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Oliver Sacks - Musicofilia

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Oliver Sacks Musicofilia
  • Libro:
    Musicofilia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2007
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Musicofilia: resumen, descripción y anotación

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PREFACIO

Qué curioso resulta ver a toda una especie —miles de millones de personas— interpretando y escuchando pautas tonales que carecen de significado, ocupando y dedicando gran parte de su tiempo a lo que denominan «música». Ésa fue, al menos, una de las cosas relacionadas con los seres humanos que desconcertaron a los seres alienígenas enormemente cerebrales, los Superseñores, en la novela de Arthur C. Clarke El fin de la infancia. La curiosidad los lleva a descender a la superficie de la Tierra para asistir a un concierto, que escuchan educadamente, y al final felicitan al compositor por su «tremenda inventiva», aunque todo aquello sigue pareciéndoles absurdo. No entienden lo que les ocurre a los seres humanos cuando hacen o escuchan música, pues a ellos no les pasa nada. Ellos, como especie, carecen de música.

Podríamos imaginarnos a los Superseñores cavilosos en sus naves. Tendrían que admitir que eso que llaman música es, en cierto modo, eficaz para los humanos, fundamental para la vida humana. No obstante, carece de conceptos, no elabora proposiciones; carece de imágenes, símbolos, el material de que está hecho el lenguaje. Le falta poder de representación. No guarda una relación lógica con el mundo.

Son escasos los humanos que, al igual que los Superseñores, carecen del aparato nervioso que les permite apreciar tonos y melodías. Prácticamente para todos nosotros, la música ejerce un enorme poder, lo pretendamos o no y nos consideremos o no personas especialmente «musicales». Esta propensión a la música, esta «musicofilia», surge en nuestra infancia, es manifiesta y fundamental en todas las culturas, y probablemente se remonta a nuestros comienzos como especie. Es posible que su desarrollo o su forma vengan determinados por la cultura en que vivimos o por las circunstancias de la vida, o por nuestros talentos o debilidades individuales, pero está tan arraigada en la naturaleza humana que uno la consideraría algo innato, tan innata como es para E. O. Wilson la «biofilia», nuestra afinidad con las cosas vivas. (A lo mejor la musicofilia es una forma de biofilia, puesto que la música se percibe casi como algo vivo).

Así como el canto de los pájaros posee una evidente utilidad adaptativa (en el cortejo, en la agresión, en la delimitación del territorio, etc.), su estructura es relativamente fija, y, en gran medida, está integrado en el sistema nervioso aviar (aunque existan unas pocas especies que parezcan improvisar, o cantar dúos). El origen de la música humana resulta menos fácil de comprender. El propio Darwin se sentía evidentemente perplejo, tal como escribió en El origen del hombre: «Como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son facultades que tengan la menor utilidad para el hombre (…) deben catalogarse entre las más misteriosas con las que está dotado». Y en nuestra época Steven Pinker se ha referido a la música llamándola «un pastel de queso auditivo», y se pregunta: «¿Qué beneficio se puede sacar de dedicar energía a hacer ruiditos de plin plin? (…) Por lo que se refiere a la causa y el efecto biológicos, la música no sirve para nada (…) Podría desaparecer de nuestra especie, y nuestro estilo de vida permanecería prácticamente inalterable». Aunque Pinker es una persona muy aficionada a la música y sin duda sentiría que su ausencia empobrecería mucho su vida, no cree que la música, ni ninguna de las artes, sean adaptaciones evolutivas directas. En un artículo de 2007 propone que

es posible que muchas de las artes no posean ninguna función adaptativa. Es posible que sean productos secundarios de otros dos rasgos: los sistemas motivacionales que nos proporcionan placer cuando experimentamos señales que guardan correlación con resultados adaptativos (seguridad, sexo, estima, entornos abundantes en información), y la pericia tecnológica para crear dosis purificadas y concentradas de esas señales.

Pinker (y otros) opinan que nuestras capacidades musicales —o al menos algunas— son posibles gracias al uso, la colaboración o la participación de sistemas cerebrales que ya se han desarrollado para otros propósitos. Esto puede tener que ver con el hecho de que no exista un «centro musical» único en el cerebro humano, sino que participen una docena de redes desperdigadas por todo el cerebro. Stephen Jay Gould, que fue el primero en abordar directamente la controvertida cuestión de los cambios no adaptativos, habla en este aspecto de «exaptaciones» en lugar de adaptaciones, y señala la música como un ejemplo claro de tales exaptaciones. (William James probablemente tenía en mente algo parecido cuando se refirió a nuestra sensibilidad para la música y otros aspectos de «nuestra vida estética, moral e intelectual más elevada» como algo que había entrado en la mente «por la puerta trasera»).

Pero, a pesar de todo esto —hasta qué punto las aptitudes y sensibilidades musicales humanas poseen su propia senda neurológica o son productos secundarios de otras capacidades y propensiones—, la música sigue siendo algo fundamental y central en todas las culturas.

Los humanos somos una especie tan lingüística como musical. Es algo que adquiere formas diversas. Todos nosotros (con muy pocas excepciones) podemos percibir la música, los tonos, el timbre, los intervalos, los contornos melódicos, la armonía y (quizá de una manera sobre todo elemental) el ritmo. Integramos todas estas cosas y «construimos» la música en nuestras mentes utilizando muchas partes distintas del cerebro. Y a esta apreciación estructural en gran medida inconsciente de la música se añade una reacción emocional a menudo intensa y profunda. «La inexpresable profundidad de la música», escribió Schopenhauer, «tan fácil de comprender y sin embargo tan inexplicable, se debe al hecho de que reproduce todas las emociones de nuestro ser más íntimo, pero de una manera totalmente falta de realidad y alejada de su dolor (…) La música expresa sólo la quintaesencia de la vida y sus acontecimientos, nunca éstos en sí mismos».

Escuchar música no es un fenómeno tan sólo auditivo y emocional, sino también motor: «Escuchamos música con nuestros músculos», escribió Nietzsche. Llevamos el ritmo, de manera involuntaria, aunque no prestemos atención de manera consciente, y nuestra cara y postura reflejan la «narración» de la melodía, y los pensamientos y sensaciones que provoca.

Gran parte de lo que ocurre durante la percepción de la música también puede ocurrir cuando la música «se interpreta en la mente». La gente, al imaginar la música, incluso personas relativamente poco musicales, suele hacerlo de una manera extraordinariamente fiel no sólo a la melodía y el sentimiento del original, sino a su tono y tempo. En todo esto subyace la extraordinaria tenacidad de la memoria musical, de manera que gran parte de lo que se oye durante los primeros años puede que quede «grabado» en el cerebro durante el resto de la vida. Nuestros sistemas auditivos, nuestros sistemas nerviosos, están exquisitamente afinados para la música. Hasta qué punto esto se debe a las características intrínsecas de la propia música —sus complejas pautas sónicas que se entretejen en el tiempo, su lógica, su ímpetu, sus secuencias inseparables, sus ritmos y repeticiones insistentes, la misteriosa manera en que encarna la emoción y la «voluntad»— y hasta qué punto obedece a resonancias especiales, sincronizaciones, oscilaciones, excitaciones mutuas, o retroalimentaciones en el circuito nervioso inmensamente complejo y de muchos niveles que subyace a la percepción musical y la reproduce, es algo que todavía no sabemos.

Pero esta maravillosa maquinaria —quizá por ser tan compleja y tan tremendamente desarrollada— es vulnerable a diversas distorsiones, excesos y averías. La capacidad de percibir (o imaginar) la música puede verse afectada por ciertas lesiones cerebrales; hay muchas formas de amusia. Por otro lado, la imaginería musical puede volverse excesiva e incontrolable, lo que conduce a la repetición incesante de melodías pegadizas o incluso a alucinaciones musicales. En algunas personas, la música puede provocar ataques. Existen riesgos neurológicos especiales, «trastornos de destreza», que pueden afectar a los músicos profesionales. La asociación habitual de lo intelectual o lo emocional puede alterarse en algunas circunstancias, de manera que se puede percibir la música de manera fiel, pero permanecer indiferentes o impasibles ante ella, o, por el contrario, conmoverse de manera apasionada a pesar de ser incapaces de encontrarle ningún «sentido» a lo que se oye. Algunas personas —en un número sorprendentemente elevado— «ven» colores o «huelen» o «gustan» o «perciben» diversas sensaciones cuando escuchan música, aunque esta sinestesia se considere más un don que un síntoma.

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