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Ángeles Mastretta - La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

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La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad: resumen, descripción y anotación

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La vida te despeina. Historias de mujeres en busca de la felicidad es la típica antología destinada a un público preponderantemente femenino: relatos de escritoras mujeres sobre temas varios entre los que predominan el amor, la amistad, el largo camino hacia una misma, los modelos femeninos, y la búsqueda de la felicidad, entre otros. En medio de una propuesta previsible, es interesante el acceso a textos de narradoras de primer nivel de América Latina y de Europa. Textos conocidos, otros inéditos, relatos que forman parte de libros ya publicados y exitosos, nuevas tramas preparadas exclusivamente para este libro, forman parte de La vida te despeina. Desde las argentinas María Fasce, Luisa Valenzuela o Ana María Shua, entre otras; hasta la nicaragüense Gioconda Belli o la uruguaya Claudia Amengual; o Rosa Montero y Susanna Tamaro, las únicas no latinoamericanas, hay 15 relatos para hurgar con la levedad del pelo recién lavado y espumoso en cierta literatura hecha por mujeres.

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Ángeles Mastretta, Claudia Amengual, Ángela Pradelli, María Fasce, Marta Nos, Susana Silvestre, Cecilia Absatz, Rosa Montero, Susanna Tamaro, Liliana Heker, Gioconda Belli, Ana María Shua, Luisa Valenzuela, Liliana Heer, Marcela Serrano

La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

La amistad, enamorarse, viajar

salir, divertirse, el amor,

reírse, ser madre, crecer,

romper con la rutina, jugarse, bailar…

Todas las cosas buenas de la vida despeinan.

Y eso te queda muy bien.

Sedal

Ángeles Mastretta

De viaje

ÁNGELES MASTRETTA nació en Puebla, México, en 1949. Es narradora y periodista; asidua colaboradora en diarios y revistas, tales como La Jornada y Nexos. Publicó los libros Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes, Puerto libre, Ninguna eternidad como la mía y El cielo de los leones. “De viaje” es un relato inédito.

***

¿Quién sabe qué soñaría el marido de Clemencia cuando en la media tarde de un domingo se durmió como en la paz de un convento? ¿Qué premura de qué piernas, de qué lío, de qué risa y qué pláticas, cuando en la madrugada lo veía ella dormir y lo adivinaba soñando? ¿Quién sabe qué misterios, qué pasión irredenta se metería bajo sus ojos, mientras Clemencia lo miraba durmiendo como quien adivina un viaje al que no fue invitada?

Ella no había querido nunca pensar en esas cosas que para efectos de razón le parecían triviales, como juicios de moral creía necios y como causa de la sinrazón consideraba de peligro. Temía de tal modo caer en semejante delirio que jamás tuvo la ocurrencia de indagar en la vida secreta de aquel hombre con quien tan bien llevaba los intensos acuerdos de su casa, su mesa y su cama, y al que sin más y por mucho quería desde el tiempo remoto en que la palabra democracia era un anhelo y no un fandango.

Que los caminos del deseo son varios y complicados le pareció siempre una sentencia lógica, que ella debiera enterarse de los vericuetos que tales veredas podrían tener en el alma de su marido no estaba en la lista de sus asignaturas pendientes. En esa lista bien tenía ella otras y bien guardadas las quería.

Por eso no regaló sus oídos a las preguntas indecisas sobre la condición de su matrimonio, mucho menos a la euforia con que alguien tuvo a bien comunicarle cuánto se apreciaba entre sus conocidos lo moderno, inteligente y ejemplar que parecía su pacto. Prefería no enterarse de la riesgosa información que podían esconder semejantes elogios, mejor no dar a otros el gusto de sacudir su curiosidad al son de un comentario soltado al paso como un clavel.

No sabía Clemencia qué mundos podía él guarecer bajo una gota de sueño, pero bien adivinaba cuántos pueden cruzar por un instante: su misma vida era una multitud de fantasías y desorden dejándose caer por todo tipo de precipicios. Por eso sintió miedo y una suerte de compasión por él y sus secretos. Por eso lo miraba preguntándose de buenas a primeras quién más podía caber dentro de aquel hombre que soñaba junto a ella cuando tan bien dormían con las piernas entrelazadas una noche y la otra. ¿A dónde iba de viaje su entrecejo? ¿En qué visita guiada hacia qué ojos estaría sumergido?

Nunca, en todo lo largo de los mil años de su vida juntos, sintió Clemencia aquel brinco ridículo que provocan los celos comiéndose la boca del estómago, jamás sino hasta que la punta de una hebra le cayó tan cerca que con sólo jalarla desbarató de golpe una madeja de vinos y voces, viajes y besos, cartas y cosas, palique y poemas que le dejó de golpe todas las dudas y todas las certezas de las que ella no hubiera querido saber.

Ella, que libre se creía de ataduras tales como el resentimiento, el espionaje, la inseguridad y los celos, tuvo a mal enterarse de que su impredecible marido era capaz no sólo de tener varias empresas y múltiples negocios, sino varias mujeres complacientes y al parecer complacidas, varias mujeres a cual más entregadas o deshechas en lágrimas y risas. Así las cosas, todo el asunto le pareció tan increíble como probable resultaba.

Trató de no saberlo y no pensarlo y se hizo con mil razones un ensalmo: “eso es asunto de cada quien y yo no soy quién para juzgar a quién” repitió durante horas, durante días, durante meses. Llegó a tal grado su despliegue de imperturbable serenidad que incluso consiguió engañarse hasta pensar que no pasaba nada, y que si algo pasaba en otra parte a ella nada le pasaba. La libertad que se prometieron una tarde de luz naranja, entre las sábanas de un hostal para estudiantes, no merecía tocarse con reproches.

Un año se fue así, como si no se hubiera ido, hasta que el viento la encontró mirando a su hombre dormir una siesta con tal abandono bajo los párpados y tal sosiego en las manos, que de sólo pensarlo durmiendo así en otro lugar ella hizo a un lado la serenidad y, sin remedio, quiso imaginar los laberintos entre los cuales podía esconderse el minotauro que ordenaba la vida secreta de su cónyuge. Porque de todas sus impensables conjeturas: una morena y una rubia bailándole el ombligo, una chilena y una sueca alabándolo con la poesía de un danés dibujada en tinta china, una socióloga pelirroja y una tímida economista dándole besos en los oídos, una sicóloga en cuyas manos no estaría a salvo ni el doctor Freud, una bruta con rizos y camisón de encaje, una lista de falda sastre y mocasines Ferragamo. Una rezándole a Sarita Montiel y la otra haciendo el análisis de adivinar qué estadísticas, una que se sabía poner borracha y otra que se sabía venir aprisa. Todas juntas y bizcas, haciéndole el amor en mitad de un parque, no eran la peor de sus alegorías, porque de todas esas, y otras más, la única que le dolía raro y justo abajo del alma era pensar que podría haber en el mundo alguien frente a la cual sería posible que él durmiera una siesta abandonado así, como en su casa.

Cosas por el estilo rumió durante varios meses hasta que de tanto darle cuerda a ese reloj de dudas tuvo urgencia de un pleito, tres aclaraciones, dos indagatorias y un lío infinito que de sólo figurarse la avergonzaba.

¿Quién sabe cuántas veces se había jurado no armar un tango donde había un bolero y no volver ni prosa, ni panfleto lo que debía ser un poema? Así que en nombre de todos aquellos juramentos y de su decidida gana de cumplirlos, quiso salir corriendo de la inocencia con que dormía su marido aquel domingo y les pidió a dos hermanas que tiene por amigas, tan íntimas cuanto las mantiene al corriente de sus enigmas, que la llevaran a su muy comentado viaje por Italia y España.

Las hermanas, que empeñadas estaban en viajar como una de las bellas artes, se alegraron de llevarla consigo. Clemencia es una artista con varios dones: sabe hablar hasta más allá de la medianoche y recuerda con precisión de pitonisa lo mejor de las vidas públicas y privadas de la ciudad en que las tres nacieron. Sabe de música y pintura, de buenos vinos y buenos modos, de cómo se saluda en España con dos besos, en Francia con tres y en Italia con los que el humor del saludado tenga en gana. Sabe, según el caso, salpicar de inglés la orden del desayuno o hablar en italiano, mal pero con estilo, lo mismo con un gondolero que con el Dante. Sabe de los varios significados que tienen en España palabras como “vale”, “polvo” y “coño”. Sabe de andar por horas, de leer cartografías, de ejercitar la paciencia con quienes en Europa prestan algún servicio como si lo regalaran y lo cobran como si les debiera uno intereses. Clemencia tiene pies pequeños y lágrimas fáciles, tiene los ojos de un pájaro en alerta y la voz de una comadre dichosa. Clemencia reconoce la calidad de los hoteles con sólo oír su nombre, y está dispuesta a cambiarse de cuarto y hasta de ayuntamiento cuantas veces sea necesario si se trata de dormir bien y en buenos lugares, que ya no está la edad de ninguna de las tres para pasar desdichas en sus camas, mucho menos en las de hoteles desdichados. Clemencia pierde las cosas casi con entusiasmo y dado que en los viajes siempre se pierden cosas, nadie como ella para recuperarlas o consolar a quien las ha perdido. Así es como entre las tres extraviaron en veintinueve días lo mismo las sombrillas, que los lentes de sol, que un tubo de labios o el collar de los dos corales. Lo mismo las maletas en los vuelos de Iberia que un par de zapatos en la isla de Lido, sin permitirse nunca un sollozo de más o una aflicción inútil. Igual abandonaron en Udine unos pantalones negros y un saco verde que en Mantova una blusa naranja. Igual desapareció un rimel en el tren rumbo a Verona que un boleto de regreso a México en los pliegues sin fondo de su maleta.

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