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A Bob Silvers
PREFACIO
Dos semanas antes de su muerte, ocurrida en agosto de 2015, Oliver Sacks perfiló el contenido de El río de la conciencia, el último libro que supervisaría, y nos encargó a los tres que nos ocupáramos de su publicación.
Uno de los muchos catalizadores de este libro fue una invitación que Sacks recibió en 1991 de un cineasta holandés para participar en una serie documental para televisión titulada A Glorious Accident. En el episodio final, seis científicos –el físico Freeman Dyson, el biólogo Rupert Sheldrake, el paleontólogo Stephen Jay Gould, el historiador de la ciencia Stephen Toulmin, el filósofo Daniel Dennett y el doctor Sacks– se reunían en torno a una mesa para discutir algunas de las cuestiones más importantes que investigan los científicos: el origen de la vida, el significado de la evolución y la naturaleza de la conciencia. En una animada discusión quedó clara una cosa: Sacks era capaz de moverse con fluidez entre todas las disciplinas. Sus conocimientos científicos no se limitaban a la neurociencia o a la medicina; los temas, las ideas y las cuestiones de todas las ciencias le entusiasmaban. Esa competencia y pasión que abarcan muchos campos permean la perspectiva de este libro, en el que estudia la naturaleza no solo de la experiencia humana, sino de toda la vida (la vida botánica incluida).
En El río de la conciencia aborda la evolución, la botánica, la química, la medicina, la neurociencia y las artes, y evoca a sus grandes héroes científicos y creativos: sobre todo a Darwin, Freud y William James. Para Sacks, estos escritores fueron compañeros constantes desde una temprana edad, y gran parte de su obra se puede considerar una prolongada conversación con ellos. Al igual que Darwin, Sacks fue un buen observador y le encantaba reunir ejemplos, muchos de los cuales procedían de su ingente correspondencia con pacientes y colegas. Al igual que Freud, deseaba comprender el comportamiento humano ahí donde resultaba más enigmático. Y al igual que James, incluso cuando el tema de Sacks es teórico, como sus investigaciones sobre el tiempo, la memoria y la creatividad, su atención no se desvía de la especificidad de la experiencia.
El doctor Sacks deseó dedicar este libro a su editor, mentor y amigo durante más de treinta años Robert Silvers, el primero que publicó algunos de los textos aquí reunidos en The New York Review of Books.
K ATE E DGAR , D ANIEL F RANK y B ILL H AYES
DARWIN Y EL SIGNIFICADO DE LAS FLORES
Todos conocemos la historia canónica de Charles Darwin: el joven de veintidós años que se embarca en el Beagle rumbo a los confines de la tierra; Darwin en la Patagonia; Darwin en la Pampa Argentina (donde demuestra su habilidad con el lazo echándoselo a las patas de su propio caballo); Darwin en Sudamérica, recogiendo huesos de gigantescos animales extinguidos; Darwin en Australia –cuando todavía es creyente–, atónito al ver por primera vez un canguro («seguramente el mundo es obra de dos Creadores distintos»). Y, naturalmente, Darwin en las Galápagos, observando que los pinzones eran distintos en cada isla, comenzando a comprender de una manera completamente nueva cómo evolucionan los seres vivos, algo que, un cuarto de siglo después, daría como resultado la publicación de El origen de las especies.
La historia alcanza aquí su clímax con la publicación de El origen en noviembre de 1859, y cuenta con una especie de epílogo elegiaco: la visión de un Darwin mayor y achacoso, en los veintipico años que le quedan, entreteniéndose en sus jardines de Down House sin ningún plan ni propósito concreto, quizá publicando un libro o dos, aunque su obra importante la ha completado hace ya tiempo.
Nada más lejos de la verdad. Darwin siguió siendo muy sensible tanto a las críticas como a las pruebas que sustentaba su teoría de la selección natural, lo que le condujo a sacar a la luz no menos de cinco ediciones de El origen. Es posible que se hubiera retirado (o regresado) a su jardín y a sus invernaderos después de 1859 (un extenso terreno rodeaba Down House, que contaba con cinco invernaderos), pero para él se trataba de máquinas de guerra desde las cuales lanzaba grandes misiles en forma de pruebas a los escépticos que vivían en el exterior –descripciones de estructuras y comportamientos insólitos de plantas muy difíciles de atribuir a una creación o diseño especial–, pruebas en abundancia que apoyaban la evolución y la selección natural de una manera todavía más abrumadora que las presentadas en El origen.
Resulta extraño que incluso los estudiosos de Darwin presten relativamente poca atención a su obra botánica, aun cuando abarca seis libros y setenta y pico artículos. Así, Duane Isely, en su libro de 1994 One Hundred and One Botanists, escribe que a pesar de que
se ha escrito más sobre Darwin que sobre cualquier otro biólogo de la historia [...] casi nunca se le ha presentado como botánico. [...] El hecho de que escribiera varios libros acerca de su investigación sobre las plantas se menciona en gran parte de los estudios sobre el autor, pero siempre de pasada, más o menos como si dijeran: «Bueno, el gran hombre de vez en cuando tiene que distraerse.»
Darwin siempre había sentido un cariño especial por las plantas, y también una especial admiración. («Siempre me ha gustado elevar las plantas a la categoría de seres organizados», escribió en su autobiografía.) Creció en una familia de botánicos: su abuelo, Erasmus Darwin, había escrito un extenso poema en dos volúmenes titulado The Botanic Garden, y el propio Charles creció en una casa cuyos vastos jardines estaban llenos no solo de flores, sino de una variedad de manzanos cruzados para aumentar su vigor. Cuando era estudiante universitario en Cambridge, las únicas clases a las que Darwin asistía de manera regular eran las del botánico J. S. Henslow, y fue este, al reconocer las extraordinarias cualidades de su alumno, quien le recomendó para que le dieran un puesto en el Beagle.
Fue a Henslow a quien Darwin escribió cartas muy detalladas llenas de observaciones acerca de la fauna, la flora y la geología de los lugares que visitaba. (Estas cartas se publicaron y circularon, y contribuyeron a que Darwin se hiciera famoso en los círculos científicos antes incluso de que el Beagle regresara a Inglaterra.) Y fue para Henslow para quien Darwin, mientras estaba en las Galápagos, reunió una esmerada colección de todas las plantas en flor y observó que las distintas islas del archipiélago a menudo poseían diferentes especies del mismo género. Para él resultaría una prueba fundamental a la hora de reflexionar acerca del papel de divergencia geográfica en el origen de las nuevas especies.
De hecho, tal como David Kohn señalaba en un espléndido ensayo de 2008, los especímenes botánicos que Darwin reunió en las Galápagos, en un número superior a doscientos, constituyen «la colección individual de organismos vivos de historia natural más influyente en toda la historia de la ciencia [...]. También resultaría ser el ejemplo mejor documentado de Darwin de la evolución de las especies de las islas».
(Los pájaros que Darwin reunió, por el contrario, no siempre fueron correctamente identificados ni etiquetados con su isla de origen, y no fue hasta su regreso a Inglaterra cuando estos, complementados con los especímenes recogidos por sus camaradas de a bordo, fueron clasificados por el ornitólogo John Gould.)
Darwin trabó una estrecha amistad con dos botánicos: Joseph Dalton Hooker, de Kew Gardens, y Asa Gray, de Harvard. Hooker se convirtió en su confidente en la década de 1840 –el único hombre al que le enseñó el primer borrador de su obra sobre la evolución–, y Asa Grey pasaría a formar parte de su círculo íntimo en la década de 1850. Darwin escribiría a ambos con creciente entusiasmo refiriéndose a
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