Cherise Sinclair
Club Shadowlands
1° de la Serie Maestros de Shadowlands
Club Shadowlands (2010)
Jessica Randall salió a toda prisa de la zanja llena de agua, su corazón martilleando. La gélida lluvia acuchillaba a través de la noche oscura, mojando su cara y su ropa. Sin aliento, se arrodilló en el barro, sorprendida de haber llegado a la orilla en una sola pieza. Miró por encima del hombro y se estremeció. A los caimanes les gustaba frecuentar los canales de Florida. Unos instantes más y podría haber sido… Ahogó el pensamiento con un estremecimiento.
Con las manos temblorosas, se refregó el agua de la cara y se puso de pie.
Cuando el miedo disminuyó, miró a través de la oscuridad y apenas pudo ver su coche. Pobre Taurus, la parte frontal estaba bajo el agua turbulenta alrededor del capot.
– Volveré por ti. No te preocupes -le prometió, -sintiendo como si estuviera abandonando a su bebé.
Una vez en el estrecho camino rural, se apartó el pelo enredado de la cara y miró a cada lado. Oscuridad y oscuridad. Maldita sea, ¿por qué no podría haber tenido un accidente justo frente al jardín de alguien? Pero no, la casa más cercana era probablemente la que había pasado cerca de un kilómetro y medio atrás. Se dirigió hacia allí, deteniéndose para mirar al charco de agua donde su coche se había patinado justo al lado del camino. El armadillo, por supuesto, había seguido de largo. Al menos no lo había golpeado.
Con la cabeza baja, caminó por el asfalto hacia la casa, mojándose cada vez más. Con suerte ella no se tropezaría con algo en la oscuridad. Romperse la pierna sería el colmo de un día que había sido un desastre de principio a fin.
Primer error: arreglar un encuentro en un punto a mitad de camino en su primera cita, cuando el hombre vivía a kilómetros y kilómetros de Tampa.
Seguramente él no había valido la pena el viaje. Ella habría encontrado más emoción en la auditoría de las cuentas comerciales. Por otro lado, él no había parecido todo lo impresionado para su bien. Ella hizo una mueca. Había reconocido la mirada en sus ojos, la que decía que él realmente quería una mujer alta y delgada, tipo Angelina Jolie, sin importar que su foto publicada la reflejaba con bastante exactitud: una pequeña Marilyn Monroe.
Hasta ahora, ella tendría que decir que encontrar un tipo a través de Internet que había seleccionado justo en un acceso directo de una parte remota del país, era su segundo error del día.
La tía Eunice siempre juraba que las cosas pasaban de tres en tres. Así que frenar por un armadillo podría considerarse como su tercer error, ¿o había otro desastre al acecho en su futuro cercano?
Se estremeció cuando el viento aulló a través de los palmitos y aplastó su ropa empapada contra su cuerpo frío. No se podía detener ahora. Obstinadamente, puso un pie delante del otro, sus zapatos encharcados aplastándose a cada paso.
Una eternidad después, vio un rayo de luz. El alivio se precipitó a través de ella al llegar a un camino salpicado de luces colgantes. Sin duda, quien vivía aquí le permitiría quedarse hasta que pase la tormenta. Caminó a través de las ornamentadas puertas de hierro, siguiendo la línea de palmeras del camino de céspedes verdes, hasta que finalmente llegó a una mansión de piedra de tres pisos. Linternas negras de hierro forjado iluminaban la entrada.
– Bonito lugar -murmuró. Y un poco intimidante. Se miró a sí misma para comprobar los daños. El lodo y la lluvia manchaban sus pantalones de diseño y su blanca camisa abotonada, apenas una imagen adecuada para una conservadora contadora. Se veía más como algo en lo que incluso un gato se negaría a arrastrarse.
Temblando con fuerza, se cepilló la tierra e hizo una mueca, ya que sólo se manchaba peor. Levantó la vista hacia las enormes puertas de roble que custodiaban la entrada. Un pequeño timbre en forma de un dragón brillaba en el panel lateral de la puerta, y ella lo presionó.
Segundos más tarde, las puertas se abrieron. Un hombre, demasiado grande y desagradable como una encarnizada pelea con un Rottweiler, la miró.
– Lo siento, señorita, llega demasiado tarde. Las puertas están cerradas.
¿Qué diablos significaba eso?
– P-por favor -dijo, tartamudeando por el frío. -Mi coche está en una zanja, y yo estoy empapada, y necesito un lugar para secarme y llamar a la ayuda. -Pero, ¿realmente quería entrar con este tipo de aspecto aterrador? Luego se estremeció con tanta fuerza que sus dientes resonaron, y su decisión estaba tomada. -¿Puedo entrar? ¿Por favor?
Él frunció el ceño, su huesuda cara brutal a la luz amarilla de la entrada.
– Tendré que consultarlo con el Maestro Z. Espere aquí. -Y el cabrón le cerró la puerta, dejándola en el frío y la oscuridad.
Jessica se abrazó a sí misma, aguantando miserablemente, y finalmente la puerta se abrió de nuevo. Otra vez la bestia.
– Muy bien, entre.
El alivio le trajo lágrimas a los ojos.
– Gracias, oh, gracias. -Pasando a su alrededor antes de que él pudiera cambiar de opinión, ingresó a una pequeña sala de estar y se estrelló contra un cuerpo sólido. -Oomph, -resopló.
Firmes manos la agarraron por los hombros. Ella sacudió su pelo mojado de los ojos y miró hacia arriba. Y arriba. El tipo era grande, un buen metro noventa, los hombros lo suficientemente amplios como para bloquear la habitación contigua.
Él se rió entre dientes, sus manos suavizando el agarre sobre sus brazos.
– Ella está congelada, Ben. Molly dejó un poco de ropa en el cuarto azul, envía a alguna de las subs.
– Muy bien, jefe. -El bruto… Ben… desapareció.
– ¿Cómo te llamas? -La voz de su nuevo anfitrión era profunda y oscura como la noche afuera.
– Jessica. -Ella se apartó de su agarre para obtener una mejor visión de su salvador. Lacio pelo negro, plateado en las sienes, apenas tocando el cuello. Moreno, ojos de color gris con líneas de risa en las esquinas. Un rostro delgado, duro con la sombra de una barba añadiendo un toque de aspereza. Vestía pantalones negros hechos a medida y una camisa de seda negra que delineaba los fuertes músculos debajo. Si Ben era un Rottweiler, este tipo era un jaguar, elegante y mortal.
– Siento haber molestado… -comenzó.
Ben volvió a aparecer con un puñado de prendas de vestir doradas que se las arrojó a ella.
– Aquí tienes.
Ella tomó las prendas, sosteniéndolas alejadas para evitar que toquen la tela mojada.
– Gracias.
Una leve sonrisa se arrugó en las mejillas del jefe.
– Tu gratitud es prematura, me temo. Este es un club privado.
– Oh. Lo siento. -¿Y ahora qué iba a hacer?
– Tienes dos opciones. Puedes sentarte aquí, en la entrada con Ben hasta que pase la tormenta. El pronóstico indica que los vientos y la lluvia se calmarán alrededor de las seis más o menos por la mañana, y no conseguirás que una grúa atraviese por estos caminos rurales hasta entonces. O puedes firmar papeles y unirte a la fiesta de esta noche.
Miró a su alrededor. La entrada era una pequeña habitación con un escritorio y una silla. Sin calefacción. Ben le dirigió una mirada severa.
¿Firmar algo? Ella frunció el ceño. Por otra parte, en este feliz mundo demandante, cada lugar hacía que una persona firme un descargo, incluso para asistir a un gimnasio. Así que se podía sentar aquí toda la noche. O… estar con gente divertida y calentarse. Ni pensarlo. -Me encantaría participar de la fiesta.
– Tan impetuosa, -murmuró el jefe. -Ben, dale los papeles. Una vez que los haya firmado, o no, podrá utilizar el vestidor para secarse y cambiarse.
– Sí, señor. -Ben hurgó en una caja de archivos sobre el escritorio y sacó unos papeles.
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