Marion Lennox
Un millonario enamorado
Un millonario enamorado (2003)
Título Original: A millionaire for Molly
Sello / Colección: Jazmín 1791
Lionel eligió el peor momento para escapar…
El área de recepción de Bayside Property estaba llena de gente y había mucho ruido. Los empleados de la limpieza se habían quejado de que los perros de una de las propietarias eran peligrosos y no querían acercarse a su terreno. Sophia, una de las propietarias que más apreciaba Molly, estaba furiosa porque hubieran criticado a sus perros. Jackson Baird estaba reunido con el jefe de Molly. Y entonces…
– Lionel se ha escapado -dijo Molly, sin dejar de mirar la caja vacía y con un tono de voz que hizo que todos se callaran-. Angela, ¿has…?
– Solo se la enseñé a Guy. Pasó a tomar café y no se creía que tuvieras una rana en tu escritorio.
– Pero volviste a ponerle la tapa, ¿verdad?
Angela contuvo la respiración. Cada vez estaba más nerviosa.
– Se la estaba enseñando a Guy cuando entró Jackson Baird. ¡Era Jackson Baird!
Estaba todo dicho. Jackson Baird… Bastaba con que aquel hombre entrara en una habitación para que todas las mujeres se olvidaran hasta de cómo se llamaban! ¿Qué tenía aquel hombre?
Era muy atractivo, alto y fuerte. Además, tenía la piel bronceada. Y la expresión de su rostro no era arrogante, sino dulce como la de un cachorro. Era una cara de «llévame a casa y quiéreme», con unos alegres ojos grises y una maravillosa sonrisa.
¿Llévame a casa y quiéreme? Molly leía las páginas de sociedad de los periódicos y sabía que eso era justo lo que hacían las mujeres. Aquel hombre había heredado muchos millones de unas minas de cobre que su familia tenía en Australia, y había tenido éxito en sus negocios. Era famoso.
Y esa mañana había entrado en su oficina y todo el mundo se había quedado de piedra. Molly acababa de regresar de inspeccionar la propiedad de Sophia, e incluso esa mujer locuaz se había callado al ver entrar a Jackson y a su abogado.
– Ese es Jackson Baird -había dicho Sophia al verlo-. Nunca lo había visto en persona. ¿Es cliente vuestro? -la mujer mayor había quedado claramente sorprendida.
«Si fuera cliente ayudaría mucho al negocio», pensó Molly, y se preguntó cuál de sus propiedades podría interesar a Jackson.
– Jackson hizo que me olvidara de la rana -admitió Angela-. Hay que reconocer que es muy atractivo.
– Claro que es muy atractivo -contestó Molly-. Pero, ¿dónde está mi rana?
– Debe de estar por aquí, en algún sitio -Angela se arrodilló junto a Molly bajo el escritorio. Ambas rondaban los treinta años y eran muy atractivas. Pero ahí terminaba su parecido. Angela se enfrentaba al mundo como si fuera a recibir algo positivo, mientras que Molly sabía que no sería así-. ¿Dónde se habrá metido?
– la agencia inmobiliaria de Trevor Farr era una empresa pequeña y, su dueño, el primo de Molly, era un hombre atolondrado. El lugar estaba abarrotado de archivadores. Y entre ellos, se había escondido una rana verde.
– Sam me matará -se quejó Molly.
– La encontraremos.
– No debí traerla al trabajo.
– No tenías más remedio -contestó Angela.
No. No tenía más remedio. Aquella mañana, Molly y Sam viajaban en el mismo tren… su sobrino de ocho años, se dirigía a Cove Park Elementary y Molly a Bay sid Property. Estaban a punto de terminar el viaje cuando Molly se dio cuenta de que algo se movía en la mochila de Sam, y se quedó horrorizada.
– No puedes llevarte a Lionel al colegio.
– Sí puedo -había dicho Sam en tono desafiante-. Me echaría de menos si la dejo en casa.
– Pero los otros niños… -suspiró Molly. Conocía muy bien la estructura social del colegio, ya que la semana anterior había ido a hablar con el director.
– A Sam lo están intimidando -le había dicho Molly.
– Hacemos lo que podemos -había contestado él-. La mayor parte de los niños, en la situación de Sam, agacharían la cabeza y evitarían meterse en problemas.
Pero, aunque Sam es mucho más pequeño que la mayor parte de los niños de tercer grado, es valiente y se en frenta con los más grandes. Me da miedo que alguno se comporte de forma agresiva. Pero, por supuesto, veremos qué podemos hacer.
Molly comprendió que no era mucho lo que podían hacer en cuanto vio que Sam regresaba del colegio, una vez más, lleno de moraduras. Si llevaba la rana a clase, los otros chicos intentarían quitársela, ¿y quién sabía qué pasaría después?
– Es demasiado tarde como para llevarla a casa -le dijo Sam a Molly, con la expresión de ir a comerse el mundo que ella conocía tan bien.
Y como era demasiado tarde, Molly se llevó la rana al trabajo.
Molly no llevaba mucho tiempo en ese puesto. Al principio, su primo no quería contratarla. Ese día, tenía una cita con Sophia a las diez, y no podía llegar tarde.
Así que había ido con la caja donde estaba la rana bajo el brazo y ese había sido el resultado.
– Sam no me perdonará jamás -las dos chicas estaba debajo del escritorio ignorando al resto de personas que había en la habitación.
– ¿Perdón? -la voz de Sophia dejaba claro que no le hacía ninguna gracia-. ¿Es cierto que están buscando una rana?
– Es la rana de Sam -dijo Molly medio sollozando, y comenzó a separar un archivador de la pared-. Ayúdenos.
– Me niego a esperar por una rana. Y en cuanto a lo de ayudarlas…
Angela se puso en pie y colocó las manos sobre sus caderas. Molly estaba moviendo los muebles como si su vida dependiera de ello. Durante las semanas que habían trabajado juntas, se habían hecho buenas amigas.
– ¿Sabe quién es Sam? -le preguntó.
– Por supuesto que no, jovencita. ¿Por qué iba a saberlo?
– ¿Recuerda ese horrible accidente que hubo hace seis meses? -preguntó Angela-. Un camión se saltó la barrera y cayó sobre un coche. Los adultos murieron en el acto, pero hubo un niño que se quedó atrapado durante horas.
– ¿Ese era Sam? -preguntó la mujer horrorizada.
– Sí. Y es el sobrino de Molly.
– Oh, no.
– Y ahora hemos perdido su rana.
Hubo un tenso silencio. Las tres mujeres de la limpieza y Sophia, se miraron, y todas comenzaron a buscar.
Trevor Farr estaba cada vez más nervioso.
Al principio, estaba encantado. No podía creer la suerte que tenía. Hannah Copeland lo había llamado por la mañana y sus palabras lo habían dejado de piedra.
– He oído que Jackson Baird está pensando en comprar un terreno en la costa. Hay muy pocas personas a las que les vendería Birranginbil, pero Jackson podría ser una de ellas. Mi padre solía tratar con tu abuelo, o eso creo, así que quizá podrías llamar al señor Baird de mi parte y, si está interesado, le venderé la finca. Esto es, si te interesa la comisión.
¿Si le interesaba la comisión? Birranginbil… «una venta como esa me solucionaría la vida», pensó Trevor, y sin dudarlo, llamó al abogado de Jackson. Aún no podía creer que Jackson Baird estuviera en su despacho. Iba vestido con un elegante traje italiano, y con una mirada fría y calculadora esperaba pacientemente a que le dieran todos los detalles.
El único problema era que Trevor no podía darle ningún detalle.
Así que hizo todo lo que pudo para ganar tiempo.
– El terreno está en la costa, a doscientas millas al sur de Sidney -le dijo a Jackson y a su abogado-. Hoy es viernes. El fin de semana estoy ocupado, pero, si quieren, podemos ir a verlo el lunes.
– Pensé que al menos tendría algunas fotografías -el abogado de Jackson parecía contrariado. Igual que a Trevor, a Roger Francis lo había pillado desprevenido, el abogado tenía motivos para estar descontento. El hablaba de un terreno en Blue Mountain y quería que Jackson fuera a verlo, por supuesto, porque sería él quien se embolsaría la comisión. Por desgracia, su secretaria había contestado la llamada sobre el terreno de Copeland y había llamado a Jackson sin consultárselo primero. ¡Estúpida mujer! El abogado estaba de muy mal humor y las tácticas que empleaba Trevor no eran de gran ayuda.
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