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Edith Eger - En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad

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    En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad
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    Planeta México
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    2020
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En Auschwitz no había Prozac: 12 consejos de una superviviente para curar tus heridas y vivir en libertad: resumen, descripción y anotación

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LA CÁRCEL ESTÁ EN TU MENTE LA LLAVE, EN TU MANO Edith Eger, conocida como la bailarina de Auschwitz, nos describe cuáles son las 12 prisiones mentales en las que nos recluimos tras un episodio traumático, como el victimismo, la evasión, el abandono, la culpa o la vergüenza. A lo largo de 12 breves capítulos, nos revela la sabiduría y los consejos prácticos fruto de su larga experiencia atendiendo pacientes en su consulta. A partir del sufrimiento ajeno y con el ejemplo siempre presente del largo proceso que la llevó a ella misma hasta la sanación tras escapar del Holocausto, la doctora Eger ofrece herramientas prácticas y profundas reflexiones sobre cómo vivir en libertad, cómo trascender el dolor y cómo sanar las heridas, por profundas que sean. En resumen, cómo escapar de nuestras propias prisiones mentales para disfrutar de la vida. Los consejos de EDITH EGER, superviviente de Auschwitz, para ser feliz «Leer su historia me ha cambiado para siempre.» Oprah Winfrey

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ÍNDICE

: ¿Y ahora qué?
Victimismo

: En Auschwitz no había Prozac
Evasión

: Todas las demás relaciones se van a terminar
Autoabandono

: Un trasero para dos asientos
Secretos

: Nadie te rechaza excepto tú
Culpa y vergüenza

: Lo que no pasó
Dolor no resuelto

: Nada que demostrar
Rigidez

: ¿Te gustaría casarte contigo?
Resentimiento

: >¿Estás evolucionando o involucionando?
Miedo paralizante

: El nazi en ti
Prejuicio

: Si sobrevivo hoy, mañana seré libre
Impotencia

: Sin ira no hay perdón
La incapacidad de perdonar

A mis pacientes. Son mis maestros. Me insuflaron el valor para volver a Auschwitz y emprender mi camino hacia el perdón y la libertad. Su honestidad y su valor son una fuente inagotable de inspiración.


Aprendí a vivir en un campo de exterminio

En la primavera de 1944 yo tenía dieciséis años y vivía con mis padres y mis dos hermanas mayores en Kassa (Hungría). A nuestro alrededor abundaban las señales de guerra y de prejuicio: las estrellas amarillas que llevábamos cosidas en la solapa del abrigo; los nazis húngaros de la Cruz Flechada que se instalaron en nuestro viejo departamento; los periódicos repletos de noticias del frente y de cómo Alemania iba ocupando toda Europa; las miradas de inquietud que mis padres intercambiaban en la mesa; el infame día en que me corrieron del equipo olímpico de gimnasia por ser judía. Con todo, yo dedicaba las horas a fantasear con cosas propias de la adolescencia. Estaba enamorada de mi primer novio, Eric, un chico alto e inteligente que había conocido en el club de lectura. Solía recrear nuestro primer beso y admiraba el nuevo vestido azul de seda que mi padre, un laureado modisto, me había confeccionado. Medía mis progresos en el estudio de ballet y gimnasia y jugaba con Magda, mi bella hermana mayor, y Klara, que estudiaba violín en un conservatorio de Budapest.

Y luego todo cambió.

Una fría mañana de abril detuvieron a los judíos de Kassa y nos encarcelaron en una vieja fábrica de ladrillos en las afueras de la ciudad. Unas semanas más tarde, nos metieron a Magda, a mis padres y a mí en un vagón para ganado en dirección a Auschwitz. Mis padres fueron asesinados en las cámaras de gas el mismo día que llegaron.

La primera noche en Auschwitz me obligaron a bailar para el comandante de las SS Josef Mengele, conocido como el Ángel de la Muerte, el hombre que había inspeccionado a la fila de recién llegados ese día y que había condenado a muerte a mi madre. «¡Baila para mí!», me ordenó. Yo estaba de pie, muerta de miedo, sintiendo bajo los pies el gélido suelo de cemento de los barracones. Fuera, la orquesta del campo empezó a tocar un vals, El Danubio azul . Recordé el consejo de mi madre, «Nadie te puede quitar lo que tienes en la mente», cerré los ojos y me retraje a un mundo interior. En mi mente, ya no estaba encerrada en un campo de exterminio, helada, hambrienta y desgarrada por la pérdida. Estaba sobre el escenario de la ópera de Budapest, bailando en el papel de Julieta en el ballet de Chaikovski. Desde este refugio interno obligué a mis brazos a levantarse y a mis piernas a hacer piruetas. Me armé de fuerza para bailar por mi vida.

Cada instante en Auschwitz fue un infierno. También fue mi mejor clase. Bajo el yugo de la pérdida, la tortura, la inanición y la amenaza constante de la muerte, descubrí mecanismos de supervivencia y la libertad que sigo usando cada día en mi práctica de psicología clínica, así como en mi vida privada.

Ahora escribo esta introducción en otoño de 2019, a los noventa y dos años. Me doctoré en Psicología Clínica en 1978 y llevo tratando a pacientes más de cuarenta años. He trabajado con veteranos de guerra y sobrevivientes de agresiones sexuales; estudiantes, representantes civiles y directores generales; personas que luchaban contra la adicción y algunas atormentadas por la ansiedad y la depresión; parejas consumidas por el rencor y otras que ansiaban reavivar la llama; padres e hijos que aprendieron a vivir juntos y otros que descubrieron la forma de vivir separados. Como psicóloga, como madre, abuela y bisabuela, y como sobreviviente de Auschwitz, he venido a decirles que la peor cárcel no es aquella en la que los nazis me metieron. La peor cárcel es la que yo construí para mí misma.

Aunque probablemente nuestras vidas hayan sido muy diferentes, quizás sepan a qué me refiero. Muchos nos sentimos atrapados en nuestra mente. Nuestros pensamientos y creencias determinan —y a veces limitan— cómo nos sentimos, qué hacemos y qué consideramos posible. En mi trabajo he descubierto que, aunque las creencias que nos aprisionan aparecen y nos afectan de formas únicas, hay algunas cárceles mentales comunes que contribuyen al sufrimiento. Este libro es un manual práctico para ayudarnos a identificar nuestras cárceles mentales y crear las herramientas que necesitamos para liberarnos.

La base de la libertad es el poder de elegir. En los últimos meses de la guerra yo tuve muy pocas opciones y ninguna vía de escape. Los judíos húngaros fueron de los últimos en Europa en ser deportados a los campos de exterminio y, tras ocho meses en Auschwitz, justo antes de que el ejército ruso derrotara a Alemania, a mi hermana, a mí y a otro centenar de prisioneros nos evacuaron de Auschwitz. Abandonamos Polonia y cruzamos Alemania hasta llegar a Austria. Entre tanto trabajamos como esclavas en fábricas y viajamos en trenes que transportaban munición alemana. Nuestros cuerpos sirvieron de escudo humano para proteger la carga de las bombas británicas. (Los británicos bombardeaban los trenes igualmente.)

Cuando nos liberaron a mi hermana y a mí en Gunskirchen —un campo de concentración de Austria— en mayo de 1945, algo más de un año después de que nos hicieran prisioneras, mis padres y casi todas las personas que conocía habían muerto. Tenía la espalda hecha trizas por las constantes palizas. Estaba muerta de hambre, tenía el cuerpo lleno de heridas y apenas podía moverme. Yacía encima de una montaña de cadáveres, personas que habían pasado enfermedades y hambre como yo y cuyos cuerpos habían dicho basta. No podía deshacer lo que me habían hecho. No podía controlar cuántas personas habían arrojado los nazis a los vagones para ganado o a los crematorios, tratando de exterminar al mayor número de judíos e «indeseables» posible antes del fin de la guerra. No podía alterar la deshumanización sistemática ni el asesinato de los más de seis millones de inocentes que murieron en los campos. Pero sí podía decidir cómo responder al terror y a la impotencia. Por alguna razón, elegí la esperanza.

Con todo, sobrevivir a Auschwitz solo fue la primera etapa en mi camino a la libertad. Durante muchas décadas seguí siendo una prisionera del pasado. En apariencia estaba bien, había dejado atrás el trauma y había seguido adelante. Me casé con Béla, el hijo de una ilustre familia de Prešov que había sido partisano durante la guerra y había luchado contra los nazis en los bosques montañosos de Eslovaquia. Fui madre, hui del comunismo en Europa emigrando a los Estados Unidos, viví en la inopia, salí de la pobreza y, a los cuarenta y pico, fui a la universidad. Me convertí en profesora de preparatoria y, luego, volví a la facultad para hacer un máster en Psicología Educativa y doctorarme en Psicología Clínica. Me había formado mucho, estaba comprometida con ayudar a los demás a curarse y en mi trabajo me confiaban algunos de los casos más difíciles. Sin embargo, yo seguía escondida: huía de mi pasado, negaba el dolor y el trauma, quitaba hierro a las cosas y fingía, trataba de contentar a los demás y hacerlo todo a la perfección, culpaba a Béla por mi rencor y mi desengaño crónicos y perseguía metas como si pudieran compensar por todo lo que había perdido.

Un día llegué al hospital militar William Beaumont de Fort Bliss (Texas), donde trabajaba gracias a una prestigiosa beca clínica, y me puse la bata blanca con la etiqueta «Dra. Eger, Departamento de Psiquiatría». Pero, por una fracción de segundo, las palabras se desdibujaron y parecieron decir «Dra. Eger, Impostora». Fue entonces cuando supe que no podría ayudar a otros a curarse a menos que me curara a mí misma.

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