DOCE
Dejamos que Matthew durmiera toda la mañana. Bajó a la hora del almuerzo, cansado y algo abatido, pero, gracias a Dios, con buen estado de ánimo. Después de comer cogió su bicicleta y se fue a dar un paseo. No lo vimos hasta la hora de la cena; llegó cansado pero hambriento. En cuanto terminó de comer subió para meterse en la cama.
Al día siguiente, domingo, era casi el mismo Matthew de siempre. La preocupación que sentía Mary disminuyó al ver que daba cumplida cuenta de un copioso desayuno. Polly parecía que también se daba cuenta de que las cosas habían vuelto a su cauce normal, aunque se veía que algo le rondaba por su cabeza. Al final lo soltó.
—¿No vamos a hacer algo? —preguntó.
—¿Qué quieres decir con «hacer algo»? —le interrogó a su vez Mary.
—Bueno, es domingo y podríamos hacer algo. Es que cuando Twinklehooves fue devuelto por sus secuestradores organizaron una gran gymkana en su honor.
La voz de Polly estaba preñada de esperanza.
—Apuesto a que él ganó todas las pruebas —dijo Matthew con la boca llena de pan y mermelada.
—Claro que sí; después de todo era su fiesta —observó Polly viendo en ello la cosa más natural del mundo.
—Déjense ya de gymkanas y de tonterías —les dije—. Matthew y yo vamos a dar un paseo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contestó Matthew.
Nos fuimos a pasear a la ribera del río.
—Ella me dijo que tenía que marcharse —comenté a modo de inicio de una conversación.
—Sí —asintió Matthew dando un suspiro—. Esta vez me ha explicado los motivos y no como la anterior, en que no me dijo nada y me dejó lleno de dudas.
No quise preguntarle la clase de explicación que le había dado. Suspiró de nuevo.
—Va a ser un poco triste —dijo—. Ella me hacía algo así como si notara más las cosas.
—¿No puedes notarlas ahora? El mundo es un lugar muy interesante. Hay muchas cosas que ver.
—Claro que las noto y más que antes; lo que pasa es que al notarlas por mí mismo me siento algo así como solitario…
—Si tú escribieses lo que ves, entonces lo compartirías con otra gente… —le sugerí.
—Sí —admitió Matthew—. Eso sería algo, aunque no es lo mismo…
Dejé de andar y me metí una mano en el bolsillo.
—Matthew, tengo una cosa que quiero darte.
Saqué un pequeño estuche de cuero rojo y se lo ofrecí.
Sus ojos se empañaron y permaneció quieto.
—No, cógelo —insistí.
Lo cogió de mala gana y lo miró de reojo.
—Ábrelo —le animé.
Se veía indeciso. Con lentitud y con bastante desgana accionó el cierre y levantó la tapa.
La medalla brilló a la luz del sol, mostrando su reverso.
Matthew la miró con una indiferencia que rayaba en disgusto. De pronto se puso tenso e inclinó la cabeza para examinarla más de cerca. Durante unos segundos no se movió. Levantó la vista, sonriendo, con un intenso brillo en sus ojos.
—Gracias, papá. ¡Muchas gracias! —me dijo todo alborozado mirando de nuevo a la medalla.
El grabador había hecho un buen trabajo; parecía como si siempre hubiese tenido la siguiente inscripción:
JOHN WYNDHAM, (1903-1969) es el nombre más conocido del escritor británico John Wyndham Parkes Lucas Beynon Harris, que utilizó a lo largo de su carrera literaria varias combinaciones de sus apellidos para firmar sus obras. Su primer cuento fue publicado por Wonder Stories en 1931 y hasta la segunda guerra mundial se centró en relatos de ciencia ficción para las revistas juveniles de la época. La guerra representó un paréntesis en su producción literaria y provocó un cambio sustancial en la temática de sus obras: a partir de la publicación de El día de los trífidos en 1951, sus novelas reflejan el trauma causado por la guerra en la clase media británica y sus anhelos y esperanzas tras el conflicto bélico. Sus obras han sido durante décadas lectura obligatoria en las escuelas británicas y sus planteamientos han sido retomados y actualizados por autores como Brian Aldiss y M. John Harrison.
Todas las personas e instituciones mencionadas en esta narración (excepto Jack de Manio y la BBC) son puramente imaginarias.
Título original: Chocky
© 1968, John Wyndham
Traducción de José Real Gutiérrez
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NOTA
Al principio, todos creyeron que Matthew tenía un amigo invisible y que un día, simplemente, desaparecería. Y, como muchos padres, los de Matthew esperaron pacientemente a que esta fase acabara, pero empezó a ir a peor. Las conversaciones de Matthew consigo mismo eran cada día más intensas y entonces Matthew empezó a hacer cosas que jamás había hecho, como utilizar el código binario matemático para contar. Así, Matthew se vio obligado a hablarles de Chocky: la persona que habitaba en su cabeza.
John Wyndham
Chocky
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GONZALEZ24.02.13
UNO
Fue en la primavera del año en que Matthew cumplió los doce cuando me tropecé por primera vez con Chocky. Sería a finales de abril o quizás a principios de mayo; bueno, no creo que esto importe mucho, de lo que sí estoy seguro es que estábamos en plena primavera, y lo sé porque ese sábado por la tarde me encontraba en el cobertizo engrasando de mala gana la máquina de cortar césped cuando escuché la voz de Matthew que hablaba fuera, cerca de la ventana. El hecho me sorprendió. No tenía idea que estuviese por allí. Le oí hablar en un tono claramente irritado:
—El porqué no lo sé. Las cosas son como son y nada más.
Supuse que se había traído algún amigo a jugar al jardín y que éste le habría hecho alguna pregunta que no pude oír. Esperé la contestación del otro, pero no la hubo. Finalmente, después de una pausa, siguió Matthew hablando, aunque ahora más pacientemente:
—Bueno, el mundo necesita veinticuatro horas para dar una vuelta, y esas horas forman un día, y…
Se paró de pronto como si alguien le hubiese interrumpido. Yo no pude percibir nada. Al rato repitió:
—No sé el porqué. Y no veo que treinta y dos horas sea un espacio de tiempo más lógico. Bueno, quieras o no, un día tiene veinticuatro horas y todo el mundo lo sabe. Lo mismo que siete días forman una semana… —Otra vez pareció que alguien le hubiese cortado en su explicación. De nuevo se le escuchó protestar—: A mí no me parece que siete sea un número más tonto que ocho…
Era evidente que había habido otra interrupción también inaudible para mí. Matthew siguió su aparente monólogo:
—Bueno, ¿quién necesita dividir la semana en medios y cuartos? ¿Cuál sería la ventaja? Una semana tiene justo siete días, y cuatro semanas deben hacer un mes, lo que pasa es que el mes normalmente tiene treinta o treinta y un días…
»No, nunca tienen treinta y dos días. Sí que has cogido una perra con los treinta y dos días…
»Sí, lo comprendo, pero nosotros no necesitamos una semana de ocho días. Además, el mundo gira alrededor del sol en trescientos sesenta y cinco días y nadie es capaz de dividirlos en medios y cuartos.