En 1934, Christiane Ritter emprende un viaje en barco desde Hamburgo hasta la isla ártica de Spitsbergen, donde la espera su marido. A centenares de kilómetros de la población más cercana, y sin ningún tipo de equipamiento moderno, los dos, con la única compañía de un joven arponero noruego, se disponen a pasar todo un año en una minúscula cabaña situada junto a un fiordo solitario.
La noche polar acecha. Las condiciones del refugio son precarias; el frío, extremo. Sin embargo, y pese a las adversidades, Christiane pronto se descubre fascinada por la abrumadora belleza del paisaje y el reto de la supervivencia cotidiana. Aquel lugar «donde el cielo toca la Tierra» la acerca más que nunca a sus propios límites y al verdadero sentido de la existencia.
LA LLAMADA DEL ÁRTICO
Vivir en una cabaña en el Ártico había sido desde siempre el sueño de mi marido. Cada vez que fallaba algo en nuestro hogar europeo, cuando había un cortocircuito, se rompía una cañería o simplemente nos subían el alquiler, su respuesta era siempre que esas cosas no sucedían en una cabaña en el Ártico.
Finalmente, tras participar en una expedición científica, mi marido se quedó a pasar el invierno en Spitsbergen, donde se dedicó primero a pescar en las aguas gélidas desde su cúter, y más tarde, cuando todo se congeló definitivamente, a hacer de trampero y cazar animales por su pelaje en tierra firme. «Déjalo todo y vente conmigo al Ártico», me decía en las cartas y telegramas que llegaban del norte lejano.
Pero como para todos los centroeuropeos de la época, el Ártico era para mí sinónimo de frío glacial y de una soledad inevitable. No lo seguí de inmediato.
Sin embargo, poco a poco, los diarios que llegaban cada verano procedentes del norte lejano empezaron a fascinarme. Estos hablaban de travesías por el hielo para encontrar agua, de los animales y del encanto de la naturaleza salvaje, de la extraña luz que iluminaba el paisaje, pero también de la extraña luz que iluminaba el propio yo en la gran lejanía de la noche polar. En aquellos apuntes no se mencionaban casi nunca el frío ni la oscuridad, ni tormentas ni fatigas.
Imaginaba la pequeña cabaña bajo una luz cada vez más favorable. Era ama de casa y no tenía necesidad de acompañarlo en sus peligrosos periplos invernales. No, podía quedarme junto a la cálida chimenea del refugio y tejer calcetines, pintar desde detrás de la ventana, leer gruesos tomos con toda la tranquilidad del mundo y, desde luego, dormir a placer.
En mi fuero interno fui madurando la decisión de aventurarme a pasar un invierno en el norte. Me preparé con gran aparato, dispuesta a plantarme en el Ártico perfectamente equipada y a presenciar los acontecimientos y la belleza ignota de la noche polar como desde un cine climatizado. Madres, abuelas y tías tejieron prendas cálidas; padres, tíos y hermanos me regalaron lo último en equipamiento para el frío. Aun así, insistieron una y otra vez en que la idea de que una mujer se marchara al Ártico era un absoluto disparate.
En esas llegó la carta que mi marido me había mandado a inicios de la primavera:
Espero que cumplas con tu promesa y este año te vengas para acá. He alquilado un pequeño refugio en la costa norte de Spitsbergen para el invierno próximo. Al parecer se trata de una cabaña sólida y bien construida. Y no te sentirás totalmente sola: en el extremo noroeste de la costa, a unos noventa kilómetros, vive todavía un viejo sueco, un cazador. En primavera, cuando regrese la luz pero el mar y los fiordos sigan aún congelados, podremos ir a visitarlo.
Aparte de tus botas de esquiar, no hace falta que traigas nada más. En la cabaña hay ya esquís y demás pertrechos de un compañero que vivió aquí antes. De las provisiones y del resto de las cosas necesarias para pasar el invierno, ya me encargo yo.
No traigas nada más que a ti misma y una mochila que puedas cargar cómodamente. Se nos ofrecen unas condiciones de viaje muy favorables. Nøis, un cazador, nos llevará a remo desde la bahía de Adviento y a través del Eisfjord, el fiordo de Hielo. Luego, tiene aún intención de acompañarnos a través del glaciar en un trineo tirado por perros, y a partir de ahí proseguiremos el camino en solitario, a través del fiordo de Wijde, siempre adelante. Desde luego, tendremos que cruzar varios ríos glaciales, pero en unas dos semanas estaremos en nuestra residencia de la costa norte.
Mándame un telegrama en cuanto sepas en qué barco vas a llegar. Entonces radiotelegrafiaré a tu embarcación con todas las instrucciones para tu desembarco.
P. S. Si todavía tienes sitio en la mochila, trae por favor pasta de dientes suficiente para dos personas durante todo un año y agujas de coser.
Apenas unas horas después de la llegada de la carta, ya me había provisto de un pasaje y había telegrafiado a mi marido con el nombre y la fecha de partida de mi barco. Solo entonces dejé que me invadiera la consternación por no poder llevarme nada. ¡Con la de cosas que había preparado! Aparte de todo el equipo para la expedición, tenía también a punto un edredón y calentadores, libros y cuadernos, cajas de pinturas y películas, levadura y todo tipo de especias, además de lana e hilo de zurcir. ¿Qué no iba a necesitar para pasar un año entero en el desierto ártico junto a un hombre que solo Dios sabía cuánto se había asilvestrado en los últimos años...?