Susan Mallery
El amor del jeque
El amor del jeque (2009)
Título Original: The Sheik and the Christmas Bride (2007)
Serie: 11° Príncipes del desierto
– Es una situación imposible -anunció el rey Mujtar de El Deharia.
La princesa Lina miró a su hermano, que caminaba de un lado a otro, y pensó que por mucho que caminara no conseguiría recorrer toda la longitud de la habitación. Era tan grande que se perderían de vista. Ventajas de ser rey.
Mujtar se giró de repente y caminó hacia ella.
– Veo que sonríes. ¿Es que te parece divertido? -preguntó-. Tengo tres hijos en edad de casarse. ¡Tres! ¿Y alguno de ellos ha mostrado interés por buscar novia y darme herederos? No. Están demasiado ocupados con sus trabajos. ¿Cómo es posible que me hayan salido tan laboriosos? ¿Por qué no andan por ahí persiguiendo mujeres y dejándolas embarazadas? Aunque bien pensado, podríamos obligarlos a casarse.
Lina se rió.
– ¿Te estás quejando de que tus hijos sean muy trabajadores y no te hayan salido unos ligones? ¿Qué te pasa, hermano? ¿Es que tienes demasiado dinero en el tesoro? ¿Es que la gente te adora demasiado? ¿O es que la Corona real te pesa en exceso?
– Te burlas de mí -protestó.
– Como hermana tuya que soy, burlarme de ti no es sólo mi privilegio sino también mi obligación. Alguien tiene que tomarte el pelo.
– Es un asunto serio -dijo él con severidad-. ¿Qué voy a hacer? Necesito herederos. A estas alturas ya debería tener docenas de nietos y no tengo ni uno. Qadir se pasa la vida de viaje por el mundo, representando a nuestro país; Asad se encarga de los asuntos nacionales para que el pueblo disfrute de una economía boyante; y Kateb vive en el desierto a la antigua usanza… La antigua usanza. Dios mío, ¿en qué estará pensando?
– Bueno, ya sabes que Kateb siempre ha sido algo así como la oveja negra de la familia -le recordó Lina.
– Ningún hijo mío es una oveja, ni blanca ni negra. Kateb es poderoso y astuto como el león del desierto o por lo menos como un chacal.
– Entonces, es el chacal negro de la familia.
– Deja de comportarte de ese modo, mujer -exclamó Mujtar con una imitación bastante decente del rugido de un león.
Lina siguió tan tranquila como antes.
– ¿Tú ves que me acobarde, hermano? ¿Me has visto acobardada alguna vez?
– No, y eso te hace peor.
Lina se tapó la boca con una mano y fingió que bostezaba.
El rey la miró con los ojos entrecerrados.
– Es evidente que sólo quieres divertirte a mi costa -dijo-. ¿Es que no piensas darme ningún consejo?
– Tengo un consejo que darte, pero no estoy segura de que te guste.
El se cruzó de brazos.
– Te escucho.
– Me he puesto en comunicación con el rey Hassan de Bahania -declaró ella.
– ¿Por qué?
Lina suspiró.
– Iremos más deprisa si no me interrumpes cada treinta segundos.
Mujtar arqueó las cejas, pero no dijo nada.
Lina reconoció inmediatamente su expresión. A Mujtar le gustaba pensar que era un hermano protector y preocupado por su bienestar, que la mantenía a salvo de la maldad del mundo. Pero era bastante dudoso que el más que atractivo rey de Bahania tuviera intención de tirar al suelo y violar a una mujer, que además tenía cuarenta y tres años.
A pesar de ello, Lina pensó que no le importaría nada que ese hombre la sedujera. Llevaba sola varios años, desde la muerte de su marido; y aunque quería casarse otra vez y tener una familia, no había surgido la ocasión. Nunca tenía tiempo para nada y mucho menos para hombres. Pero entonces apareció Hassan. Era viudo y algo mayor que ella, pero tan encantador y lleno de energía que le gustó de inmediato. Sólo faltaba por saber si el sentimiento era recíproco.
– ¿De qué conoces a Hassan, Lina? -preguntó él con impaciencia.
– Coincidimos hace un par de años en un simposio sobre educación -explicó-. También tiene hijos, y ha conseguido que todos se casen.
En realidad, Lina había visto al rey de Bahania varias docenas de veces; pero siempre en actos oficiales y durante poco más de cinco minutos. Aquélla había sido la primera vez que habían tenido ocasión de charlar un rato.
– ¿Y cuál es su truco? -preguntó, interesado.
– Entrometerse.
– ¿Estás insinuando que…?
– Se inmiscuyó en sus vidas y creó las circunstancias adecuadas para que sus hijos conocieran a las mujeres que él había elegido previamente. A veces fingía oponerse y a veces facilitaba la relación… pero todo salió bien.
Mujtar bajó los brazos.
– Soy el rey de El Deharia, Lina.
– Lo sé.
– Sería altamente inapropiado que me comportara de esa forma.
– Desde luego que sí, hermano.
– Sin embargo, tú no estás sometida a las restricciones de mi cargo y poder…
– Muy cierto. Qué feliz circunstancia, ¿verdad? -ironizó.
– Podrías entrometerte tú. Conoces perfectamente a mis hijos -afirmó, mirándola con intensidad-. Pero seguro que lo tenías planeado desde hace tiempo…
– Bueno, tengo ideas sobre un par de mujeres que podrían interesar a mis sobrinos.
Mujtar sonrió lentamente.
– Adelante. Cuéntamelo todo.
EL príncipe Asad de El Deharia esperaba que el mundo fuera sobre ruedas. Contrataba a sus empleados con esa expectativa, y la mayoría estaba a la altura. Le gustaba su trabajo en Palacio y sus responsabilidades. El país estaba creciendo, mejorando, y él supervisaba todas las infraestructuras; era una vocación absorbente que se tomaba muy en serio.
Algunos de sus amigos de la universidad pensaban que debía aprovechar su posición de príncipe y jeque para disfrutar de la vida, pero Asad no estaba de acuerdo. No tenía tiempo para frivolidades. Su única debilidad era el afecto que sentía por su tía Lina; por eso aceptó verla cuando ella entró sin cita previa y como una exhalación en su oficina. Una decisión que, como pensaría semanas más tarde, sólo le iba a causar problemas.
– Asad… -dijo ella al pasar a su despacho-. Tienes que venir enseguida.
Antes de hablar, Asad guardó el documento que tenía en el ordenador.
– ¿Qué ocurre?
Su tía, normalmente una mujer tranquila, temblaba un poco y estaba sofocada.
– De todo -respondió-. Tenemos problemas en el colegio. Un jefe de las tribus quiere llevarse a tres niñas. Ellas no quieren marcharse, los profesores empiezan a tomar partido y una de las monjas ha amenazado con tirarse desde el tejado si no vienes a ayudar.
Asad se levantó de la silla.
– ¿Yo? ¿Por qué yo?
– Porque eres un líder sabio y razonable -respondió sin mirarlo a los ojos-. Tienes fama de ser justo y es normal que hayan pensado en ti.
Asad miró a su tía, que siempre había sido una madre para él, y se preguntó si no lo estaría manipulando de algún modo; a Lina le gustaba salirse con la suya y no era extraño que echara mano del drama para conseguirlo. Pero no tenía forma de saberlo. Y por supuesto, no alcanzaba a imaginar por qué necesitaba su ayuda en el colegio.
– Es un problema muy grave, Asad. Ven, te lo ruego.
Asad podría haberse resistido a sus exageraciones teatrales, pero no a una petición directa y aparentemente urgente. Caminó hacia ella, la tomó del brazo y salieron del despacho.
– Iremos en mi coche -dijo.
Quince minutos más tarde, Asad lamentó haber estado en el despacho cuando Lina fue a verlo. El colegio estaba en pie de guerra.
Alrededor de quince estudiantes se dedicaban a gritar mientras varios profesores intentaban contenerlos. Un anciano jefe del desierto y sus hombres estaban discutiendo acaloradamente junto a una ventana. Y una mujer pequeña, de cabello rojo, intentaba tranquilizar a tres jovencitas lloriqueantes.
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