Lucy Gordon
Venganza entre las sabanas
Venganza entre las sábanas (2009)
Título original: Veretti's dark vengeance (2009)
ERÁ castigada por lo que ha hecho. ¡Voy a asegurarme de ello aunque me lleve lo que me queda de vida!
Salvatore Veretti le dirigió una última mirada de odio a la fotografía que tenía en la mano antes de retirar su silla e ir hacia la ventana con vistas a la laguna veneciana, donde el sol de la mañana era claro e iluminaba el cielo azul profundo, añadiendo resplandor a las diminutas olas que se reían y ondulaban contra los barcos.
Se situaba junto a esa ventana cada mañana, saboreando la belleza de Venecia, preparándose para afrontar el día que tenía por delante. Había dinero que ganar, críticas que silenciar y enemigos que vencer de una forma u otra. Pero también estaba ese momento de paz y belleza y la fuerza que le daba.
Belleza. Esa idea le hizo volver a centrar su atención en la fotografía. Mostraba a una mujer, no sencillamente hermosa, sino físicamente perfecta: alta, esbelta y exquisitamente proporcionada. Cualquier hombre lo diría, ya que ese cuerpo se había creado cuidadosamente para complacer a los hombres, para ser juzgado por ellos.
Salvatore, bien preparado para juzgar al género femenino después de haber tenido a muchas de ellas desnudas en su cama, había estudiado a ésa en concreto con detenimiento antes de dejar que su odio estallara. Ahora estaba mirando de nuevo la imagen, estimando sus muchas maravillas, y asintiendo como si lo que veía fuera exactamente lo que se había esperado.
Pero sus fríos y hermosos rasgos masculinos no se suavizaron. Si acaso, se hicieron más severos mientras sus ojos vagaban por la magnífica silueta que apenas quedaba cubierta por el diminuto biquini negro; esos lozanos pechos, esas piernas infinitas, ese trasero tan bien formado.
Todo calculado, pensó. Cada centímetro había sido cuidadosamente tallado, cada movimiento estudiado de antemano, todo planeado para inflamar el deseo masculino y, con ello, proporcionarle dinero a la dueña de ese cuerpo. Y ahora ella tenía el dinero que había planeado conseguir. O eso creía.
«Pero yo también puedo hacer cálculos», pensó él. «Como estás a punto de descubrir. Y cuando tus armas demuestren ser inútiles contra mí… ¿qué harás?».
Se oyó un pitido desde su escritorio y la voz de su secretaria dijo:
– El signor Raffano está aquí.
– Dile que pase.
Raffano era su consejero financiero, además de un viejo amigo. Lo había citado en su despacho en el palazzo Veretti para discutir unos asuntos urgentes.
– Tenemos más noticias -dijo Salvatore, ya sentado y de manera cortante mientras, le indicaba al hombre que tomara asiento.
´-¿Quieres decir además de la muerte de tu primo? -preguntó el hombre con cautela.
– Antonio era el primo de mi padre, no mío -le recordó Salvatore-. Siempre fue un poco criticón y dado a cometer estupideces sin pensar en las consecuencias.
– Se le conocía como un hombre al que le gustaba pasárselo bien -dijo Raffano-. La gente decía que con ello demostraba que era un auténtico veneciano.
– Eso es un insulto para todos los venecianos. No hay muchos con su insensata indiferencia por todo lo que no fuera su propio placer. Él se gastaba el dinero, se lo bebía todo y se acostaba con mujeres sin importarle el resto del mundo.
·He de admitir que debería haberse responsabilizado más de la fábrica de cristal.
– Pero en -lugar de eso, lo puso todo en manos de su administrador y se esfumó para divertirse.
– Probablemente lo más inteligente que pudo haber hecho. Emilio es un representante brillante y dudo que Antonio hubiera podido dirigir ese lugar igual de bien. Recordemos lo mejor de él. Era popular y se le echará de menos. ¿Traerán su cuerpo a casa para que se le en-tiene? -preguntó Raffano.
·No, tengo entendido que el funeral ya se ha celebrado en Miami, donde vivió estos dos últimos años -dijo Salvatore-. Es su viuda la que vendrá a Venecia.
– ¿Su viuda? -preguntó Raffano-. ¿Pero estaba…?
– Al parecer lo estaba. Hace poco compró la compañía de una mujerzuela frívola que no se diferenciaba de muchas otras que habían pasado por su vida. No me queda la menor duda de que le pagó bien, pero ella quería más. Quería casarse para, en su debido tiempo, poder heredar su fortuna.
– Juzgas a la gente con demasiada rapidez, Salvatore. Siempre lo has hecho.
– Y tengo razón.
– No sabes nada de esa mujer.
– Sé esto -y con un brusco movimiento, Salvatore tiró la fotografía de la mesa.
Raffano silbó mientras la recogía del suelo.
– ¿Es ella? ¿Estás seguro? Es imposible verle la cara.
No, es por esa enorme pamela, pero ¿qué importa la cara? Fíjate en el cuerpo.
·-Un cuerpo para encender a un hombre de deseo -asintió Raffano-. ¿Cómo la has conseguido?
– Un amigo común se encontró con ellos hace un par de años. Creo que los dos se acababan de conocer y mi amigo les sacó una foto y me la envió con una nota que decía que esa chica era «el último caprichito» de Antonio.
– Lo único que se ve es que debían de estar en la playa -dijo Raffano.
– El sitio perfecto para ella -añadió Salvatore secamente-. ¿Dónde, si no, podría lucir sus caros encantos? Después se lo llevó a Miami y lo convenció para que se casara con ella.
– ¿Cuándo se celebró la boda?
– No lo sé. Hasta aquí no llegó ninguna noticia, algo de lo que, probablemente, se encargó ella. Debía de saber que, si la familia de Antonio se enteraba de lo de la boda, la habría impedido.
– Me pregunto cómo -señaló Raffano-. Antonio ya había cumplido los sesenta, no era un adolescente que obedeciera vuestras órdenes.
– Yo la habría impedido, te lo prometo. Hay formas.
– ¿Formas legales? ¿Formas civilizadas? -preguntó Raffano, mirándolo con curiosidad.
– Formas efectivas -respondió Salvatore con una severa sonrisa-. Créeme.
– Eso seguro. Nunca dudaría que puedes hacer cosas sin escrúpulos.
– ¡Qué bien me conoces! Sin embargo, la boda se celebró. Debió de ser en el último minuto, cuando ella vio que Antonio se acercaba al final y actuó con rapidez para asegurarse una herencia.
– ¿Estás seguro de que se ha celebrado el matrimonio?
– Sí, lo sé por los abogados de ella. La signora Helena Veretti, como ella se hace llamar ahora, está a punto de llegar para reclamar lo que considera suyo.
Ese frío y sardónico tono de su voz impactó a Raffano, a pesar de estar acostumbrado.
– Es obvio que te molesta -dijo-. La fábrica nunca se le habría tenido que dejar a Antonio en primer lugar. Siempre se dio por sentado que sería para tu padre…
– Pero mi padre estaba ocupado enfrentándose a muchas deudas en ese momento y mi tía abuela pensó que estaba haciendo lo más sensato al dejársela a Antonio. Y me pareció bien. Él era parte de la familia, pero esta mujer no es de la familia y no permitiré ver cómo la propiedad de los Veretti cae en sus codiciosas manos.
– Te será muy difícil oponerte al testamento si ella es su esposa legal, por muy reciente que sea el matrimonio.
Una aterradora sonrisa se reflejó en el rostro de Salvatore.
– No te preocupes -dijo-. Como has dicho, sé cómo actuar sin escrúpulos.
– Haces que parezca una virtud.
– Puede ser.
– De todos modos, ten cuidado, Salvatore. Sé que has tenido que ser despiadado desde que eras muy joven para salvar a tu familia del desastre, pero a veces me pregunto si estás yendo demasiado lejos para tu propio bien.
– ¿Para mi propio bien? ¿Cómo puede hacerme daño ser firme?
·Convirtiéndote en un tirano, en un hombre temido pero nunca amado, y como consecuencia, en un hombre que acabará sus días salo. No te diría esto si no fuera tu amigo.
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