Iris Johansen
Segunda Oportunidad
GREENBRIAR, CAROLINA DEL NORTE
– No quería hacerlo. -Las lágrimas se deslizaban por las me-jillas de Nell-. Por favor, mamá. Lo tenía en la mano y se me ha caído.
– Te he dicho infinidad de veces que no toques mis co-sas. Tu padre me regaló este espejo en Venecia. -Los labios de su madre se tensaron con furia al mirar el mango roto del espejo, repujado y decorado con perlas incrustadas-. Nun-ca, nunca volverá a quedar igual.
– Sí, lo arreglaré. Te lo prometo. -Nell extendió la mano para cogerlo-. No se ha roto la luna, sólo el mango. Lo pe-garé y volverá a quedar exactamente como antes.
– Lo has destrozado. ¿Y se puede saber qué hacías en mi habitación? Le dije a la abuela que no te dejara entrar.
– Ella no lo sabía. No ha sido culpa suya. -Hablaba en-trecortadamente, sollozando-. Sólo he entrado para… que-ría ver… he hecho esta diadema con madreselva del jar-dín y…
– Ya lo veo. -Tocó desdeñosamente las florecillas que Nell llevaba en el pelo-. Estás ridícula. -Le puso el espejo ante el rostro-: ¿Era esto lo que querías ver? ¿Lo ridícula que estás?
– He pensado que estaría… bonita.
– ¿Bonita? Mírate. Eres gorda y vulgar, y siempre se-rás así.
Mamá estaba en lo cierto. La niña que la miraba desde el espejo era llenita, y tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Las delicadas flores de brillante color amarillo que Nell había encontrado tan bonitas tenían ahora un aspecto lamentable y deslucido sujetas con horquillas entre sus desordenados ca-bellos castaños. Al ponérselas, sólo había logrado afearlas.
– Lo siento, mamá -susurró.
– ¿Es necesario que le hables así, Martha? -La abuela es-taba de pie en la puerta-. Sólo tiene ocho años.
– Ya es hora de que afronte la realidad. Nunca será otra cosa que un ratoncillo feo. Es lo que le ha tocado ser, y debe asumirlo.
– Todos los niños son guapos -dijo la abuela-. Y que ahora sea un poco llenita no significa que vaya a ser siem-pre así.
La madre volvió a acercar el espejo ante el rostro de la niña.
– ¿Crees que la abuela tiene razón, Nell? ¿Eres guapa?
Nell desvió la mirada hacia un lado para evitar verse re-flejada.
La madre se volvió hacia la abuela.
– Y no quiero que le llenes la cabeza con fantasías e histo-rias de hadas. Los patitos feos no se convierten en cisnes. Los niños vulgares crecen y se convierten en adultos vulgares. Nell tendrá que contentarse con ser educada, aseada y obe-diente para que la acepten. -Cogió a Nell por los hombros y la miró directamente a los ojos-. ¿Lo has entendido, Nell?
Lo había entendido. Por «aceptada», mamá quería decir ser querida. Nunca sería bonita como mamá; por lo tanto, debería conseguir que la quisieran haciendo sumisamente todo cuanto le mandaran hacer.
Asintió, moviendo nerviosamente la cabeza. Su madre la soltó, cogió su maletín de encima de la cama y se dirigió hacia la puerta.
– Tengo una reunión dentro de veinte minutos y me es-tás haciendo llegar tarde. No vuelvas a entrar nunca más en esta habitación. Nunca más. -Luego, lanzó una mirada de reproche a la abuela-: No puedo entender cómo no la vigi-las más de cerca.
Y se fue. La abuela extendió los brazos hacia Nell. Que-ría consolarla, curar sus heridas; y Nell necesitaba ir hacia ella, llorar sobre su hombro. Pero, antes que eso, había una cosa que debía hacer.
Se acercó al tocador y recogió cuidadosamente los peda-zos del espejo. Los pegaría uno a uno, con gran esmero, para que nadie pudiera saber que se había roto. Tenía que demostrar que era muy aplicada. Tenía que portarse muy bien.
Porque era un patito feo.
Y nunca se convertiría en un cisne.
4 DE JUNIO, ATENAS
Tanek no estaba de buen humor. Conner lo adivinó nada más verlo salir a zancadas del recinto de la aduana. El sem-blante de Nicholas Tanek era impasible, pero Conner lo conocía lo suficiente para poder leer en sus movimientos. Su fuerza y su presencia nunca pasaban desapercibidas, pero su impaciencia jamás era evidente.
«Vale más que sea una diana», le había dicho Nicholas Tanek.
No podía asegurar que lo fuera, pero era todo lo que Conner tenía.
Se le acercó, procurando mostrarse relajado, y forzó una sonrisa:
– ¿Has tenido un vuelo agradable?
– No. -Tanek se dirigió hacia la salida-. ¿Está Reardon en el coche?
– Sí. Llegó de Dublín ayer por la noche. -Hizo una pau-sa-. Pero no puede ir a la fiesta contigo. Sólo he podido ha-cerme con una invitación.
– Te dije dos invitaciones.
– No lo entiendes.
– Lo que entiendo es que si resulta ser realmente un atentado, estaré al descubierto. Y también entiendo que te pago para que hagas lo que te digo.
– La fiesta es en honor de Antón Kavinski, y las invi-taciones fueron enviadas hace tres meses. ¡Es el presidente de un estado ruso, por el amor de Dios! Me ha costado una fortuna conseguir siquiera una sola -y rápidamente aña-dió-: Y quizá no necesites a Reardon. Ya te dije que la in-formación puede no ser del todo exacta. Nuestro hombre sólo encontró un mensaje del ordenador del cuartel general de la DEA* que decía que era posible que se produjera el atentado en la fiesta que se va a celebrar en la isla de Medas.
– ¿Eso es todo?
– Y la lista de nombres.
– ¿Qué tipo de lista?
– Los nombres de seis invitados. Ninguno al que poda-mos relacionar con las drogas, excepto uno de los guardaes-paldas de Kavinski y Martin Brenden, el hombre que organiza la fiesta. Uno de los nombres está marcado con un círculo. Una mujer.
– ¿Qué te hace pensar que es una lista de posibles víctimas?
– La tinta. Es azul. Nuestro hombre tiene la teoría de que las órdenes de Gardeaux llevan un código de color que señala la acción que se va a tomar.
– ¿Una teoría? -La voz de Tanek sonaba peligrosamente suave-. ¿Me habéis hecho venir por una teoría?
Conner se humedeció los labios.
– Me dijiste que te comunicara cualquier cosa que tuvie-ra relación con Gardeaux.
El solo hecho de mencionar a Philippe Gardeaux tuvo el efecto deseado y contuvo el mal humor de Tanek, compro-bó Conner con satisfacción. Sabía perfectamente que no ha-bía esfuerzo demasiado grande ni acción demasiado peque-ña si estaba relacionada con Gardeaux.
– Vale, tienes razón -dijo él-. ¿Quién envió ese mensaje?
– Joe Kabler, el jefe de la DEA, tiene un informador a sueldo en el entorno de Gardeaux.
– ¿Podemos conseguir el nombre de ese informador?
Conner sacudió la cabeza.
* Siglas de Drug Enforcement Administration, agencia del gobier-no de EE.UU. para la lucha contra la droga. (N. de la T.)
– Estoy en ello, pero, por ahora, sin suerte.
– ¿Y qué va a hacer Kabler con esta lista?
– Nada.
Tanek lo miró fijamente.
– ¿Nada?
– Kabler cree que es una lista de candidatos para so-bornos.
– ¿Él no cree en la teoría de «la mortal tinta azul»? -in-quirió Tanek, sarcástico.
Conner lanzó un leve suspiro de alivio cuando llegaron al Mercedes. Valía más dejar el asunto en manos de Reardon; él y Tanek eran almas gemelas.
– Reardon tiene la lista en el coche. -Rápidamente, le abrió la puerta trasera-. Habla con él mientras os llevo al hotel.
* * *
– ¿Qué hay, vaquero? -Resultaba chocante oír a Jamie Rear-don imitar el deje del oeste con su marcado acento irlan-dés-. Veo que has dejado las botas en casa.
Nicholas Tanek sintió otra ligera punzada de impacien-cia al entrar en el coche.
– Debería haberlas traído. Nada como unas buenas botas para dar patadas en el culo.
– ¿En el mío o en el de Conner? -preguntó Jamie-. Debe ser el de Conner. Nadie querría herir mi venerable culo.
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