Susan Mallery
La Pasión del Jeque
Principes del Desierto 12
MAGGIE Collins detestaba reconocerlo, pero no podía negar que se había quedado un poco decepcionada tras su primer encuentro con un príncipe de verdad.
El viaje a El Deharia había sido estupendo. Había volado en primera clase; una experiencia tan fabulosa como aparecía en las películas Cuando había aterrizado, una limusina la había llevado hasta un hotel de lujo. La única vez, aparte de aquélla, que había montado en limusina había sido en el baile de la facultad; y en esa ocasión su pareja y ella habían compartido limusina y gastos con otras seis parejas.
Al llegar al exclusivo hotel El Deharia, la habían conducido hasta una suite con vistas al mar Arábigo. Sólo el salón era más o menos del mismo tamaño que la casa- de dos dormitorios donde se había criado, en una ciudad llamada Aspen.
Tampoco se podía quejar del palacio, que era bello, grandioso y de aspecto histórico. Pero, sinceramente, las oficinas donde supuestamente se encontraría con el príncipe Qadir no eran nada del otro mundo; tan sólo unos meros despachos. Allí todos vestían de traje, y eso le sorprendió. Ella había imaginado a la gente ataviada como irían en un harén, con pantalones trasparentes y alguna que otra diadema. Pero como sobre todo había visto hombres, una diadema estaba un poco fuera de lugar.
Sólo de pensar en el hombre mayor de nacionalidad británica que la había acompañado al despacho con una diadema en el pelo le entraba la risa. Todavía se estaba riendo cuando se abrió la puerta y entró un hombre alto y trajeado.
– Buenos días -dijo, al tiempo que se acercaba-. Soy el príncipe Qadir.
Maggie suspiró con decepción. Sí, el príncipe era muy apuesto, pero nada lo diferenciaba del resto. No llevaba medallas, ni tampoco corona, ni nada que demostrara su rango.
– Bueno, caramba… -murmuró ella.
El príncipe Qadir arqueó las cejas.
– ¿Cómo dice?
Maggie se echó a temblar sólo de pensar que se le había escapado en voz alta.
– Yo, esto… -tragó saliva, pero enseguida recuperó la compostura-. Príncipe Qadir -Maggie se adelantó también y le dio la mano-. Encantada de conocerle. Soy Maggie Collins; nos hemos estado comunicando por correo electrónico.
Él le dio la mano.
– Lo sé, señorita Collins. Creo que en el último que le envié le comentaba que prefería trabajar con su padre.
– Sin embargo, el billete estaba a mi nombre -dijo ella distraídamente mientras dejaba caer la mano, consciente de la estatura del hombre que estaba a su lado.
– Les envié un billete a cada uno. ¿Es que él no ha utilizado el suyo?
– No, no lo ha utilizado -miró por la ventana el jardín-. Mi padre… -se aclaró la voz y se volvió a mirar al príncipe, sabiendo que no era el mejor momento para ponerse triste, que había ido allí a trabajar-. Mi padre falleció hace cuatro meses.
– Vaya… Le acompaño en el sentimiento, señorita Collins.
– Gracias.
Qadir miró su reloj.
– Un coche la llevará a su hotel.
– ¿Cómo? -la indignación se llevó cualquier sentimiento de tristeza-. ¿Ni siquiera va a hablar conmigo?
– No.
Qué reacción más arrogante, más típica de un hombre.
– Soy más que capaz de hacer mi trabajo.
– No lo dudo, señorita Collins. Sin embargo, mi trato fue con su padre.
– Mi padre y yo trabajábamos juntos.
Durante el último año de vida de su padre, ella había dirigido el negocio de restauración de coches antiguos que su padre había abierto hacía ya muchos años. Al final, Maggie lo había perdido, pero no porque hubiera cometido algún error. Los gastos médicos habían sido tremendos, y al final había tenido que venderlo todo para pagarlos, incluido el negocio.
– Este proyecto es muy importante para mí. Quiero a alguien con experiencia.
Maggie quería pegarle un empujón y tirarlo al suelo. Pero aunque tuviera a su favor el elemento sorpresa, no pasaría de un golpe, teniendo en cuenta que ella era una mujer y él era un hombre alto y fuerte. Además, si quería conseguir el trabajo no debía pegar a un miembro de la familia real.
– Entre 1936 y 1939 se fabricaron exactamente setecientos diecisiete Rolls-Royce Phantom Hl, además de diez coches experimentales -dijo Maggie, que lo miraba con gesto hostil-. Los primeros modelos alcanzaban una velocidad máxima de 148 kilómetros por hora. Enseguida se empezaron a notar los problemas, porque los coches no estaban diseñados para mantener la velocidad máxima durante un intervalo de tiempo prolongado. Esto se convirtió en una cuestión de primer orden cuando los dueños de los coches se los llevaban a Europa para conducir en la nueva autopista alemana. El apuro inicial de la empresa fue el tener que decirles a los conductores que fueran más despacio. Más tarde, ofrecieron una modificación que era poco más que una cuarta marcha de alto porcentaje que también ralentizaba la velocidad del vehículo.
Maggie hizo una pausa.
– Hay más -continuó-, pero estoy segura de que se sabrá la mayoría.
– Ya veo que ha hecho los deberes.
– Soy una profesional.
Una profesional que necesitaba ese trabajo desesperadamente. El príncipe Qadir tenía un Phantom 111 de 1936 que quería restaurar, y el dinero no representaba un problema para él. Maggie necesitaba el dinero que él les había ofrecido para terminar de pagar los gastos médicos de su padre y para poder cumplir lo que le había prometido a su padre; volver a abrir el negocio familiar.
– Es una mujer.
Ella se miró el pecho y luego a él.
– ¿De verdad? Ah, entonces eso explica lo de los pechos. Me preguntaba por qué estaban ahí.
Él esbozó una sonrisa de medio lado, como si el comentario le hubiera hecho gracia, y Maggie decidió aprovechar su buen humor.
– Mire, mi madre murió siendo yo tan sólo un bebé, así que me crié en el taller mecánico con mi padre. Sabía hacer un cambio de aceite cuando aún no había aprendido a leer. Sí, soy una mujer, pero eso no significa nada. He pasado toda mi vida rodeada de coches, y soy un mecánico excepcional. Soy trabajadora, y como soy una mujer no saldré a emborracharme y meterme en líos.
Maggie hizo una pausa, decidida a continuar hasta el final.
– Desde que ha muerto mi padre siento la necesidad de demostrarme a mí misma que puedo hacerlo. Usted es un hombre de mundo, y sabe lo mucho que influye una motivación correcta.
Qadir miró a la mujer que tenía delante y se preguntó si debería dejarse convencer por lo que veía y oía. Si Maggie Collins restauraba coches clásicos con la misma energía con que se explicaba, no tenía por qué preocuparse. ¿Pero una mujer en un taller mecánico? ¡Resultaba muy chocante!
Le tomó la mano y la estudió. Tenía los dedos largos y las uñas cortas; una mano bonita, pero no delicada. Le dio la vuelta y le miró la palma, que tenía varios callos y alguna que otra cicatriz. Eran las manos de alguien que se ganaba la vida trabajando.
– Apriéteme la mano un momento -dijo él mientras se fijaba en sus ojos verde mar-. Vamos, con fuerza.
Maggie frunció el ceño, como si no diera crédito a lo que le decía aquel hombre, pero hizo lo que le dijo y le apretó los dedos con fuerza.
El príncipe se quedó asombrado de la fuerza que tenía en las manos, parecía que esa joven no le había engañado, que era de verdad mecánico.
– ¿Quiere que echemos un pulso también? -preguntó Maggie-. O podíamos hacer un concurso de escupitajos.
El se echó a reír.
– No hará falta -le soltó la mano-. ¿Le gustaría ver el coche?
Maggie no se atrevía a respirar.
– Me encantaría -respondió.
Atravesaron el palacio, en dirección al garaje. Por el camino, Qadir señaló algunos de lo salones públicos y algunas piezas antiguas que decoraban el palacio. Maggie se detuvo un momento a admirar un enorme tapiz.
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