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Sabela Cancio - Rumor de agua

Aquí puedes leer online Sabela Cancio - Rumor de agua texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Universo de Letras, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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    Rumor de agua
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    Universo de Letras
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    2018
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Rumor de agua: resumen, descripción y anotación

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Si hay un elemento que me representa a la perfección es el agua. Fluye de forma continua, sin hacerse preguntas. Solo se deja ir. Mansa o embravecida. Aprovecha los resquicios de las rocas, cambia su forma, se amolda a un cauce estrecho o discurre libre en la inmensidad del océano. Forma olas y tsunamis o canta alegre en una fuente. Es el sonido primario que me acompaña, el único al que he prestado atención, mi guía por el mundo: rumor de agua.

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Sabela Cancio

Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

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© Sabela Cancio, 2018

Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

universode letras.com

Primera edición: agosto, 2018

ISBN: 9788417436278
ISBN eBook: 9788417436681

A Tete, por dejarme todo el espacio para mi caminito de hormigas
A Pichona, por su sonrisa y aliento eternos
A Marta y Rita, por ser mis mejores lectoras. Siempre.
A todos mis amigos, por ser los mejores compañeros en el viaje de la vida
A Tily, Leila, Gaby, Lula, Umi, Pupi, Taiyo y Lúa, mis queridos peludos

Prólogo

Una tarde, mirando un documental sobre comportamiento humano, vi el famoso ejercicio de «dejarse caer hacia atrás», destinado a mejorar la confianza en sí mismo y en los otros. Nunca lo probé, pero la sensación de abandonarse totalmente, cerrar los ojos y entregarse a algo forma parte de mi naturaleza más profunda. De hecho, pensé: «Es algo que llevo haciendo toda la vida. No con todo el mundo ni en todas las situaciones, pero es la conducta que he elegido, inconscientemente, una y otra vez». Dejarse llevar, abandonarse…, pero no por falta de valor para luchar, sino por una especie de unión mística con la existencia y la esencia de todas las cosas.

Comprendí, sorprendida, que, en realidad, he forjado mi destino de esta guisa: entregada a un impulso o una emoción. No he buscado con ahínco tal o cual cosa ni estuve sopesando largamente antes de tomar una decisión. Una fuerza superior —mi intuición— ha venido tomando el relevo de la lógica y la razón. Y así ha sido, desde mi carrera profesional, hasta las parejas.

Si hay un elemento que me representa a la perfección es el agua: fluye de forma continua, sin hacerse preguntas. Solo se deja ir. Mansa o embravecida. Aprovecha los resquicios de las rocas, cambia su forma, se amolda a un cauce estrecho o discurre libre en la inmensidad del océano. Forma olas y tsunamis o canta alegre en una fuente. Es el sonido primario que me acompaña, el único al que he prestado atención, mi guía por el mundo: rumor de agua…

Una infancia rebelde y feliz

Nací una madrugada fría y tormentosa de julio en Benaste, una tranquila localidad de la periferia sur de Buenos Aires. Se encontraba a solo 20 km de distancia de la gran capital, pero aquello implicaba un cúmulo de diferencias: ambiente provinciano, siestas largas y vecinos curiosos.

No sucedió nada heroico durante el parto, salvo un aguacero feroz. Mi madre acudió a la clínica sin prisas, pariéndome rápida y eficazmente, veterana en estas situaciones: no en vano era la tercera de una familia de clase media acomodada. Lo que más deslumbró a los parientes fue mi género: ¡una niña! Después de dos varones, el deseo de mis padres, al fin, se había cumplido.

Me llamaron Elisa, en honor a mi abuela materna y, años después, comprendí que era de lo más acertado cuando, en algún libro sobre el significado de los nombres, me topé con la definición: « E lisa : nombre de origen hebreo; naturaleza emotiva y activa; ama las innovaciones y las realizaciones; ama la ejecución y aportar ideas. Se expresa como pensadora independiente en actividades exclusivas, más dependi ente de la intuición que de la razón . Está destinada a tareas que requieren inspiración e inmersión en la profundidad del ser y las cosas. Ama lo complejo y lo elevado, lo que siente y lo que presiente. Podría tener profesiones como científica, escritora, ocultista, inventora, actriz o líder religiosa».

En poco tiempo, me convertí en la reina de la casa, la única nena, el ojito de su padre, mientras mi madre soñaba una infancia de muñecas y dulzura, una compañía femenina en un entorno masculino. Sin embargo, pronto, todos comprenderían que «su muñequita» era más feliz trepando a los árboles y peleando con los chicos, y los primorosos vestidos quedaban deslucidos por los rasguños y moretones de las piernas. Me apodaron, entonces, Varonera (1). Y Varonera fui, con todas las de la ley y todas las letras. Con mis dos hermanos mayores varones y sus innumerables amigos, me sentía, a la vez, igual y diferente, una especie de emperatriz de los piratas, donde el mejor cumplido que podía recibir era que me dijeran:

—Sos una más entre nosotros.

El otro epíteto que me lanzaban las indignadas vecinas era «machona», término que me parecía, francamente, ofensivo. No fue sino hasta años después que comprendí sus sutiles diferencias: « varonera », que anda con varones; «machona», alguien de sexo femenino que quiere ser un macho o parecer un macho. Y… ¡no nos engañemos! A pesar de mis rodillas maltratadas y mis cardenales, me sentía mujer por todas las esquinas, estudiaba danza y piano y me encantaba leer poesías. ¡No quería para nada ser un hombre! Solo me gustaba la libertad de la que gozaban los chicos y me parecía tremendamente injusto ser marginada de las actividades en función de mi sexo.

De ellos, aprendí mucho y llegué a comprenderlos y quererlos con toda la profundidad que puede albergar un alma femenina hacia el otro género. Por eso, nunca logré identificarme con el feminismo, en el que vislumbraba resentimiento y deseos de reivindicación. Los hombres siempre me habían parecido adorables y atractivos, con sus más y sus menos, como cualquier otro ser vivo del planeta. Ser una varonera me llevó a sentirme, primero, hermana y amiga, y después, amante, novia y esposa. A entregarme total y completamente cuando era la ocasión adecuada, sin miedos ni fronteras, y a recuperarme de las dolorosas heridas que, de vez en cuando, deja el amor, siempre dispuesta a comenzar otra vez, llena de ilusiones nuevas.

Había nacido a mediados de los años 50, en un mundo con roles muy definidos de lo femenino y lo masculino. A las mujeres nos tocaba llegar vírgenes al matrimonio para ser buenas esposas, encontrar un marido adecuado y formar una familia. Mis padres tenían sólidos valores cristianos e iban a misa todos los domingos, siendo habitual que el propio cura viniera después a comer con nosotros. ¿De dónde saqué, pues, mi rebeldía?

Creo que, a pesar de tanta religión y firmes principios, mis ancestros dejaron una puerta abierta a la libertad. Porque, aun siendo fervientes creyentes y practicantes católicos, eran también, a su manera, innovadores y poco convencionales. Y lo más importante: tenían profundos valores, que fueron capaces de transmitirnos: defensa de los ideales, honestidad con uno mismo y los ajenos, lealtad con los que amamos y obediencia a la voz del corazón, y no a los convencionalismos. Había cosas mucho, muchísimo más importantes que el dinero y la posición social, como el amor por el conocimiento, la grandeza del arte y el llegar a ser quien uno quiere, y no otra cosa.

Mis padres se habían casado muy enamorados y habrían de continuar estándolo toda su vida, hasta que, años después, un cáncer se interpuso en el camino. Se habían conocido en la misma empresa en la que trabajaban y pronto descubrieron gustos y aficiones comunes: la música, el cine y conversaciones interminables. No tardaron en casarse, sin grandes aspavientos: un sencillo traje de calle y pocos invitados, en la pequeña capilla de una iglesia de barrio, pero con el corazón rebosando felicidad. «Las cosas verdaderas», decían, «no necesitan de parafernalia externa ni de luces de neon». Y allí juraron amarse por toda la vida, en las buenas y en las malas y hasta que la muerte los separase. Lo imp ortante está dentro, no fuera …

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