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Robert Antelme - La especie humana

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Robert Antelme La especie humana
  • Libro:
    La especie humana
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1957
  • Índice:
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La especie humana: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Primera Parte
GANDERSHEIM

He ido a mear. Aún era de noche. A mi lado otros meaban también; no nos hablábamos. Detrás de los meaderos estaba el foso de los cagaderos con un pequeño muro sobre el que estaban sentados otros tipos con el pantalón bajado. Un tejadillo recubría el foso, no así los meaderos. A nuestras espaldas ruidos de zuecos, toses, otros que llegaban. Los cagaderos jamás estaban desiertos. A todas horas flotaba un vapor sobre los meaderos.

No estaba oscuro, aquí jamás oscurecía por completo. Los rectángulos sombríos de los bloques se alineaban taladrados por débiles luces amarillas. Desde arriba, al sobrevolarlos, seguramente se verían estas manchas amarillas regularmente espaciadas, en medio de la masa negra de los bosques que volvía a cerrarse sobre ellas. Pero desde arriba no se oía nada, sin duda se oía únicamente el zumbido del motor y no la música que nosotros oíamos. No se oían las toses ni el ruido de los zuecos en el barro. No se veían las cabezas que miraban hacia arriba, hacia el ruido.

Algunos segundos más tarde, después de haber sobrevolado el campo, seguramente se veían otros resplandores amarillos poco más o menos similares: los de las casas. Allá miles de veces, con un compás, sobre el mapa, habían pasado seguramente sobre el bosque, sobre las cabezas que miraban hacia arriba, hacia el ruido, y sobre las que dormían apoyadas en la tabla, sobre el sueño de los SS. De día seguramente se veía una gran chimenea, como la de una fábrica.

He vuelto al bloque porque esa noche ni siquiera merecía la pena quedarse afuera mirando hacia arriba. No había nada en el cielo, y sin duda nada iba a pasar. El bloque era para nosotros nuestro hogar. Allí era donde dormíamos, a él habíamos llegado finalmente un día. He vuelto a subirme a mi jergón. Paul, que había sido arrestado conmigo, dormía a mi lado. Gilbert, a quien había vuelto a encontrar en Compiègne, también. Georges, debajo.

La noche de Buchenwald estaba tranquila. El campo era una inmensa máquina dormida. De vez en cuando los proyectores se encendían en las torres de vigilancia: el ojo de los SS se abría y se cerraba.

En los bosques que rodeaban el campo las patrullas hacían rondas. Sus perros no ladraban. Los centinelas estaban tranquilos.

El vigilante nocturno de nuestro bloque, un republicano español, iba de un lado para otro, en sandalias, por la galería central del bloque, entre las dos filas de camas. Esperaba la diana. El tiempo era tibio. La luz débil. No había ruidos. De vez en cuando un hombre bajaba de su jergón e iba a mear. En el instante en que se disponía a bajar, el vigilante nocturno se le acercaba y aguardaba a que hubiese puesto el pie en el suelo. Creía que el otro le hablaría, pero el tipo cogía sus zapatos en la mano para no hacer ruido y se dirigía hacia la puerta. Aun así el vigilante le preguntaba en voz baja:

—¿Qué tal?

El otro movía la cabeza y respondía:

—Bien.

Cuando llegaba a la puerta se ponía los zapatos, después salía a mear. El vigilante del bloque reemprendía su marcha.

Dentro de este bloque no había más que franceses, algunos ingleses y algunos americanos. En las escasas semanas que llevábamos aquí muchos de los camaradas franceses se habían marchado ya, enviados al traslado.

Hoy nos tocaba a nosotros.

Hacía dos días que sabíamos que íbamos a marcharnos. Sabíamos incluso que nos llamarían esa mañana, el primero de octubre de 1944.

El traslado era mala cosa, ya se sabía. Era lo que todo el mundo temía. Pero desde el momento en que te nombraban, uno se hacía a la idea. Más aún cuando para nosotros, que éramos novatos, el miedo al traslado era algo abstracto. Nos preguntábamos qué podía ser peor que esta ciudad en la que nos ahogábamos, inmensa pero superpoblada, de cuyo funcionamiento no entendíamos nada. Cuando el jefe de bloque, un preso alemán, decía: Alle Franzosen Scheiße! los compañeros que aún no estaban informados se preguntaban en qué enorme trampa habían ido a caer. Se veían tratados, ellos, franceses, como los peores enemigos del nazismo, no solamente por los nazis, sino también por personas que eran sus «semejantes», por enemigos de los nazis como ellos, con una hostilidad especial, sin razón alguna. Las primeras semanas procuraban creer que sus compañeros alemanes se hallaban confusos, que habían sido influenciados. Que exceptuándolos sólo a ellos, a los franceses, la población de Buchenwald estaba constituida por un pueblo de subalternos de los SS, inferiores de los SS de cabeza rapada o no, pero perfectos imitadores de sus amos, que hablaban un lenguaje que éstos les habían inculcado poco a poco. Pensábamos que tal vez era por contagio, por costumbre. Sin embargo, eso no impedía que cada palabra de dicho lenguaje pareciese una traición: Scheiße, Schweinkopf, lejos de calificar aquí a los SS como cabría esperar, no servían ya sino para referirse a ellos, a los franceses. De este modo teníamos la impresión, al llegar, de ser los presos más pobres, la categoría más baja de los presos.

La mayoría de nosotros no sabíamos nada acerca de la historia del campo; una historia que explicaba sin embargo en gran medida las reglas a las que los presos se habían visto forzados a someterse, y el tipo de hombre que de ellas había surgido. Pensábamos que ése era el peor lugar para vivir en un campo de concentración, porque Buchenwald era inmenso y porque ahí nos sentíamos perdidos. Ignorantes de los fundamentos y de las leyes de esta sociedad, lo que primero se manifestaba era un mundo rabiosamente erigido en contra de los vivos, tranquilo e indiferente ante la muerte. En realidad, a menudo no era más que sangre fría en medio del horror. Todavía no habíamos tenido tiempo de entrar seriamente en contacto con una clandestinidad cuya existencia los recién llegados estaban lejos de sospechar.

Pero a un camarada llegado al mismo tiempo que nosotros, en el mes de agosto, le había aterrorizado un kapo alemán durante uno de los primeros recuentos en el Petit Camp y se había vuelto loco. Cada vez que uno de nosotros se le acercaba con un trozo de pan y un cuchillo, se tapaba la cara con el brazo y suplicaba: «No me mates». Los últimos llegados creían que sólo podían comprenderse entre ellos. Por esta razón creían que en un traslado poco numeroso podrían volver a estar juntos y recuperar «sus» costumbres. Por eso, ahora que ya se había hablado de ello, muchos deseaban marcharse. «No puede ser peor que aquí», decían. «Mejor cinco años en Fresnes que un mes aquí. No quiero oír hablar más del crematorio».

Así que, aquella mañana, después de la diana, al salir de su habitación, el Stubendienst belga llevaba en la mano una lista de nombres escritos a máquina. Era un tipo delgado, tenía una cabeza menuda, ojos pequeños, llevaba una amplia boina sobre el cráneo. Acababa apenas de amanecer. Nos encontrábamos en la galería del bloque. Ha empezado a leer los nombres. Paul, Georges, Gilbert y yo estábamos apoyados contra los largueros de los catres. Esperábamos. No nos llamaban por orden alfabético. Los que ya habían sido nombrados se reagrupaban en el extremo del bloque, cerca de la puerta. Desde ese mismo momento ellos habían sido designados, les esperaba el traslado.

Los nombres desfilaban, el grupo de los nombrados aumentaba.

Y para aquellos que aún no habían sido llamados la partida se transformaba en una nueva realidad; el hecho de que esos compañeros no volverían jamás a trabajar en la cantera, que nunca más verían humear la chimenea del crematorio, se convertía en una verdad de mayor peso. No se sabía adonde iba ese traslado, pero de golpe aparecía ante todo y, con toda la fuerza de la palabra, como un cambio.

Y cuanto más aumentaba el grupo de los designados, tanto más se preguntaban los otros si no se sentían frustrados por no arriesgarse a la aventura, al viaje.

Han llamado a Paul. Lo hemos mirado dirigirse hacia los demás. Después a otros. Georges, Gilbert y yo seguíamos apoyados en los largueros de los catres. Hacíamos señas a Paul que se hundía ya en el grupo, detrás de los últimos designados, desorientado ya, medio perdido.

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