Oliver Sacks - El tío Tungsteno
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- Libro:El tío Tungsteno
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2001
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El tío Tungsteno: resumen, descripción y anotación
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OLIVER WOLF SACKS (9 de julio de 1933, Londres). Es un neurólogo inglés que ha escrito importantes libros sobre sus pacientes, seguidor de la tradición, propia del siglo XIX, de las «anécdotas clínicas» (historias de casos clínicos contadas a través de un estilo literario informal). Su ejemplo favorito es The Mind of a Mnemonist (en español Pequeño libro de una gran memoria: La mente de un mnemonista), de Alexander Luria.
Se graduó en el Queen’s College de Oxford y se doctoró en neurología en la Universidad de California. Vive en Nueva York desde 1965. Actualmente es profesor clínico de neurología en la Escuela de Medicina Albert Einstein, profesor adjunto de neurología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York y neurólogo de consulta para las Hermanitas de los Pobres. Ejerce en la ciudad de Nueva York.
Sacks describe sus casos con poco detalle clínico, concentrándose en la experiencia fenomenológica (vivencia subjetiva) del paciente. Algunas de las alteraciones descritas son condiciones crónicas o alteraciones muy severas con deterioro significativo del funcionamiento del individuo, sin embargo, Sacks enfatiza cómo los pacientes realizan adaptaciones conpensatorias que les permiten corregir o atenuar sus déficits en la vida cotidiana.
En su libro más conocido, Despertares (de uno de cuyos casos se hizo una película, que lleva el mismo título), relata sus experiencias en el uso de una sustancia natural recién descubierta, la L-dopa, en pacientes afectados por la epidemia de encefalitis letárgica acaecida en los años 1920. También fue el tema de la primera película hecha para la serie documental Discovery de la BBC.
En otros libros describe casos del síndrome de Tourette y los efectos de la enfermedad de Parkinson. El relato que da título a El hombre que confundió a su mujer con un sombrero versa sobre un músico que sufre una agnosia visual (prosopagnosia) que también fue el personaje protagonista de una ópera de Michael Nyman presentada en 1987. La historia Un antropólogo en Marte, que forma parte del libro de mismo nombre, trata de Temple Grandin, una profesora con síndrome de Asperger. Las obras de Sacks han sido traducidas a 21 idiomas.
Muchos de mis recuerdos infantiles son de metales: desde el principio, parecieron ejercer un poder sobre mí. Sobresalían, visibles entre la heterogeneidad del mundo, porque brillaban, relucían, por ser plateados, por su tersura y peso. Al tacto parecían fríos, y resonaban cuando los golpeaban.
Del oro me encantaba que fuera amarillo, que pesara. Mi madre se quitaba el anillo de boda del dedo y me lo entregaba, y me decía que nada podía profanarlo, que nunca perdía su lustre. «Mira cómo pesa», añadía. «Pesa más que el plomo». Yo sabía lo que era el plomo, pues había levantado la pesada y blanda tubería que un año dejó el fontanero. El oro también era blando, me decía mi madre, de modo que normalmente lo combinaban con otro metal para que resultara más duro.
Lo mismo pasaba con el cobre: la gente lo mezclaba con estaño para producir bronce. ¡Bronce! La sola palabra era para mí como una trompeta, pues una batalla iba asociada con el valeroso entrechocar de bronce con bronce, lanzas de bronce contra escudos de bronce, el gran escudo de Aquiles. Todos nosotros —mi madre, mis hermanos y yo— teníamos nuestros menorahs de bronce para la Hanuká. (Mi padre tenía uno de plata).
Conocía el cobre, el rosa brillante del enorme caldero de cobre que había en nuestra cocina, y que sólo se bajaba una vez al año, cuando los membrillos y las manzanas silvestres estaban maduros en el jardín y mi madre los hervía para preparar jalea.
Conocía el cinc: la pila para pájaros mate y levemente azulada que había en el jardín era de cinc; y el estaño, por el pesado papel metálico en que se envolvían los sándwiches cuando íbamos de picnic. Mi madre me enseñó que cuando el estaño o el cinc se doblaban emitían un «grito» especial. «Se debe a la deformación de la estructura cristalina», me dijo, olvidando que yo tenía cinco años y no entendía lo que me decía. De todos modos sus palabras me fascinaron, me hicieron querer saber más.
En el jardín teníamos un enorme rodillo forjado en hierro para alisar la hierba: mi padre decía que pesaba doscientos cincuenta kilos. Nosotros, como éramos niños, apenas podíamos moverlo, pero mi padre era muy fuerte y capaz de alzarlo del suelo. Siempre estaba un poco oxidado, y eso me preocupaba, pues el óxido se escamaba, dejando pequeñas cavidades y costras, y tenía miedo de que algún día el rodillo se corroyera y se hiciera añicos, quedando reducido a una masa de polvo y escamas rojas. Para mí los metales tenían que ser algo estable, como el oro, capaz de eludir los estragos del tiempo.
A veces le suplicaba a mi madre que se quitara su anillo de compromiso y me enseñara el diamante que había en él. Su destello era único, casi como si emitiera más luz de la que absorbía. Mi madre me enseñaba con qué facilidad rayaba el cristal, y luego me decía que me lo llevara a los labios. Tenía una frialdad extraña, sobrecogedora; los metales resultaban fríos al tacto, pero el diamante era gélido. Eso era porque conducía muy bien el calor —mejor que cualquier otro metal—; por lo que se llevaba el calor corporal de los labios cuando éstos lo tocaban. Era una sensación que jamás iba a olvidar. En otra ocasión, me enseñó cómo, si acercabas un diamante a un cubito de hielo, transmitía el calor de la mano al hielo, cortándolo como si fuera mantequilla. Mi madre me dijo que el diamante era una forma especial de carbono, como el carbón que utilizábamos en todas las habitaciones en invierno. Eso me dejaba perplejo: ¿cómo era posible que el carbón, una sustancia negra, quebradiza y opaca, fuera lo mismo que la gema dura y transparente que había en su anillo?
Me encantaba la luz, sobre todo la iluminación de las velas del Sabbath los viernes por la noche, cuando mi madre decía una oración en voz baja mientras las encendía. Una vez encendidas, no se me permitía tocarlas. Eran sagradas, me decían, sus llamas eran santas, no se podía jugar con ellas. Me quedaba hipnotizado viendo el pequeño cono de llama azul que había en el centro de la vela: ¿por qué era azul? En nuestra casa usábamos el carbón para hacer fuego, y yo a menudo me quedaba mirando el centro del fuego, observando cómo pasaba de un resplandor rojo pálido a naranja, a amarillo, y entonces le echaba aire con el fuelle hasta que se ponía casi al rojo vivo. ¿Se volvería azul, me preguntaba, si lo calentaba lo suficiente, se pondría al azul vivo?
¿Ardían el sol y las estrellas de la misma manera? ¿Por qué nunca se extinguían? ¿De qué estaban hechas? Me tranquilizó saber que el núcleo de la tierra era una gran bola de hierro: parecía algo sólido, algo en que se podía confiar. Y me alegró averiguar que nosotros mismos estábamos hechos de los mismos elementos que el sol y las estrellas, que algunos de mis átomos podrían haber formado parte alguna vez de una estrella lejana. Pero eso también me asustaba, tenía la sensación de que sólo tenía mis átomos en préstamo y podían huir en cualquier momento, salir volando como los finos polvos de talco que veía en el cuarto de baño.
Constantemente les preguntaba cosas a mis padres. ¿De dónde venía el color? ¿Por qué mi madre utilizaba la espiral de platino que colgaba sobre la cocina para encender el fogón de gas? ¿Qué le pasaba al azúcar cuando uno lo removía dentro del té? ¿Adónde iba? ¿Por qué el agua borboteaba al hervir? (Me gustaba contemplar cómo rompía a hervir el agua sobre los fogones, ver cómo temblaba a causa del calor antes de borbotear).
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