Julia Quinn
El Duque de Wyndham
1° de la Serie Two Duke of Wyndham
The Lost Duke of Wyndham (2008)
Grace Eversleigh era dama de compañía de la duquesa de Wyndham viuda desde hacía cinco años, y en ese tiempo se había percatado de varias cosas acerca de su empleadora, de las cuales la más importante era la siguiente:
Bajo el exterior severo, exigente y altivo de su excelencia no latía un corazón de oro.
Eso no significaba que el susodicho órgano fuera negro, no. A su excelencia, la duquesa de Wyndham viuda, no se la podría considerar malvada del todo. Tampoco era cruel, rencorosa y ni siquiera absolutamente mezquina. Pero Augusta Elizabeth Candida Debenham Cavendish era hija de duque, se había casado con un duque y luego dado a luz a otro. Su hermana ya era miembro de una familia real de poca importancia de un país del centro de Europa cuyo nombre Grace nunca lograba pronunciar bien, y su hermano poseía gran parte de East Anglia. Por lo que a ella se refería, el mundo era un lugar estratificado, con una jerarquía tan definida como rígida.
Los Wyndham, y en especial los que también llevaban el apellido Debenham, estaban firmemente instalados en la cumbre.
Y como tal, la duquesa viuda esperaba una cierta conducta y una especial deferencia hacia ella. Rara vez era amable, no toleraba la estupidez, y jamás hacía falsos cumplidos (algunas personas podrían decir que no hacía jamás ningún cumplido, pero Grace había sido receptora, dos veces, de un seco pero sincero «bien hecho», aunque, claro, nadie se lo creyó cuando lo contó después).
Pero la viuda la había salvado de una situación desesperada, y por eso contaría siempre con su gratitud, respeto y, más que nada, su lealtad. De todos modos, no había manera de soslayar la realidad de que la viuda no era una persona animosa ni alegre, por lo tanto, no pudo evitar sentir alivio al ver que esta se quedaba profundamente dormida en el elegante coche cuyas buenas ballestas lo hacían deslizarse sin saltos ni zarandeos por el oscuro camino cuando volvían del baile en el salón de fiestas de Lincolnshire a medianoche.
Lo había pasado maravillosamente bien esa noche, de verdad, por lo que era consciente de que no debía ser tan poco caritativa. Tan pronto como llegaron, la duquesa viuda se fue a instalar en su asiento de honor a conversar con sus amigas, y no le fue necesario atenderla. Así pues, había bailado y reído con todas sus viejas amigas, había bebido tres copas de ponche, había embromado a Thomas, lo que siempre era una buena diversión; él era el duque, y sin duda necesitaba muchísimo que lo trataran con menos servilismo. Pero, lo principal, había sonreído; había sonreído con tanta frecuencia y tan bien, que le dolían las mejillas.
Esa dicha tan pura e inesperada de la fiesta le había dejado el cuerpo vibrante de energía, y en esos momentos se sentía muy feliz sonriendo de oreja a oreja en la oscuridad, escuchando los suaves ronquidos de la viuda.
Cerró los ojos, aun cuando le parecía que no tenía sueño; el movimiento del coche tenía algo que la adormecía. Para ella el movimiento era hacia atrás, como siempre, y el rítmico clop-clop de los cascos de los caballos empezaba a adormilarla. Era extraño; sentía cansados los ojos, aunque el resto del cuerpo no. Pero tal vez no le iría mal echar una cabezada, pues tan pronto como llegaran a Belgrave tendría que ayudar a la viuda a…
¡Crac!
Enderezó la espalda y echó una mirada a su empleadora, que, milagrosamente, no se había despertado. ¿Qué fue ese ruido? ¿Alguien habría…?
¡Crac!
Entonces el coche dio un salto y se detuvo tan bruscamente que a la duquesa viuda, sentada como siempre en el asiento que miraba hacia delante, se le fue el cuerpo y casi se cayó de él.
Al instante Grace se arrodilló a su lado e instintivamente la rodeó con los brazos.
– ¿Qué diablos? -ladró la viuda, pero se quedó callada al verle la expresión.
– Disparos -susurró Grace.
La viuda frunció los labios y enseguida se quitó el collar de esmeraldas y se lo puso en las manos.
– Esconda esto -ordenó.
– ¿Yo? -exclamó Grace, casi en un chillido, pero metió la joya debajo de un cojín.
Y lo único que se le ocurrió pensar fue que le encantaría meterle sensatez de un puñetazo a la estimada Augusta Wyndham, porque si iba a ser tan tacaña que no entregaría las joyas y a causa de eso la mataban…
Se abrió bruscamente la portezuela.
– ¡La bolsa o la vida!
Grace se quedó inmóvil, todavía arrodillada al lado de la viuda; lentamente levantó la cabeza y miró, pero lo único que logró ver fue el extremo plateado del cañón de una pistola, redondo y amenazador, y apuntado a su frente.
– Señoras -dijo la voz, aunque esta vez sonó distinta, casi amable. Entonces el hombre avanzó, saliendo de la oscuridad y con un elegante gesto movió el brazo en arco, invitándolas a bajar-. El placer de vuestra compañía, si me hacéis el favor -musitó.
Grace miró hacia uno y otro lado, ejercicio inútil de los ojos, pues, evidentemente, no había manera de escapar. Se giró hacia la viuda, suponiendo que estaría farfullando de furia, y vio que se había puesto pálida como un papel. Y entonces vio que estaba temblando.
La viuda estaba temblando.
Las dos estaban temblando.
El bandolero se acercó otro poco y apoyó el hombro en el marco de la portezuela. Entonces sonrió, una sonrisa indolente, con todo el encanto de un pícaro. Cómo pudo ver todo eso si llevaba un antifaz que le cubría la mitad de la cara. Grace no lo supo, pero le quedaron muy claras tres cosas de él.
Era joven.
Era fuerte.
Y era peligrosamente letal.
– Señora -dijo a la viuda, dándole un codazo-. Creo que debemos hacer lo que dice.
– Ah, me encanta una mujer sensata -dijo él, y volvió a sonreír.
Fue una sonrisa muy breve, que sólo le levantó una comisura de la boca. Pero continuaba apuntándolas con su pistola, y su encanto no contribuyó mucho a calmarle el miedo a Grace.
Y entonces él extendió el otro brazo. ¡Extendió el brazo!, como ofreciéndolo para entrar en una fiesta; como si fuera un caballero del campo a punto de preguntar acerca del tiempo.
– ¿Me permitís que os ayude? -musitó.
Grace negó enérgicamente con la cabeza. No debía tocarlo. No sabía exactamente por qué, pero sabía en el fondo de su ser que sería un absoluto desastre si ponía la mano en la de él.
– Muy bien -dijo él, exhalando un suave suspiro-. Las damas de hoy en día son muy capaces. Me parte el corazón, en realidad. -Acercó otro poco la cabeza, casi como para confiar un secreto-. A nadie le gusta sentirse de sobra.
Grace se limitó a mirarlo.
– Las dejo mudas con mi cortesía y encanto -continuó él, retrocediendo para dejarles espacio para salir-. Ocurre siempre. De verdad, no deberían permitirme acercarme a las damas. Tengo un efecto muy molesto en vosotras.
Estaba loco, concluyó Grace; esa era la única explicación. Por encantadores que fueran sus modales, tenía que estar loco. Y sostenía una pistola.
– Aunque sin duda hay quienes dirían -musitó él, con su arma firme mientras sus palabras parecían serpentear por el aire-, que una mujer muda es la menos molesta de todas.
Thomas diría eso, pensó Grace. El duque de Wyndham no soportaba ningún tipo de cháchara. Lo llamaba Thomas porque hacía años que él había insistido en que lo llamara por su nombre de pila, para evitar el enredo que se armaba con el nombre de ella y el tratamiento que debían darle a él [1].
– Señora -susurró, tironeándole el brazo a la viuda.
Esta no dijo ni una sola palabra ni hizo ningún gesto de asentimiento, pero le cogió la mano y le permitió que la ayudara a bajar del coche.
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