Lynne Graham
El Hijo del Griego
Hijos Del Amor 03
CUANDO dos de los miembros de más edad del consejo de administración se pusieron a preguntar cosas que ya se habían hablado, Atreus dejó vagar su mirada hasta la escultura de bronce Art Decó que había al fondo de la habitación. Se trataba de una voluptuosa bailarina española medio desnuda.
La primera vez que había presidido aquellas reuniones, se había quedado estupefacto al ver tan sensual obra de arte, pues no encajaba con el carácter recio y conservador de su abuelo.
– Me recuerda a mi primer amor -le había confesado el anciano con un brillo nostálgico en los ojos-. Se casó con otro.
Atreus tenía muy claro que las mujeres que él frecuentaba jamás actuarían así. Para empezar porque les encantaba el dinero y no había quien se las quitara de encima. Desde la adolescencia lo habían asediado con sus encantos mujeres de todo tipo que buscaban su dinero.
Por supuesto, su físico también ejercía gran atracción, pues medía casi un metro noventa, tenía el pelo negro como el carbón y unos preciosos ojos azabache. Era tal su éxito con las mujeres que ya en dos ocasiones le habían acusado de ser el padre de dos niños. Aquello lo había llevado a decidir casarse única y exclusivamente con una mujer de igual fortuna y clase que él.
Su padre, ya fallecido, había llevado una vida ejemplar hasta los cuarenta años, cuando, de manera inexplicable, se había fugado con una modelo famosa por subirse a las mesas a bailar.
Tanto su padre como su madre se habían entregado a las excentricidades y a los excesos y él se había perdido por el camino. En realidad, prácticamente lo habían criado sus tíos paternos, mucho más estrictos que sus progenitores y, por eso, a Atreus no le gustaba nada que se saliera de los cánones marcados.
Ése había sido el gran error de su padre. No sería el suyo.
Aun así, aquella escultura de formas sinuosas le gustaba y le recordaba a un episodio que había tenido lugar unas semanas antes en su casa de campo. Una tarde había salido a pasear por el bosque y se había encontrado con una mujer de pelo castaño y curvas muy femeninas bañándose desnuda en el río.
En un principio, aquello lo había enfurecido. Había hecho un gran esfuerzo para que su propiedad fuera muy privada y había contratado a un ejército de guardias de seguridad para preservar su intimidad de indeseables y cámaras.
Desde aquella tarde, no podía dejar de pensar en el cuerpo de aquella mujer, despierto y dormido, lo que era de extrañar, pues no se parecía en nada a las rubias espigadas y elegantes que le solían atraer.
No era su tipo en absoluto. Según el capataz de la finca, Lindy Ryman era una amante de los animales excéntrica que ese ganaba la vida de mala manera fabricando velas y popurrí. Iba a misa regularmente y era un miembro muy respetado de la comunidad, y escondía sus curvas bajo faldas largas y blusas holgadas.
Atreus había sido muy duro con ella porque estaba convencido de que lo tenía todo planeado, que había preparado el encuentro. No sería la primera vez que se lo hacían. Sin embargo, cuando se había dado cuenta de que no era así, le había mandado un ramo de flores con una nota de disculpa… y su número de teléfono.
Se había quedado estupefacto cuando no le había devuelto la llamada.
Cada día que pasaba, más enfadado estaba. No podía dejar de pensar en ella. ¿Y si le ofreciera una suma de dinero considerable por que no volviera a entrar en sus tierras? Ojos que no ven, corazón que no siente.
Eso era, precisamente, lo que necesitaba.
Era un hombre inteligente. Estaba seguro de no sucumbir a la atracción que aquella mujer ejercía sobre él porque era consciente de que no le convenía en ningún aspecto…
***
– ¿Has dejado a Sarah? -preguntó Lindy girándose hacia Ben.
– Sí, quería que fuéramos en serio. ¿Por qué las mujeres siempre me hacéis lo mismo? -preguntó su amigo con aire torturado.
Lindy estuvo a punto de decirle que se mirara al espejo. Recordaba perfectamente que ella también había caído rendida ante los encantos de aquel rubio de ojos verdes y carácter encantador. Eso había sido cuando se habían conocido en la universidad. Claro que, desde el principio, Ben la había puesto en la sección de amigas. No había tenido nunca ninguna posibilidad y se había pasado muchos días deseando ser menuda, rubia y extrovertida en lugar de tímida, callada y prudente.
Con el tiempo, Lindy había superado el enamoramiento y se había convertido en testigo de las relaciones de Ben. Él lo único que quería era pasarlo bien. Nada de compromisos. Trabajaba en la City de Londres, tenía tanto dinero que se podía comprar todo lo que quisiera, desde un descapotable último modelo hasta ropa carísima, y siempre iba al gimnasio de moda.
Aun así, no era feliz.
– Supongo que, si no querías lo mismo que ella, has hecho bien en dejar la relación -comentó pensando en la pobre chica.
– ¡Qué bien cocinas! -suspiró Ben tomando otro bocado de la tarta de zanahoria que Lindy había preparado.
Lindy apretó los labios, sabedora de que aquellas dotes nunca le hacían merecedora de puntos por parte del sexo masculino. Estaba convencida de que era demasiado oronda. Desde que la habían comparado con la diosa de la fertilidad en el colegio, había sufrido innumerables burlas en aquel sentido, lo que la había llevado a desdeñar sus pechos voluptuosos y sus generosas caderas. Las dietas y el ejercicio no le habían servido de nada, tenía buen apetito y todo se le iba a esos dos sitios.
Ben siempre salía con chicas menudas y muy delgadas. A su lado, ella era enorme y gorda.
Lindy había dejado la universidad cuando su madre se había puesto enferma. Al ser hija única y al no haber dinero en su casa, había tenido que dejar los estudios para cuidar a su progenitora hasta su triste final. Fallecida su madre y cuando se disponía a retomar sus estudios de Derecho, había caído enferma. Cuando se recuperó, había perdido el interés por el Derecho y se buscó un trabajo en una oficina.
Había tenido una época muy buena compartiendo piso con Alissa y con Elinor, pero ambas amigas se habían casado, habían formado sus familias y se habían ido a vivir al extranjero. Evidentemente, no se veían muy a menudo. En una de las visitas que Lindy les había hecho a Elinor y a Jasim en su casa de campo, se había enamorado perdidamente de la Naturaleza. En cuanto había encontrado un alquiler que había podido pagar, se había lanzado y había dejado la ciudad. Ahora vivía en una pequeña casa de campo situada en un extremo de una gran propiedad, se ganaba la vida con cosas que le gustaban, como plantar lavanda y rosas y fabricar velas y popurrí artesanales que vendía bastante bien por Internet.
Cuando su cuenta bancaria así se lo exigía, aceptaba trabajos de media jornada, pero real-mente dedicaba casi todo su tiempo libre a ayudar en el refugio de animales de la zona. Se había llevado a casa a dos perros a los que había bautizado Samson y Sausage.
Sus amigos le solían decir que estaba tirando su juventud por la borda, pero ella era feliz en aquella casa, llevando una vida sencilla que le permitía necesitar poco dinero para vivir y tener mucho tiempo para ella misma y para los demás.
Por supuesto, en todos los paraísos hay una serpiente. La suya era Atreus Dionides, el nuevo y multimillonario propietario de Chantry House, una fabulosa mansión georgiana que era una joya y que tenía una finca maravillosa. Por su culpa, Lindy no podía vagar por ahí como se le antojara. La única vez en la que se habían visto, había sido tan humillante, que se estaba planteando la posibilidad de irse.
– ¿Seguro que no te importa cuidar a Pip? -le preguntó Ben por enésima vez mientras se dirigía a la puerta.
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