José Saramago muestra lo importante que es el libro y la lectura en la vida de un ser humano. Hace comparaciones con la vida cotidiana, manifestando que la gente sólo saca excusas para explicar el porqué no leen, teniendo aún herramientas suficientes para lograr una buena lectura. Cuestiona también, si la enseñanza refuerza como debería de ser, la lectura y el amor por los libros, siendo ésta indispensable en la educación. Para dar solución a todas estas cuestiones de Saramago, es necesario detallar con atención sus explicaciones, pues da a entender que no es que no se pueda leer un libro, sino que no se quiere.
El presente texto es fiel trascripción, revisada por el autor, del pregón de la Feria del Libro de Granada en su edición de 1999.
José Saramago
Nuestro libro de cada día
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Trujano 20.04.14
Título original: Nuestro libro de cada día
José Saramago, 2001
Editor digital: Trujano
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SARAMAGO DE LA PALABRA
José Saramago es un mago de la palabra y no sólo de la escrita. Quien le ha escuchado en una conferencia, en una tertulia, conoce bien la silbante dulzura de su discurso, la seductora cadencia con que desgrana los sonidos. No hace mucho reconocía él en Sevilla durante una de esas charlas, que cada vez se preguntaba más a menudo si es posible hablar de literatura, si ésta no dice todo lo que tiene que decir por sí misma. Nadie tiene la respuesta y, mientras tanto, todos lo seguimos haciendo. Esta vez me toca hacerlo con el grato propósito de presentar un texto del propio Saramago, una defensa del libro apasionada y sin complejos, una auténtica declaración de amor.
Lo mejor con un libro, título de la campaña que propone al ciudadano viajar mientras viaja, no es para Saramago sólo un eslogan, sino una verdad vivida en primera persona. Para él la lectura es una devoción que, como el propio amor, acepta mal los verbos conjugados en imperativo. La concibe como una actividad que, si bien no resulta imprescindible —«mi abuelo, el hombre más sabio que he conocido, era analfabeto»—, pone a nuestro alcance lo mejor de la humanidad. Saramago nos recomienda charlar con otros sobre lo que leemos, volver una y otra vez a las páginas que nos cautivaron y no creer del todo a aquellos que afirman que no pueden leer porque los libros son caros o que una imagen vale más que mil palabras.
Ha sabido dar a sus libros un tono severo y piadoso combinando en ellos una sencillez infantil y una madurez aplastante. Sabe contar y permanecer cerca del corazón y —otra paradoja— de la historia. Los miembros de la Academia Sueca ya le agradecieron, en nombre de todos, su esfuerzo por volver comprensible una realidad huidiza con «parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía». En palabras de nuestro recordado Fernando Quiñones, la escritura del autor de Memorial del convento nos ofrece una «fertilidad imaginativa y temática que hace de su lectura un gustazo».
José Saramago no nos recomienda todos los libros, sino una selección inteligente, deliberada de nuestras lecturas que ha de perfilar nuestra individualidad. Con estas páginas, él nos invita a sumergirnos en el placer de leer, en la magia de la palabra; yo os invito a conocer sus obras. Será, sin duda, una decisión inteligente.
CARMEN CALVO
Consejera de Cultura
JUNTA DE ANDALUCÍA
LEER ES VIAJAR
Para ti, viajero, va a suceder ahora un hecho extraordinario que, si lo piensas bien, te puede convertir en un ser privilegiado. Has llegado a la ventanilla de tu estación —ya sea de tren, de autobús, de avión o de barco— y, al otro lado del mostrador, alguien te ha dado un billete en el que está escrito el nombre del lugar al que tú has solicitado ir. Pues léelo con atención: en él se encierra toda una historia. Ese billete es como la portada de un libro. Tenlo entre los dedos muy despacio, con la intrigada ternura con la que se acaricia el pétalo de una flor. Entorna mientras los ojos y deja que divague la memoria. No vayas a olvidar nunca que vivir es viajar. Ya nos lo advirtió Dante Alighieri en su Divina Comedia: «Nel mezzo del cammin di nostra vita». O, si no, también don Antonio Machado: «caminante, se hace camino al andar».
Has llegado al andén que es la víspera del sueño pues, así mismo, el viaje es un sueño. ¿Sabes lo que va a ocurrir en el trayecto? ¿Sabes lo que te encontrarás a tu llegada? El ejercicio de imaginación que supone pensarlo, te abre las primeras páginas de un libro que estás dispuesto a leer. ¿O será a escribir? Si es el de tu vida, tú solo lo lees; si es el de tu viaje, tú solo lo vas a escribir. Por eso que no se te olvide que el escritor es el primer lector de su obra, y el lector, el autor de un viaje maravilloso. Porque —digámoslo ya— la lectura es un viaje, es una historia en la que el papel de protagonista se te tiene reservado a ti.
Te has subido a tu vehículo. El asiento acoge tu cuerpo con la amabilidad complacida que sólo aportan los detalles. En cuanto empieces a moverte verás por la ventanilla que el mundo es siempre distinto. Lo mismo que enfrascarse en la lectura de un libro: con ser las mismas letras, con estar las páginas siempre en el mismo sitio que señala el número que las marca, cada vez que se lee, la vida empieza de una forma irrepetible. Así es que, por trivial que pueda ser tu desplazamiento a un lugar, piensa, viajero, que eso que estás haciendo es una oportunidad única que jamás se te va a volver a repetir, porque ese paisaje que estás viendo es un destello de presencias que arde en tus ojos. Y el fuego, después de las llamas y las brasas, sólo deja cenizas.
Y tal vez ese paisaje que se le va revelando a tus pupilas sea como los latidos de tu corazón: cada uno de ellos sigue siendo el mismo desde que naciste, y por eso no le prestas atención, pero el último —ponte la mano en el costado izquierdo y aprieta: ¡sí, en ese sitio!— es el que, de verdad, te da la vida o su ausencia, te la quita.
Por todo ello, viajero, siéntete ahora un ser privilegiado pero con esa sincera simplicidad de la que carece el ufano orgulloso. Lo que se te presenta es un regalo y ni que decir tiene que los dones gratuitos son tan escasos en esta vida que siempre se prometen para la otra. ¡Aprovéchate! Así pues, mirar, mirar por la ventanilla, mirar para ver, y no te extrañe, viajero, si alguna vez te sorprendes al contemplar reflejado en el cristal tu rostro con un gesto de exclamación gozosa que acaso esté dibujado con la ingenuidad de la cara de un niño. No te lo vayas a reprochar, ni intentes simular poniendo cara de recién llegado, ni procures borrar de tu cara ese gesto: sólo florece aquello que se abona y riega.
Y con todo este cavilar ya casi has llegado a tu destino. Y aquí sí que hay que ser cauto porque, por un lado, significa llegar al final del trayecto pero, por otro, es iniciar la vida en otra estancia. Sin agobios hay que reconocer que cuando tus pies pisan el andén en la llegada, andarás dando un paso y a la vez dejando una huella. Y ahí es donde está el secreto: el futuro y el pasado los llevas en tus zapatos, que ojalá los gasten sólo los viajes y nunca la miseria. Por eso, lo mejor es poner en los labios el sosiego que significa saludar a quien nos viene a recibir y ha estado allí aguardando el tiempo del encuentro.