Marion Lennox
Unos Invitados Muy Especiales
Todo el mundo estaba contento en Bay Beach.
Matt se iba a casar con Charlotte, mientras que Erin se quedaría felizmente soltera, cuidando de los cinco niños a quien nadie quería.
Pero entonces fue cuando estalló la bomba de los gemelos.
Matt McKay era uno de los mejores criadores de ganado de Australia. Llegaba tarde, pero no tan tarde como para que Charlotte se enfadara. Había ido a visitar a un amigo al hospital y después de salir de allí, se dirigía a casa de Charlotte para cenar.
También iba a comprometerse.
¿Por qué no?. Charlotte era guapa, se arreglaba bien y era una compañía agradable. Ella entendía, además, sus necesidades en la granja. Conocida como la mejor anfitriona del distrito, había sido leal a Matt durante casi veinte años.
En cuanto a su amigo del hospital, se había quedado recuperándose de una operación de apendicitis, en compañía de su mujer y sus hijos.
La visita le había hecho pensar que en la vida había que comprometerse. El lo había estado evitando hasta entonces, pero era difícil no sentir celos de la vida de Nick. A pesar de que había perdido el apéndice, era un hombre feliz.
Por eso Matt había dado un rodeo para pasar por la joyería.
Y en esos momentos, en la radio, estaban dando un programa sobre el amor, las canas y la confianza eterna.
Matt miró hacia la caja de terciopelo que había dejado en la guantera y decidió dejar a un lado todas sus dudas. Se casaría con Charlotte.
Siempre había estado claro que acabaría pasando y quizá por eso había tardado tanto en pedírselo. Había tenido algunas aventuras en su juventud, pero Charlotte siempre había esperado a que volviera de lo que ella llamaba locuras. Diez años atrás, no había soportado su posesividad. Pero en ese momento…quizá ella tuviera razón. Quizá estaban hechos el uno para el otro y no le importaría tener uno o dos hijos con ella.
Nick era un padre estupendo, decidió Matt, pensando en la familia que había dejado en el hospital. Con dos preciosos niños y otro en camino, Nick y Shanni eran muy felices.
¿Llegarían a serlo también ellos?
¿Querría Charlotte tener hijos?. Charlotte no era una persona muy maternal, pero si tuviera niños, seguro que les enseñaría a ser limpios y prácticos, y a distinguir entre el bien y el mal.
Sin embargo, él no sería un buen ejemplo para sus hijos, se dijo, haciendo una mueca.
El no había sido nunca ningún ángel. De hecho, había sido un niño que le había dado muchos disgustos a su madre.
Pero los niños heredaban los genes de ambos padres. Así que quizá podrían intentarlo.
Ella los educaría en la casa, y él les enseñaría el mundo exterior…que era lo mismo que había vivido él de pequeño.
Así que…
Así que quizá esa noche le pediría por fin que se casara con él. Después de todo, hacía una noche excelente. A excepción de la bomba que estaba a punto de estallar…
En el hogar número tres del orfanato de Bay Beach, las cosas también marchaban muy bien.
Erin Douglas, la encargada de cuidar de aquel hogar, había conseguido acostar a todos los pequeños a las ocho.
Afortunadamente, Marigold, la más pequeña e todos los niños era un bebé muy bueno, que sin duda haría felices a sus padres adoptivos.
Aquella noche, también había conseguido acostar temprano a Tess, de cinco años, y Michael, de ocho, la pareja de hermanos que estaría en el hogar hasta que su madres se recuperara de la enfermedad que la tenía postrada.
Y lo más sorprendente había sido que los gemelos también se habían ido a la cama sin rechistar. De hecho, había ido a verlos diez minutos antes y había comprobado que estaban durmiendo.¡Era increíble!.
Esos merecía ser celebrado con una copa de vino, decidió Erin. Eso de que se acostaran todos tan temprano no ocurría a menudo.
Pero justo antes de abrir la puerta de la nevera, se detuvo, de repente insegura. Era demasiado bueno para ser verdad, pensó, y su intuición le avisó de que algo olía mal en todo aquello. Así que decidió acercarse de nuevo a la habitación de los gemelos a echar un vistazo. Andando de puntillas, llegó hasta la puerta y luego la abrió.
Al parecer, su intuición la había engañado. Los niños estaban apaciblemente dormidos.
¿Qué le habría hecho dudar de ellos?, se preguntó al mirar sus rostros dormidos. ¿Cómo podía alguien dudar de esos preciosos niños?.
Henry y William, de siete años, eran unos niños adorables. Tenía el cabello rizado, del color de una zanahoria roja, y la nariz llena de pecas. Y en esos momentos tenían una expresión angelical.
Aunque ella sabía que esa expresión no reflejaba la realidad. Había motivos sólidos para que los vigilara bien. Su madre no había sido capaz de controlarlos nunca. Así que cuando cumplieron cuatro años, habiéndose quedado sin marido y con otros siete hijos a los que cuidar, había decidido darlos al orfanato para que los criaran.
Tampoco eso había funcionado. Hasta ese momento, todas las parejas que habían intentado adoptarlos, los habían devuelto desesperados. Así que siempre que Erin tenía sitio en su casa, se los dejaban a ella. Erin sabia cómo tratarlos, aunque también a ella le resultara difícil.
Dio un suspiro. ¿Qué iba a hacer con ellos?. Eran unos niños terriblemente revoltosos, aunque al verlos dormidos, no pudo evitar emocionarse. Estaba empezando a encariñarse de ellos.
No deberían estar en un orfanato, ya que necesitaban desesperadamente una madre y un padre a los que querer.
¡Si no fuera porque siempre estaban haciendo trastadas!.
Pero no importaba. En esos momentos estaban dormidos y Erin quería disfrutar e aquel milagro. Volvió a la cocina, se quitó los zapatos y puso los pies en alto para descansarlos.
– De estas ocasiones hay pocas- se dijo, levantando la copa de vino. Me queda por delante una noche estupenda.
En la habitación de Henry y William todo marchaba según lo planeado.
Los gemelos habían atado un hilo desde la puerta de la cocina a la de su habitación. Luego habían atado a Tigger, su juguete favorito al hilo y lo habían puesto de manera que cayera al suelo cuando la puerta de la cocina se moviera.
El plan era perfecto. Cuando Erin saliera de la cocina, Tigger caería al suelo y cuando Tigger cayera al suelo, ellos tendían el tiempo justo para dejar lo que estaban haciendo, agarrar a Tigger, meterlo debajo de las sábanas y apagar la luz antes de que Erin Volviera.
Así que cuando había entrado Erin, toda tranquila, ellos habían simulado estar dormidos.
– Buenas noches, pillines- les había susurrado.
Ellos habían tenido que hacer un gran esfuerzo por no echarse a reír.
Luego, cuando la mujer se había ido, ellos habían agarrado otra vez el hilo y habían vuelo a atar a Tigger para dejarlo en la posición adecuada. Seguidamente habían recuperado lo que había debajo de la cama.
¡Estupendo!.
Pero la bomba no tenía que estallar cuando lo hizo.
El plan era que Henry la llevara fuera de la habitación dentro de su zapatilla. Le daba miedo llevarla en la mano y la zapatilla sería un medio seguro para transportarla. Sus bombas eran unas bolas hechas a mano, llenas de cerillas y petardos, diseñadas para explotar cuando chocaran contra el suelo. Así que sabían lo peligrosas que eran.
Después de llevarla fuera cuidadosamente, el plan era dejarla sobre la valla que separaba el hogar número tres de la casa de los vecinos.
Eran las ocho de la noche, la hora a la que acababan las noticias de la tele. Después de lo cual, los vecinos, Helmut y Valda Cole, dejaban que su perro saliera a dar un paseo.
Pansy, un caniche, nunca iba más allá de unos metros, así que no había peligro de hacerle daño. Pero se asustaría con la bomba y el señor y la señora Cole perderían los estribos. ¡Que era lo más interesante de todo aquello!.
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