Marion Lennox
Por un juramento
Por un juramento (2000)
Título original: Bachelor cure (1999)
Serie: 3º Prescripciones
Mike Llewellyn se apartó los rizos oscuros de los ojos y miró a su alrededor con desesperación. Las montañas donde vivía siempre le habían parecido sus amigas y Dios sabía que necesitaba amigos en ese momento. Los delgados hombros le temblaron y apretó las manos, convirtiéndolas en puños indefensos.
Dieciséis años eran pocos años para tener que enfrentarse a algo así. El doctor había llegado, pero Mike sabía en el fondo de su corazón que era demasiado tarde. Sus palabras se le repetían una y otra vez en la mente.
«Tendrías que haberme llamado antes, niño estúpido. ¿No te das cuenta de que tu madre se está muriendo?»
Sí. Lo sabía, y la acusación era injusta. Había llamado una y otra vez, pero la mujer del doctor no le había servido de gran ayuda.
«Ha salido. Es todo lo que sé. No me preguntes dónde está. No está, punto.»
Después de decenas de llamadas desesperadas, todo el distrito había comenzado a buscar, pero los vecinos sabían lo que estaría haciendo el doctor. Seguro que estaba con una mujer que no era su esposa, y seguro que estaba borracho. El único médico del valle no tenía intención de que lo encontraran.
Finalmente, el doctor había llegado lleno de borracha fanfarronería, diciendo que había tenido la radio encendida todo el tiempo y nadie lo había llamado.
¡Mentiroso!
«¡Es un mentiroso!», le dijo Mike a las montañas y lágrimas de frustración y furia le velaron los ojos.
En ese momento se hizo una promesa silenciosa.
Fue un juramento hecho a las montañas nada más, pero estaba decidido a cumplirlo durante el resto de su vida.
«Seré médico», juró. «Seré el mejor doctor que pueda y volveré aquí a trabajar. Y eso es lo que haré. Ninguna mujer interferirá jamás con mi trabajo. Nadie volverá a morir de esta manera en este sitio, si yo puedo evitarlo, pase lo que pase ahora».
Había una chica con zapatos de tacón de aguja en el suelo del granero de Henry Wescott. Mejor dicho, estaba echada bajo la cerda de Henry Wescott.
Mike se había encontrado con el coche de la policía en la tranquera.
– Hay alguien merodeando en la granja de Henry -le había dicho el sargento secamente-. Jacob vio la luz desde su casa. ¿Quieres apoyarnos, servir de refuerzo?
Lo cierto era que no quería. Jacob era un tonto fanático de las armas y la sola idea de hacer causa común con él le revolvía el estómago. Sin embargo, el sargento Morris era el único policía del distrito y muchas veces había ayudado a Mike en el pasado. Entrar en una granja abandonada en busca de ladrones era arriesgado y aunque Jacob tenía aspecto de duro, si surgía algún peligro serio, saldría corriendo.
Así que había ido, dejando a Strop al cuidado de su adorado Aston Martin. Pero…
Esperaban encontrarse ladrones, o incluso al mismo Henry, pero ciertamente que no se esperaban eso.
La chica estaba echada en la paja con el brazo metido hasta el codo en la cerda. Era joven, por su aspecto tendría alrededor de veinte años, era de complexión pequeña y de aspecto apasionado.
¿Apasionado?
Sí. Decididamente apasionada. Era prácticamente toda roja. Llevaba una diminuta y ajustada falda escarlata. Las esbeltas piernas estiradas detrás de ella en la paja estaban enfundadas en medias de color carne con una costura roja y llevaba zapatos de aguja rojos. Llevaba una blusa blanca, pero sus llameantes rizos le caían por los hombros y se la cubrían casi totalmente, así que lo que más se veía era piernas y rojo.
Mike no podía verle la cara. La tenía apoyada contra la paja y el resto de ella estaba escondida por el animal. ¿Qué diablos…?
– De acuerdo. La tengo cubierta. Levántese despacio y luego levante las manos por encima de los hombros.
Contrariamente a Mike y el sargento Morris, Jacob sabía perfectamente qué hacer porque lo había visto en la tele. Iba con la idea de encontrar criminales y no cambiaría de opinión tan fácilmente.
– Cuidado -le había dicho el sargento antes de abrir de golpe la puerta del granero-. Puede que estén armados -así es que Jacob estaba preparado.
– Ni se te ocurra sacar un arma -ladró, agitando su rifle en dirección de la cerda y los increíbles zapatos rojos-. Arroja el revólver.
– Jacob -dijo Mike débilmente-. Cállate.
Fue el primero en moverse. La chica había estado usando una lámpara de queroseno para iluminarse, pero el sargento Morris tenía una poderosa linterna con la que inundaba todo el granero de luz.
Ella miraba hacia el otro lado. Mike se acercó y se puso en cuclillas a su lado para verla mejor. Tenía una cara hermosa, con fantástica piel blanca, enormes ojos verdes y una raya de carmín del mismo color de esos ridículos zapatos. Y estaba contorsionada por el dolor.
Junto a ella, un cubo de agua jabonosa que indicaba lo que estaba haciendo. ¡Ay! Mike hizo una mueca de dolor. Pobrecita.
Mike había ido a la granja esa noche porque Henry Wescott había desaparecido, probablemente había muerto. Sabía lo mucho que Henry quería a su cerda Doris y lo menos que podía hacer por el pobre viejo era ir a ver cómo se encontraba el animal. Había visitado a Doris la noche anterior y sabía que le faltaba poco.
Así que los cochinillos estaban en camino, por así decirlo. Volvió a hacer una mueca de dolor. Levantó el cubo y vertió suavemente agua jabonosa sobre el brazo de la chica mientras ella metía la mano en la vagina del animal.
Ella emitió un gruñido que pareció de gratitud. Sacó el brazo unos centímetros para recibir un poco más de lubricación y lo volvió a meter inmediatamente. El cuerpo del cerdo se movió y la chica lanzó un sollozo de dolor.
¡Infiernos!
No fue necesario que le dijera lo que sucedía. El vientre de la cerda estaba tan hinchado, que tenía que haber más de media docena de cochinillos intentando salir. Pero algo obstruía el canal. La chica lo trataba de despejar y no era raro que estuviera sufriendo. Cada vez que la cerda tenía una contracción, unos poderosos músculos le apretujaban a ella el brazo con una fuerza insoportable.
Pero no le importaba. Lo único que le interesaba en ese momento era la cerda. Sufría tremendo dolor y seguro que oía las amenazas de Jacob, pero se concentraba en una sola cosa: despejar el paso a los cerditos.
No había nada que Mike pudiese hacer para ayudarla. Desde luego que no había espacio para que los dos metiesen el brazo.
– Dime lo que pasa -le dijo con urgencia, con la cara casi tocando la de la chica-. ¿Cuál es el problema?
– Hay un cerdito encajado -la voz iba perfectamente con su cara. Estaba exhausta y llena de dolor, pero era dulce y armoniosa y… ¡fantástica!
– ¿Lo sientes?
A Doris le sobrevino una contracción y su enorme cuerpo se puso tenso, sacudiendo a la chica de costado.
– No puedes hacer esto -dijo él salvajemente y la tomó de los hombros para sacarle el brazo. ¡Diablos, le rompería el hueso!
– No, no. Siento una pezuña. ¡Déjame! -dijo ella, hundiendo el brazo más-. Más agua -pidió, casi sin aliento.
Mike le echó más agua y agarró la pastilla de jabón para pasársela por la entrada de la vagina. Si tuviera tiempo… tenía lubricantes en el coche…
– Ya lo tengo -susurró ella-. Uno, dos, tres… no me lo arruines ahora. Tengo cuatro pezuñas. Por favor, Doris, no tengas contracción un minuto y déjame que empuje.
– ¿Qué…?
– Hay cuatro pezuñas intentando pasar a la vez y la cabeza está hacia atrás. Está atorado como un corcho. Tengo que empujar…
Otra contracción le sacudió el brazo, haciendo que Tess se moviese por entero. ¡Era tan pequeña!
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