Edith Eger - La bailarina de Auschwitz
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- Libro:La bailarina de Auschwitz
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2017
- Índice:3 / 5
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La bailarina de Auschwitz: resumen, descripción y anotación
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La bailarina de Auschwitz — leer online gratis el libro completo
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Agradecimientos
Creo que las personas no vienen a mí, sino que me son enviadas. Mi eterno agradecimiento a las muchas personas extraordinarias que me han sido enviadas, sin las cuales mi vida no sería la misma y sin las cuales este libro no existiría.
En primer lugar, a mi queridísima hermana Magda Gilbert, que con noventa y cinco años sigue floreciendo y que me mantuvo con vida en Auschwitz, y a su abnegada hija Ilona Shillman, que lucha por la familia como nadie.
A Klara Korda, que era maravillosa, que realmente se convirtió en mi segunda madre, que hacía que cada visita a Sídney fuera una luna de miel, que los viernes preparaba cenas como las de nuestra madre, elaborándolo todo a mano, y a Jeanie y Charlotte, sus descendientes. (¿Recordáis la canción húngara? «¡No, no, no nos iremos hasta que nos eches a patadas!».)
A mis pacientes, los seres humanos únicos y excepcionales que me han enseñado que la curación no tiene que ver con la recuperación, sino con el descubrimiento. Con descubrir esperanza en la desesperanza; descubrir una respuesta donde parece que no la hay; descubrir que lo que importa no es lo que sucede, sino lo que haces al respecto.
A mis maravillosos profesores y mentores: el profesor Whitworth; John Haddox, que me introdujo a los existencialistas y fenomenólogos; Ed Leonard; Carl Rogers; Richard Farson y, especialmente, Viktor Frankl, cuyo libro me proporcionó la capacidad verbal para compartir mi secreto, cuyas cartas me enseñaron que ya no tenía que huir, y cuya orientación me ayudó a descubrir que no solo había sobrevivido, sino cómo podía ayudar a sobrevivir a otros.
A mis increíbles colegas y amigos en el ámbito de las artes curativas: doctor Harold Kolmer, doctor Sid Zisook, doctor Saul Levine, Steven Smith, Michael Curd, David Woehr, Bob Kaufman (mi «hijo adoptivo»), Charlie Hogue, Patty Heffernan, y especialmente Phil Zimbardo, mi «hermanito pequeño», que no paró hasta ayudarme a encontrar una editorial para este libro.
A las numerosas personas que me han invitado a contar mi historia ante público de todo el mundo, incluidos Howard y Henriette Peckett de la YPO; el doctor Jim Henry; el doctor Sean Daneshmand y su mujer, Marjan, de The Miracle Circle; Mike Hoge, de Wingmen Ministries, y la Conferencia Internacional de Logoterapia.
A mis amigos y terapeutas: Gloria Lavis; Sylvia Wechter y Edy Schroder, mis queridas compañeras mosqueteras; Lisa Kelty, Wendy Walker y Flora Sullivan; Katrine Gilcrest, madre de nueve hijos, que me llama mamá y con la que puedo contar día y noche; Dory Bitry, Shirley Godwin y Jeremy e Inette Forbs, con quienes puedo hablar con total franqueza de nuestra edad y nuestra etapa vital y de cómo sacar el máximo partido de lo que tenemos a medida que envejecemos; a mis médicos, Sabina Wallach y Scott McCaul; mi acupunturista, Bambi Merryweather; a Marcella Grell, mi compañera y amiga, que ha cuidado extraordinariamente de mí y de mi casa durante los últimos dieciséis años y que siempre me dice claramente lo que piensa.
A Béla. Compañero de vida. Alma gemela. Padre de mis hijos. Pareja cariñosa y comprometida que lo arriesgó todo para construir una nueva vida en América. Cuando yo trabajaba para el ejército y viajábamos juntos por Europa, decías: «Edie trabaja y yo como». Béla, el verdadero banquete fue nuestra intensa vida juntos. Te quiero.
Todo mi amor y gratitud a mis hijos: a mi hijo John Eger, que me ha enseñado cómo no ser una víctima y que jamás ha abandonado la lucha en favor de las personas con discapacidad; a mis hijas, Marianne Engle y Audrey Thompson, que me han brindado incesantemente apoyo moral y cariñoso consuelo durante los muchos meses dedicados a la escritura de este libro y que fueron conscientes, antes que yo, de que me resultaría más difícil revivir el pasado que sobrevivir a Auschwitz. En Auschwitz, solamente podía pensar en mis necesidades de supervivencia; para escribir este libro he tenido que sentir todos los sentimientos. No podría haber asumido el riesgo sin vuestra fuerza y vuestro amor.
Y gracias a las maravillosas parejas de mis hijos y nietos, las personas que van añadiendo ramas al árbol familiar: Rob Engle, Dale Thompson, Lourdes, Justin Richland, John Williamson e Illynger Engle.
A mi sobrino Richard Eger —mi Dickie— y su mujer, Byrne, gracias por ser verdaderos familiares, por cuidar de mí y de mi salud y por celebrar las fiestas juntos.
Cuando nació nuestro primer nieto, Béla dijo: «Tres generaciones. Esa es la mejor venganza contra Hitler». ¡Ahora somos cuatro! Cada vez que me llamáis bisabuela Dicu, mi corazón palpita.
A Eugene Cook, mi pareja de baile y compañero del alma, un hombre amable y todo un caballero. Gracias por recordarme que el amor no es lo que sentimos, sino lo que hacemos. Siempre atento a cada paso y a cada palabra. Bailemos el boogie-woogie mientras podamos.
Por último, a las personas que, palabra a palabra y página a página, me han ayudado a sacar a la luz este libro, en una colaboración que, desde el principio, ha parecido predestinada.
Las talentosas Nan Graham y Roz Lippel y su eficaz equipo en Scribner. ¡Qué afortunada soy de que me hayan sido enviadas las mejores editoras con unos corazones tan brillantes como sus mentes! Vuestros conocimientos editoriales, vuestra perseverancia y vuestra bondad han contribuido a que este libro sea lo que siempre esperé que fuera: un instrumento de sanación.
A Esmé Schwall Weigand, coautora del libro; no solo encontraste las palabras, te convertiste en mí. Gracias por ser mi oftalmóloga, por tu capacidad de contemplar mi viaje hacia la curación desde tantas perspectivas diferentes.
A Doug Abrams, agente ejemplar y la persona más fiel y buena del mundo, gracias por ser una persona con las agallas, el carácter y el espíritu para comprometerse a hacer del mundo un lugar mejor. Tu presencia en este planeta es un auténtico regalo.
A todos: en mis noventa años de vida, nunca me he sentido más afortunada y agradecida. ¡Ni más joven! Gracias.
LAS CUATRO PREGUNTAS
Podría sintetizar toda mi vida en un momento, en una imagen; es esta: tres mujeres con abrigos de lana oscuros esperan cogidas del brazo en un patio desolado. Están agotadas. Tienen polvo en los zapatos. Forman parte de una fila muy larga.
Las tres mujeres son mi madre, mi hermana Magda y yo. Es nuestro último momento juntas. No lo sabemos. Nos negamos a planteárnoslo. O estamos demasiado cansadas para especular siquiera sobre qué nos espera. Es un momento de separación, la de la madre de las hijas, la de la vida como había sido hasta entonces de lo que vendría después. Y, a pesar de todo, solo puedo darle ese significado en retrospectiva. Nos veo a las tres desde atrás, como si fuera la siguiente en la fila. ¿Por qué la memoria me muestra la parte trasera de la cabeza de mi madre y no su cara? Su pelo largo está recogido en una elaborada trenza sujeta con un clip en la parte superior de la cabeza. Las ondas de color castaño claro de Magda le tocan los hombros. Mi pelo negro está embutido bajo una bufanda. Mi madre está de pie en el centro y Magda y yo nos inclinamos hacia adentro. Es imposible discernir si somos nosotras las que mantenemos derecha a nuestra madre o viceversa, si su fuerza es el pilar que nos sostiene a Magda y a mí.
Ese momento es la antesala de una de las mayores pérdidas de mi vida. Durante siete décadas, he vuelto una y otra vez a esa imagen de nosotras tres. La he estudiado como si, escudriñándola lo suficiente, pudiera recuperar algo precioso. Como si pudiera recobrar la vida que antecede a ese momento, la vida que antecede a la pérdida. Como si eso fuera posible.
He regresado para poder permanecer un poco más en ese momento en que nuestros brazos están juntos y nos mantenemos unidas. Veo nuestros hombros inclinados. El polvo que se deposita en la parte inferior de nuestros abrigos. Mi madre. Mi hermana. Yo.
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