Alfaguara cumple cincuenta años en 2014, y con motivo de este aniversario pone a disposición de los lectores una colección de guías de lectura de los autores más emblemáticos de su catálogo, como una oportunidad de descubrir las claves de sus obras, y la posibilidad de leer las primeras páginas de sus novelas.
Tanto en literatura escrita originalmente en español como traducida de otras lenguas, nuestro interés es abrir ventanas al mundo publicando obras de la más alta calidad que den noticia de los tiempos. Para resumir nuestra aspiración, podríamos tomar las palabras que el escritor israelí Amos Oz pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias:
«Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales. Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas».
Durante cincuenta años nuestro trabajo ha sido el de dar a conocer muchas y memorables estancias. Estamos orgullosos de un catálogo que configura una rica aportación cultural y propone un viaje apasionante por la mejor literatura.
Deseamos que estas guías ofrezcan a los lectores la posibilidad de entrar en los pasadizos de algunas de las obras más reconocidas de la literatura universal.
Nací en una familia de campesinos sin tierras, en Azinhaga, una pequeña población situada en la provincia de Ribatejo, en el margen derecho del río Almonda, a unos cien kilómetros al nordeste de Lisboa. Mis padres se llamaban José de Sousa y Maria da Piedade. José de Sousa habría sido mi nombre si el funcionario del Registro Civil, por iniciativa propia, no hubiese añadido el apodo por el que mi padre era conocido en la aldea: Saramago. (Cabe esclarecer que saramago es una planta herbácea espontánea, cuyas hojas, en aquellos tiempos, en épocas de carencia servían como alimento en la cocina de los pobres.) Fue a los siete años, cuando tuve que presentar en la escuela primaria un documento de identificación, que se vino a saber que mi nombre completo era José de Sousa Saramago… Pero no fue éste el único problema de identidad que me fue concedido al nacer. Aunque había venido al mundo el día 16 de noviembre de 1922, mis documentos oficiales dicen que nacía dos días después, el 18: fue gracias a este pequeño fraude que la familia pudo escapar del pago de una multa por no declarar el nacimiento en el plazo legal.
Tal vez por haber participado en la Guerra Mundial, en Francia, como soldado de artillería, he conocido otros ambientes, distintos a vivir en una aldea. Mi padre decidió, en 1924, dejar el trabajo del campo y trasladarse con la familia a Lisboa, donde comenzó a ejercer la profesión de policía de seguridad pública, para el cual no se exigían más «habilidades literarias» (expresión común entonces…) que leer, escribir y contar. Pocos meses después de habernos instalado en la capital, moriría mi hermano Francisco, que era dos años mayor que yo. Aunque las condiciones en que vivíamos hubiesen mejorado un poco con la mudanza, nunca llegaríamos a conocer el verdadero desahogo económico. Ya tenía trece o catorce años cuando pasamos, al fin, a vivir en una casa (pequeñísima) sólo para nosotros: hasta ahora siempre habíamos vivido en partes de casas, con otras familias. Durante todo este tiempo, y hasta la mayoría de edad, fueron muchos, y frecuentemente prolongados, los periodos en que viví en un pueblo con mis abuelos maternos, Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha.
Fui buen alumno en la escuela primaria: en el segundo curso ya escribía sin errores de ortografía, y el tercero y cuarto los cursé en un solo año. Me trasladé después al instituto, donde permanecí dos años, con excelentes notas en primero, bastante menos buenas en segundo, mas estimado por colegas y profesores, al punto de ser elegido (tenía entonces doce años…) tesorero de la asociación académica… Entretanto, mis padres habían llegado a la conclusión de que, por falta de medios, no podían seguir manteniéndome en el instituto. La única alternativa que se presentaba sería entrar en una escuela de enseñanza profesional, y así fue: durante cinco años aprendí el oficio de cerrajero mecánico. Lo más sorprendente era que el plan de estudios de la escuela, en aquel tiempo, aunque orientado obviamente para formar profesionales técnicos, incluía, además de Francés, una disciplina de Literatura. Como no tenía libros en casa (libros míos, comprados por mí, aunque con dinero prestado de un amigo, sí los pude tener a los diecinueve años), fueron los libros escolares de Portugués, por su carácter «antológico», los que me abrieron muchas puertas para fruición literaria: aún hoy puedo recitar poemas aprendidos en aquella época distante. Terminado el curso, trabajé durante cerca de dos años como cerrajero mecánico en una oficina de reparación de automóviles. También a esas alturas había comenzado a frecuentar, en horario nocturno, una biblioteca pública en Lisboa. Y fue así, sin ayudas ni consejos, apenas guiado por la curiosidad y por la voluntad de aprender, que el gusto por la lectura se desenvolvió y pulió.
Cuando me casé, en 1944, ya había cambiado de actividad, pasando a trabajar en un organismo de la Seguridad Social como empleado administrativo. Mi mujer, Ilda Reis, entonces mecanógrafa en Caminhos de Ferro, vendría a ser muchos años más tarde una de las más importantes grabadoras portuguesas. Falleció en 1998. En 1947, año de nacimiento de mi única hija, Violante, publiqué mi primer libro, un romance que titulé A Viúva, pero que por conveniencias editoriales vendría a salir con el nombre de Terra do Pecado . Escribí aún otra novela, Claraboya, que permanece inédita todavía hoy, y el principio de otra, que no pasó de las primeras páginas: se llamaba O Mel e o Fel o tal vez Luís, filho de Tadeu… La cuestión quedó resuelta cuando abandoné el proyecto: comenzaba a resultarme obvio que no tenía nada que decir que valiese la pena. Durante diecinueve años, hasta 1966, cuando publiqué Los poemas posibles, estuve ausente del mundo literario portugués, donde debieron haber sido poquísimas las personas que se dieran cuenta de mi falta.
Por motivos políticos fui despedido en 1949, pero, gracias a la buena voluntad de un amigo mío profesor del tiempo de la escuela técnica, pude encontrar trabajo en una empresa metalúrgica de la que él era administrador. A finales de los años cincuenta pasé a trabajar en una editorial, Estúdios Cor, como responsable de la producción, regresando así, pero no como autor, al mundo de las letras que había dejado años antes. Esa nueva actividad me permitió conocer y crear relaciones de amistad con algunos de los escritores portugueses más importante de entonces. Para mejorar el presupuesto familiar, y también por gusto, comencé, a partir de 1955, a dedicar una parte del tiempo libre a trabajos de traducción, actividad que se prolongaría hasta 1981: Colette, Pär Lagerkvist, Jean Cassou, Maupassant, André Bonnard, Tolstoi, Baudelaire, Étienne Balibar, Nikos Poulantzas, Henri Focillon, Jacques Roumain, Hegel o Raymond Bayer fueron algunos de los autores que traduje. Otra ocupación paralela, entre mayo de 1967 y noviembre de 1968, fue la de crítico literario. Entretanto, en 1966, publicaría Los poemas posibles, una colección poética que marcó mi regreso a la literatura. A ese libro le siguió, en 1970, otra colección de poemas, Probablemente alegría, y luego, en 1971 y 1973 respectivamente, bajo los títulos Deste Mundo e do Outro y A Bagagem do Viajante. Ambos títulos recogían crónicas publicadas en prensa, que la crítica considera esenciales para la completa comprensión de mi trabajo posterior. Me divorcié en 1970, e inicié una relación de convivencia, que duraría hasta 1986, con la escritora portuguesa Isabel da Nóbrega.