Este libro está dedicado a mi hija, Beth Elaine Braunstein. Elevo
mis oraciones con la esperanza de que ella sea capaz de afrontar
el embarazo y la maternidad con una perspectiva más clara y
positiva que la que yo tuve a su edad.
Iniciemos a nuestras hijas en la belleza y el misterio de ser mujer.
Démosles la confianza de que nacimos para tener
hijos con dignidad, autoridad y amor.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todos los padres que compartieron conmigo una de las experiencias más íntimas de su vida. Sin su paciencia y confianza no podría haberlo realizado. Cada parto me enseñó algo sobre mi alma y la forma en que Dios actúa en el universo. Cada bebé me trajo renovadas esperanzas de lograr un forma de ser más amable y gentil entre la gente durante esta vida.
Todas y cada una de las personas con las cuales he platicado sobre el parto, y especialmente el parto en el agua, han influido de alguna manera en la elaboración de este libro. Hablé sobre ello durante años antes de estar lista para escribirlo. Aprecio profundamente el continuo aliento que he recibido durante todo este tiempo por parte de mi familia y amigos. Mis hijos, Beth, Sam y Abraham, nacidos en 1978, 1984 y 1986, fueron, por supuesto, la razón de escribir sobre el tema. Gracias a ellos pude contactar con todas las mujeres que han dado a luz y con la gran esperanza para el mundo futuro.
Harry Kislevitz me ha dado mucho más que amor y apoyo. Me alentó a investigar el parto en el agua desde el principio. Quería que tuviera la oportunidad de estar al frente de algo que sabía intuitivamente que sería de gran beneficio para la humanidad. Estuvo participando conmigo en el nacimiento de Samuel y Abraham, siendo en todo el padre ideal para sus hijos. Nunca me cuestionó mi aproximación holística hacia el parto. Cortó el cordón umbilical de ellos, hasta ahora sigue estando verdaderamente conectado con nuestros hijos. Por ello siempre le estaré agradecida.
La autora, Barbara Harper, relajada entre contracciones, unas pocas horas antes de dar a luz a su hijo Abraham en casa dentro de una tina con agua caliente.
El Dr. Michael Rosenthal ha sido mi inspirador, maestro y amigo. Agradezco la paciencia que tuvo con mis escritos. El Dr. Robert Doughton fue la parte amena de mis muchas consultas por teléfono. Su constante recordar que “respirara constantemente” fue invaluable. La partera-enfermera titulada Marina Alzugaray me dio un consejo muy especial sobre el parto y me enseñó a bailar durante el proceso de dar a luz. Binnie Arme Dansby trajo el nacimiento a mi conciencia y me enseñó a ver el poder de la creación en cada parto.
Mirtala Cruz me dio lucidez en el momento en que la estaba perdiendo y su hija, nacida en el agua, Kelly Vanessa, fue un regalo muy especial para todos nosotros. Hay muchas personas que merecen una mención: Penelope Salinger por haber leído cada revisión del texto y haberme encomendado nuevas tareas; Mary Judge por no dejarme olvidar que tenía que acabar el libro; Phil y Judy Babcock por animarme y mantenerme psicológicamente equilibrada; mis hermanas comadronas cristianas, Carol Guachi, Renne Stein, Jan Trintin y especialmente Mary Cooper, que me han ayudado a mantenerme siempre en contacto con Dios. Dios las bendiga y muchas gracias.
Mis parteras al final de este libro fueron Nicole Van DeVeere y Elise Schaljo. Sin su constante apoyo y aliento no hubiera sido capaz de “traer al mundo” este trabajo. No tengo palabras suficientes para decir ¡lo buenas comadronas que son!
Y finalmente, debo darle las gracias a mi madre, Ruth Eileen Protsman por haberme dado a luz a mí y a su madre Estella Harper Lemonyon por estar pendiente de mí desde entonces hasta ahora.
Introducción
La libertad de elección es un tema político. El cómo y dónde da a luz una mujer no es problema de hospital frente a hogar o parteras frente a doctores, sino una cuestión de control y responsabilidad. Nunca han sido tan fuertes las voces femeninas en contra de la discriminación, el acoso sexual y la violencia. La lucha por los derechos acerca de la reproducción ha traído a nuestra conciencia el concepto de libre elección. Me frustraba cuando contemplaba cuánta energía se enfocaba en el aborto cuando todavía no se había resuelto el tema vital de la libertad de elección para las mujeres que dan a luz. Mujeres de todo el mundo están buscando opciones para el parto: no en qué hospital van a hacerlo o cuál va a ser el decorado de la habitación del recién nacido, sino qué oportunidades tienen de manejar su labor de parto. La mujer quiere tener el control de su cuerpo durante el nacimiento de su bebé y estar a cargo de él inmediatamente después.
Aunque yo era una embarazada completamente informada en 1978, que había completado el entrenamiento de maternidad en 1974, mi relación con las decisiones de mi maternidad era extremadamente limitada. Estuve en labor activa con mi hija Beth durante unas veinticuatro horas antes de que entrara la enfermera a preparar algo. Le pregunté qué estaba haciendo y me contestó que el doctor había ordenado que me prepararan para una cesárea. Me negué a cooperar y pedí ver al doctor. Él ya había decidido el curso de la operación y sólo vino a comunicármelo antes de que firmara los papeles de consentimiento. Ni fui consultada ni me dieron otra elección. No di mi consentimiento y demandé pruebas de que mi pelvis era más estrecha que el diámetro de la cabeza de mi bebé. El bebé no estaba angustiado ni nunca lo estuvo. Yo sabía que me podía desempeñar normalmente. Las enfermeras me condujeron a rayos-X donde los radiólogos y obstetras confirmaron mediante una pelvemetría de rayos-X que mi pelvis era adecuada y que en realidad el bebé era bastante pequeño.
El doctor dijo que podía elegir entre seguir sufriendo o tener mi bebé un poco antes, lo cual implicaba que una cesárea era preferible a una labor larga y pesada. Elegí lo primero. Entonces me administraron grandes dosis de Pitocin, pusieron en marcha un monitor fetal, recibí narcóticos por vía intravenosa sin mi consentimiento y me rasuraron completamente el pubis. Cuando mi bebé empezó a asomar de mi cuerpo, la enfermera puso una mano en su cabecita hasta que un residente de primer año se pudo vestir y enguantar para “dar a luz” al bebé. Mi obstetra, desalentado por mi lento progreso, se fue a casa a cenar y ni siquiera estaba en el hospital. Llegó en el último momento a fin de reparar la grave laceración que había sufrido. La herida perineal no era tan profunda como mi trauma psicológico.
Para añadir un insulto a la injuria, las enfermeras de maternidad no me dejaron ver a mi bebé durante unas doce horas. Me dijeron que necesitaba descansar. Me acuerdo de estar tocando el cristal de la sección de maternidad mientras veía a una enfermera alimentando a mi bebé con una mamila, lo cual estaba totalmente en contra de mis instrucciones específicas. Fui escoltada de nuevo a mi cama por la supervisora y a los pocos minutos me ofrecieron un sedante (ordenado por el doctor). Pasé los dos días siguientes con una mezcla de ansiedad propia de nueva madre y frustración.
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