había burdeles para todos los gustos; algunos recreaban el ambiente de un harén; otros, las cortes de los mogoles; otros, la grandeza de Versalles o la lobreguez de una mazmorra medieval. Muchos tenían salas especiales para fantasías extremas, tales como las prácticas sadomasoquistas. Había incluso un burdel para clérigos, L’Abbaye, en la rue Saint-Sulpice, mientras que otro, el Moulin Galant, en la rue de Fourcy, estaba reservado a los vagabundos. Se componía de dos secciones: la más barata se llamaba la Cámara de Diputados, y el precio era de diez francos los cinco minutos; y la más cara, el Senado, costaba quince francos. París era, no cabe duda, la ciudad de los placeres ilimitados, aunque sus burdeles estaban regulados por las autoridades. Las chicas pasaban una revisión médica dos veces por semana, una precaución que brillaba por su ausencia en esa época en otras ciudades importantes del mundo occidental. Es de suponer, pues, que a Simone no le habría resultado difícil conseguir uno de esos «auxiliares» en alguno de dichos establecimientos exclusivos, aunque el solo hecho de entrar en ellos habría requerido bastante arrojo, pues la clientela era únicamente masculina, y las mujeres que se aventuraban en los burdeles no solían pertenecer a las clases acomodadas.
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