Título original: Dry
Spanish language copyright © 2019 by Nocturna Ediciones
Original English language edition:
Text copyright © 2018 by Neal Shusterman and Jarrod Shusterman
Published by arrangement with Simon & Schuster Books For Young Readers,
An imprint of Simon & Schuster Children’s Publishing Division
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© de la obra: Neal Shusterman and Jarrod Shusterman, 2018
© de la traducción: Pilar Ramírez Tello, 2019
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid
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Primera edición en Nocturna: Junio de 2019
Edición Digital: Elena Sanz Matilla
ISBN: 978-84-17834-27-2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Este libro está dedicado a
todos los que se esfuerzan por deshacer los
desastrosos efectos del cambio climático.
DÍA UNO
SÁBADO, 4 DE JUNIO
1) Alyssa
El grifo de la cocina hace unos ruidos rarísimos.
Tose y resuella como si tuviera asma. Gorgotea como una persona que se ahoga. Escupe una vez y guarda silencio. Nuestro perro, Kingston , levanta las orejas, aunque guarda las distancias con el fregadero por si de repente volviera de nuevo a la vida; no tenemos esa suerte.
Mi madre se queda donde está, con el cuenco de agua de Kingston en la mano, debajo del grifo, desconcertada. Después cierra el paso del agua y dice:
—Alyssa, ve a por tu padre.
Desde que remodeló la cocina él solo, mi padre se engaña dándoselas de gran fontanero. Y electricista. «¿Por qué pagar un dineral a los contratistas cuando puedes hacerlo tú mismo?», decía siempre. Después predicó con el ejemplo. Desde entonces no dejamos de tener problemas de fontanería y electricidad.
Mi padre está en el garaje trabajando en el coche con el tío Laurel, que ha estado viviendo a ratos con nosotros desde que fracasó su plantación de almendros en Modesto. En realidad se llama Herb, pero en algún momento mi hermano y yo empezamos a ponerle los nombres de las distintas hierbas del jardín: tío Eneldo, tío Tomillo, tío Cebollino y, durante un tiempo que mis padres desearían que olvidáramos, tío Cannabis. Al final fue Laurel el nombre que cuajó.
—¡Papá! —grito al interior del garaje—. Problemas en la cocina.
Los pies de mi padre asoman por debajo de su Camry como si de la Malvada Bruja del Oeste se tratara. El tío Laurel está escondido debajo de una masa tormentosa de vapor de cigarrillo electrónico.
—¿No puede esperar? —me dice desde debajo del coche.
Pero yo ya presiento que no.
—Creo que es importante —respondo.
Se desliza hasta el exterior y, tras dejar escapar un profundo suspiro, se encamina a la cocina.
Mi madre ya no está allí, sino de pie en el umbral entre la cocina y el salón. Está ahí, sin más, con el cuenco de agua vacío del perro todavía en la mano izquierda. Me recorre un escalofrío, aunque todavía no sé por qué.
—A ver, ¿qué es ese problema tan importante como para sacarme de…?
—¡Chisss! —lo corta mi madre.
Rara vez interrumpe así a mi padre. A Garrett y a mí nos lo hace continuamente, pero mis padres jamás se mandan a callar el uno al otro. Es una norma tácita.
Está viendo la tele, donde una presentadora parlotea sobre la «crisis de suministro». Así es como los medios han estado llamando a la sequía desde que la gente se cansó de oír la palabra sequía . Más o menos igual que cuando el calentamiento global se convirtió en cambio climático o la guerra , en conflicto . Sin embargo, han dado con un nuevo eslogan, con una nueva fase en nuestros problemas con el agua: la llaman la restricción .
El tío Laurel sale de su nube de vapor lo justo para preguntar:
—¿Qué pasa?
—Arizona y Nevada acaban de retirarse del acuerdo de ayuda del embalse —responde mi madre—. Han cerrado las esclusas de todas las presas porque dicen que necesitan el agua para ellos.
Lo que significa que el río Colorado ya ni siquiera llegará hasta California.
El tío Laurel intenta procesarlo.
—¡Van a cerrar el río entero como si fuera una espita! Pero ¿pueden hacerlo?
Mi padre arqueó una ceja.
—Ya lo han hecho.
De pronto, la imagen nos muestra una rueda de prensa en directo en la que el gobernador se dirige a un grupo de periodistas angustiados.
—Se trata de un incidente desafortunado, aunque no del todo imprevisto —dice— . Tenemos a nuestros expertos trabajando las veinticuatro horas del día para negociar un nuevo acuerdo con distintas partes.
—¿Y eso qué significa? —pregunta el tío Laurel; tanto mamá como yo lo mandamos callar.
—Como medida de precaución, las empresas de abastecimiento municipales y del condado van a redirigir temporalmente todos sus recursos a los servicios esenciales. Aun así, debo insistir en la necesidad de mantener la calma. Me gustaría asegurarles personalmente a todos que se trata de una medida temporal y que no hay nada de lo que preocuparse.
La prensa empieza a bombardearlo a preguntas, pero él se marcha sin responder ni una.
—Parece que el cuenco de agua de Kingston no es el único que se ha quedado seco —dice el tío Laurel—. Supongo que nosotros también vamos a tener que empezar a beber del váter.
Mi hermano pequeño, Garrett, que está sentado en el sofá esperando a que vuelvan a emitir los programas normales de la tele, pone la mueca apropiada, lo que hace reír a nuestro tío.
—Bueno —le dice mi padre a mi madre sin mucho entusiasmo—, al menos esta vez el problema de fontanería no es mío.
Me meto en la cocina para probar a abrir el grifo, como si yo tuviera el toque mágico. Nada. Ni siquiera un minúsculo goteo. Nuestro grifo ha muerto y no volverá a la vida por mucho que le hagamos el boca a boca. Tomo nota de la hora, igual que hacen en la sala de urgencias: 13:32, 4 de junio.
«Todo el mundo va a recordar dónde estaba cuando se secaron los grifos —pienso—. Como cuando asesinan a un presidente».
En la cocina, detrás de mí, Garrett abre el frigorífico y coge una botella de Gatorade Glazier Freeze. Empieza a bebérselo, pero lo detengo al tercer trago.
—Déjalo en el frigo. Guarda para después.
—Pero tengo sed ahora —protesta.
Tiene diez años, seis menos que yo. Los críos de diez años tienen problemas con esto de la satisfacción inmediata.
De todos modos, ya casi se lo había bebido entero, así que dejo que se lo acabe. Tomo nota de lo que queda en el frigorífico: un par de cervezas, tres botellas más de Gatorade, una botella de leche casi vacía y sobras de comida.
¿No os ha pasado nunca eso de no saber la sed que tenéis hasta darle el primer trago a la bebida? Bueno, pues de repente yo tengo esa sensación con tan sólo mirar el frigo.
Es lo más parecido a una premonición que he tenido en mi vida.
Oigo a los vecinos en la calle. Los conocemos, nos cruzamos con ellos de vez en cuando. El único momento en que muchos de ellos salen a la vez a la calle es el cuatro de julio o cuando hay un terremoto.
Mis padres, Garrett y yo también gravitamos hacia el exterior, todos allí de pie en un extraño conjunto, mirándonos los unos a los otros en busca de consejo o, al menos, de una confirmación de que esto está pasando de verdad. Jeannette y Stu Leeson, del otro lado de la calle, los Malecki y su recién nacido, y el señor Burnside, que tiene setenta años desde que lo conozco. Y, tal como esperábamos, no vemos a la familia huraña de la casa de al lado, los McCracken, que seguramente se habrán atrincherado dentro de su fortaleza suburbana tras escuchar las noticias.
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