Ángeles Mastretta - La emoción de las cosas
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- Libro:La emoción de las cosas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2012
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La emoción de las cosas: resumen, descripción y anotación
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En La emoción de las cosas Ángeles Mastretta indaga en un gran secreto familiar: el silencio de su padre, que luchó en Italia durante la segunda guerra mundial y volvió a México al cabo de cuatro años que quedaron enterrados para siempre en su memoria.
A través de recuerdos, intuiciones e impresiones, atesora el recuerdo de su madre, recupera detalles de vida desde tiempos de sus abuelos hasta el día de hoy, caminando de puntillas por hermosas divagaciones sobre la escritura, la maternidad, la familia, sobre autores como Jane Austen o Isak Dinesen, el miedo, la religión o la muerte.
En esta novela personal que nace de las entrañas, la autora de Arráncame la vida entona un canto de sirena que envuelve y seduce.
Ángeles Mastretta
ePub r1.1
fenikz 14.05.16
Título original: La emoción de las cosas
Ángeles Mastretta, 2012
Retoque de cubierta: fenikz
Editor digital: fenikz
ePub base r1.2
Para mis hermanos
Verónica, Carlos,
Daniel y Sergio.
Con rendido agradecimiento
a mis blogueros,
dueños de cuanto viaje
y cuanta pena,
sin duda, de cuanta dicha
cabe en un puerto libre.
ÁNGELES MASTRETTA (Puebla, México, 9 de octubre de 1949). Estudió periodismo en la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y empezó a colaborar en el periódico vespertino Ovaciones. En 1974 recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores para participar en un taller literario al lado de escritores como Juan Rulfo y Salvador Elizondo. Fue directora de Difusión Cultural de la ENEP-Acatlán y del Museo del Chopo.
Mastretta es también miembro del Consejo Editorial de la revista NEXOS de la cual su esposo, el escritor Héctor Aguilar Camín, fue director de 1983 a 1995. Colabora habitualmente con Die Welt y El País.
En 1985 publicó su primera novela «Arráncame la vida», que recibió el Premio Mazatlán y tuvo un inesperado éxito. En 1997 recibió el premio Rómulo Gallegos por «Mal de amores», su segunda novela.
Ha publicado también los libros de relatos Mujeres de ojos grandes (1990), Puerto libre (1994), El mundo iluminado (1998) y Maridos (2007).
En su obra asume una posición liberadora de la mujer oprimida que logra tener control de su destino. Gracias a esas obras, la famosa escritora fundó y organizó grupos tales como «Unión de Mujeres Antimachistas», en el D. F..
Solo recuerdo la emoción de las cosas.
ANTONIO MACHADO
MIS DOS CENIZAS
T odas las luces están prendidas, pero yo me he quedado a ciegas en la casa de mi madre. Es una casa, en mitad del jardín, que es de todos.
Este lugar lo heredó mi padre de su padre, un inmigrante italiano que llegó a México a finales del siglo XIX. Podría haberse perdido en la nada de las deudas si mi madre no se hubiera aferrado a esta tierra que entonces era un paraje remoto a la orilla de la ciudad.
A mi padre le tocó la guerra, y el matrimonio como lo que debió ser la única secuela posible de aquel sueño de horrores: una tregua. La ardua paz que él resumía: «En la iglesia te atan una esponja a la espalda. El presbítero dice que semejante carga habrá que llevarla de por vida con serenidad y alegría. Uno piensa que no habrá nada más fácil. Luego, termina la ceremonia, se abre la puerta de la iglesia y los cónyuges salen para siempre a un aguacero».
A mi madre le tocaron la belleza y la tenacidad. El matrimonio como una decisión que supuso en su mano y que no fue sino la mano del destino, jugando a hacerla creer que ella mandaba en la desmesura de sus emociones.
Sucedió que se casaron tras dos años de un noviazgo a tientas. Él quería besarla, ella se preguntaba si podría soportar de por vida que su marido no fuera alto, como su padre.
Hay una foto en que mi madre sonríe y es divina como una diosa: así, con su cara de niña que por fin se hizo al ánimo de no serlo. Él la lleva del brazo y está como de vuelta, como si de verdad fuera posible no contarle nada de lo que hubo detrás. Es el día de su boda, en la mañana, el 11 de diciembre de 1948. También él sonríe, como si pudieran olvidarse el desaliento y las pérdidas. Se ve dichoso. Mi madre tenía entonces la edad que hoy tiene mi hija.
Hemos puesto la foto sobre la chimenea. Hasta hace un año estaba en un baúl, pero Verónica, mi hermana, la encontró justo cuando empezaba a ser urgente. Nuestros padres se quisieron. ¿Qué tanto se quisieron? ¿El suyo fue un romance de época o no estaba la época para romances? Yo jamás los vi besarse en la boca. Lo pienso ahora que me he quedado a solas, con ellos. ¿Por qué no se besaban frente a nosotros?
Mi abuelo materno pensó por meses que esa boda no sería tal. Carlos no era rico, era doce años mayor, y de remate soñaba despierto.
Mi abuela paterna estaba segura de que la familia de mi madre era demasiado liberal, pero sus seguridades no le importaron nunca a nadie. Durante cuatro años había creído que Carlos estaba muerto en Italia mientras aquí se le morían otros dos hijos. Para ella solo Dios mandaba y cualquier cosa que mandara era bien mandada. Quizá por eso nadie le hacía mucho caso.
Nadie más que mi madre. Ella no olvidó nunca que cuando le llevó unos mangos en abril, su futura suegra se negó a comerlos porque aún no había llovido.
A mi abuela materna le hubiera fascinado este jardín. De mis abuelos maternos viene el amor a la tierra que en su nieta Verónica se ha vuelto una cruzada. Mi abuelo paterno fue el comprador porque cerca había construido un sistema hidráulico para generar energía con las aguas del río Atoyac. No había alrededor sino campo y días rodando como piedras.
Cuando lo compró, su segundo hijo, mi padre, todavía no estaba perdido en un país en guerra. El abuelo creía en las guerras, motivo para una disputa que nadie quiso tener con él. Ni siquiera mi padre que hubiera tenido mil razones, pues vivió la guerra. Cuando regresó de Italia, no volvió a mencionarla. Ni mi madre, que durmió junto a él veinte años, supo del espanto que atenazó su vida y su imaginación desde entonces y para siempre. Todos creímos que se le había olvidado. Pero ahí estaba el abismo del que nunca hablaba, ahí, en la nostalgia con que se reclinó en la puerta de nuestra casa, a ver cómo sus tres hijos mayores nos íbamos a vivir a la ciudad de México. De golpe.
Nos fuimos los tres. Como si nuestros padres fueran ricos y como si nosotros no supiéramos que no lo eran.
Cinco meses después murió mi padre, Carlos Mastretta Arista. Y hasta hace muy poco, yo, su hija Ángeles, dejé de creer que había sido mi culpa. Ahora lo sé como sé del agua: la gente se muere en cualquier tiempo. Y un hombre de cincuenta y ocho años, la edad que tengo ahora, que llevaba cuarenta fumando, que pasó cinco en un país con guerra y veinte fuera del lugar en que nació, que solo descansaba los domingos, puede morir por eso y porque sí. Aunque nadie se lo esperara, aunque todos lo viéramos irse temprano a trabajar y volver silbando como si regresara de una feria.
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