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Hope Jahren - El afán sin límite

Aquí puedes leer online Hope Jahren - El afán sin límite texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2020, Editor: Grupo Planeta, Género: Ordenador. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Hope Jahren El afán sin límite
  • Libro:
    El afán sin límite
  • Autor:
  • Editor:
    Grupo Planeta
  • Genre:
  • Año:
    2020
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El afán sin límite: resumen, descripción y anotación

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En El afán sin límite, Jahren nos desvela la relación directa entre los hábitos humanos y la situación actual de peligro que vive nuestro planeta. A través de los capítulos de ágil lectura de este libro, la autora nos explica la historia detrás de los grandes inventos científicos – empezando por la energía eléctrica, la agricultura a gran escala y la fabricación en cadena de los automóviles-, que, a pesar de sus grandes beneficios para la humanidad, liberan gases de efecto invernadero a nuestra atmósfera como nunca antes lo habían hecho. A continuación, Jahren explica las consecuencias actuales y futuras de la emergencia climática global – tanto en forma de grandes temporales como en el aumento del nivel del mar- y las acciones que todos podemos emprender para luchar contra ella. El afán sin límite es un relato único en el que la voz personal e inimitable de Hope Jahren logra combinar de forma vivaz la explicación científica de los mecanismos del cambio climático y su historia personal. Un libro imprescindible que dejará una huella indeleble en todo aquel que lo lea. **

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Empieza nuestra historia

El sol y la energía solar. ¡Qué magnífica fuente de energía! Espero que no tengamos que esperar a que se agoten el petróleo y el carbón para aprovecharla.

T HOMAS E DISON
a Henry Ford y Harvey Firestone (1931)

El cambio climático ha sido motivo de discusión entre hombres importantes desde antes de que yo naciera.

Hace casi noventa años, el tipo que inventó la bombilla urgió al tipo que inventó el coche y al que inventó el neumático a que aprovecharan las energías renovables. Me los imagino asintiendo educadamente, apurando sus copas y volviendo directamente a la tarea de motorizar el planeta. Durante las décadas siguientes, la empresa Ford Motor Company fabricó y vendió más de trescientos millones de vehículos a motor que consumieron más de diez mil millones de barriles de petróleo y requirieron, como mínimo, ciento veinte mil millones de neumáticos, uno de cuyos componentes también era el petróleo.

Pero ahí no termina la cosa. Ya en 1969, el explorador noruego Bernt Balchen observó que el hielo que cubría el Polo Norte tendía al adelgazamiento. Advirtió a sus colegas de que el océano Ártico se estaba convirtiendo en un mar abierto derretido y que ello podría alterar los patrones climáticos hasta el punto de que, en diez o veinte años, la agricultura sería inviable en Norteamérica. TheNew York Times publicó la historia y Balchen en seguida fue acallado por Walter Wittmann, de la Marina de Estados Unidos, quien no había visto ninguna evidencia de dicho adelgazamiento en sus vuelos mensuales sobre el Polo.

Tal como suele ocurrir con la mayoría de los científicos de la época, las afirmaciones de Balchen eran acertadas y erróneas a la vez. Para 1999, los submarinos que llevaban atravesando el océano Ártico desde la década de 1950 vieron que, sin lugar a duda, el hielo marino polar se había ido derritiendo drásticamente durante el siglo XX hasta reducirse prácticamente a la mitad. Sin embargo, han pasado ya cincuenta años desde que Balchen apareciera en las páginas del Times y la agricultura estadounidense todavía no ha padecido los plenos efectos del deshielo. Lo que significa que, técnicamente, Wittmann también tenía razón y se equivocaba al mismo tiempo.

No debería sorprendernos que los científicos se equivoquen. A todo el mundo se le da mejor describir lo que está ocurriendo que predecir lo que ocurrirá. Sin embargo, en algún momento empezamos a desear que los científicos fueran distintos y acertaran siempre. Pero como no lo son, dejamos de prestarles atención casi por completo. Ahora ya tenemos bastante experiencia en eso de no escuchar lo que los científicos repiten una y otra vez.

Por ejemplo, dejar de utilizar combustibles fósiles no es una sugerencia nueva. Ya en 1956, un geólogo llamado M. King Hubbert, empleado de Shell Oil, escribía con fervor sobre lo mucho que Estados Unidos necesitaba empezar a utilizar la energía nuclear antes de que «inevitablemente agotemos los combustibles fósiles». Hubbert creía que extraer uranio del lecho de roca de Colorado era más sostenible que utilizar petróleo y carbón, cuya producción alcanzaría su punto álgido hacia los años 2000 y 2150, respectivamente. Estaba en lo cierto y se equivocaba al mismo tiempo.

Volvamos a 1969 por un momento , cuando Balchen se peleaba con Wittmann y Hubbert seguía sentando cátedra. No guardo ningún recuerdo de 1969, pero como cualquier otro año, estuvo repleto de principios y finales, problemas y soluciones, igual que todos los anteriores y los que han venido desde entonces.

La mayoría de los árboles que ves por la ventana eran apenas semillas en 1969. Los supermercados Wal-Mart Stores, Inc., se fundaron en 1969 y, desde entonces, se han convertido en la empresa privada con más empleados del mundo. Barrio Sésamo se emitió por primera vez en 1969 y enseñó a millones de niños a contar y a deletrear. Las grandes cosas empezaron siendo pequeñas y, al crecer, cambiaron el mundo.

Cuando el contaminado río Cuyahoga se incendió en 1969, todos y cada uno de los peces que se encontraban entre las ciudades de Akron y Cleveland murieron, y el reportaje que publicó la revista Magazine sobre el incidente condujo a la creación de la Agencia de Protección Ambiental. Ese mismo año, una plataforma petrolífera en alta mar vomitó más de cien mil barriles de crudo que alcanzó las playas de Santa Bárbara, en California, y además de terminar con la vida de toda criatura marina que se cruzara en su camino, motivó la creación del Día de la Tierra, que ahora se celebra en todo el mundo.

Mucho más al norte, en el condado de Mower, en Minesota, mis padres no estaban prestando atención, ya que yo fui uno de los diez millones de bebés que nacieron el 27 de septiembre de 1969, convirtiéndome en la última de sus cuatro hijos. Mis padres se prometieron que este bebé viviría en un mundo distinto e hicieron el antiguo juramento propio de toda madre y todo padre en la euforia que sigue a un nacimiento feliz.

Recibiría todo el amor que mi padre fuera capaz de dar y todo el amor que mi madre debería haber recibido. Mi madre decidió que aquella niña crecería siendo libre, que no conocería el hambre ni la vergüenza de que se la llevaran las autoridades del condado. Mi padre, por su parte, estaba ilusionado por el avance de un siglo de descubrimientos tecnológicos que nos salvarían a todos de las enfermedades y de las carencias. Igual que los millones de parejas que los habían precedido y todas las parejas que vendrían después, pensaron en el mundo en el que vivían e imaginaron el que querían. Entonces, enamorados, se miraron y me llamaron Hope. Y estuvieron en lo cierto, al tiempo que se equivocaban.

Cuarenta años más tarde, en 2009, el jefe de mi departamento me llamó a su despacho y me pidió que diera una asignatura sobre cambio climático. Gruñí y me hundí en la silla. Convencer a los demás para que revisen su consumo energético es como tratar de hacer que dejen de fumar o que adopten una dieta más saludable: ya saben que deberían hacerlo, pero existe una industria de miles de millones de dólares que trabaja las veinticuatro horas del día para inventar nuevas formas de garantizar que no lo hagan. Tampoco podía evitar pensar en Edison, y Ford, y Firestone, y Balchen, y Wittmann, y Hubbert, y Sagan, y Gore, y todos los otros hombres importantes que ya habían intentado sacar el tema y quienes, francamente, no habrían tenido demasiado en cuenta a una científica de laboratorio como yo. Pensé en el coche con el que había ido a trabajar esa mañana, en su tubo de escape y en toda la gasolina que perdía, y me pregunté quién era yo para andar diciéndoles nada a los demás.

Salí del despacho y volví a mi laboratorio donde, malhumorada, me desahogué con mi compañero Bill. Le pregunté, tras detallar la futilidad del asunto, por qué debería siquiera intentarlo. Me escuchó pacientemente hasta que terminé, y entonces me dio su discurso motivacional habitual: «Porque es tu trabajo. Cállate y ponte a trabajar».

Bill es la excepción a muchas reglas, entre las que destaca que suele estar en lo cierto más a menudo de lo que se equivoca. Como de costumbre, no le faltaba razón; estaba dándole demasiada importancia al asunto. Decidí que me pondría a trabajar y seguiría las órdenes de mi jefe al pie de la letra. Me senté en mi escritorio, encendí el ordenador y me puse a investigar sobre el «cambio». Durante los años siguientes, catalogué los datos que reflejan el aumento de la población, la intensificación de la agricultura, lo mucho que ha aumentado el consumo energético en los últimos cincuenta años. Consulté bases de datos públicas y descargué documentos llenos de cifras y hojas de cálculo. Examiné los datos en busca de patrones que hubiesen surgido durante las décadas de mi propia vida. Me propuse cuantificar el cambio climático en los términos más concretos y precisos que fuera capaz de comprender y aprendí muchísimo por el camino.

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