Fernando Acosta Barriga - La forma en que vivimos: El Ser Humano, su Ruptura con el Medio y Consigo Mismo

Capturada desde los alrededores de la Luna en agosto de 1966, la primera fotografía completa de la Tierra se convirtió en una imagen icónica que cambió para siempre la forma en la que vemos nuestro planeta. Con esta foto pudimos, por primera vez, apreciar la Tierra como un lugar muy especial entre la panoplia de objetos cósmicos que navegan en las profundidades del antiguo y vasto espacio. Aun cuando ocupa un modesto sitio dentro de una galaxia incrustada en un humilde rincón del universo, esta maravillosa esfera azul celeste, iluminada con claridad de joya a la luz del Sol, se revelaba como un vidriado de apariencia delicada, cuya belleza contrastaba con el paisaje lunar que, pese a ser fuente de misterio y asombro y de numen para los más bellos poemas, aparecía desolado y estéril. Transcurridos ya más de cincuenta años, dicha imagen aún nos recuerda el misterio preeminente de por qué nosotros estamos aquí, y, además y en primer lugar, el enigma de la existencia de todo el universo.

En nuestro hábitat de tierra, océanos y nubes, la vida es su cualidad más deslumbrante. De hecho, alguna vez nuestro planeta no era más que una masa ardiente que giraba en su curso trazado a través de los cielos y que estaba sujeta solo a leyes físicas, hasta que en algún punto la vida se convirtió en un factor primordial tras su devenir. Resulta extraño, entonces, pensar que es más fácil reconocer la existencia de vida, en cualquiera de sus formas comunes, que definirla. Asimismo, nadie sabe cómo surgió la vida en la Tierra joven y desolada. Quizás comenzó en el reino acuático de los mares, se trasladó a aguas poco profundas y pantanos, y luego se deslizó hacia tierras cada vez más secas; o acaso se haya manifestado por primera vez en charcos de lodo cálido y viscoso alimentados por el vapor de volcanes, y no en los océanos primordiales.

Tampoco sabemos si la vida en nuestro planeta fue producto del azar o consecuencia inevitable de las leyes de la naturaleza. Quizás, en realidad, la vida sea un imperativo cósmico. Después de todo, en el interminable tomo que registra la historia del universo se han escrito una multitud de grandes y pequeños episodios de evolución planetaria, eclosiones y óbitos estelares que nos muestran que la evolución de la Tierra no es más que el capítulo doméstico de la evolución del firmamento. Como decía Eckhart de Hochheim: «la Tierra no puede escapar del cielo».

Lo que sí sabemos que la vida es impulsada por la energía. Los autótrofos la toman de la radiación solar y los heterótrofos la toman de los autótrofos. A lo largo de la historia de la Tierra, los heterótrofos evolucionaron para explotar la energía captada por la fotosíntesis y almacenada en los enlaces de hidrocarburos de plantas y animales, para luego ser depositada en densos depósitos distribuidos en el planeta.

El Homo sapiens es un heterótrofo que está provisto del ingenio necesario para utilizar mucha más energía que cualquier otro heterótrofo que haya evolucionado. Antes de la aparición del Homo sapiens, la energía se almacenaba más rápidamente de lo que se disipaba, tesitura que cambió con nuestra evolución. El control del fuego y la explotación de los combustibles fósiles han entregado al Homo sapiens la capacidad única de consumir de forma rentable, y en muy poco tiempo, enormes cantidades de energía, acumulada mucho antes de la aparición de la especie humana.

Los seres humanos emergimos hace unos 200 o 300 mil años. En tiempo geológico, es un período increíblemente reciente, pues hemos existido durante menos del 0,01 % de los 4.500 millones de años de existencia de la Tierra. Sin embargo, pese a nuestra corta permanencia, ya hemos dejado nuestro sello y hemos marcado un punto de inflexión en la historia de la vida del planeta. Y aunque no somos los únicos animales que dan forma a su entorno para satisfacer sus propósitos, hemos alterado la faz de la Tierra más que cualquier otra especie y a un ritmo que continúa aumentando. Ninguna especie ha tenido un impacto tan completo y global como el hombre.

A lo largo de los siglos, el crecimiento de la población y la optimización del transporte han llevado a los seres humanos a controlar extensiones de tierra cada vez más amplias, con graves consecuencias para la flora y fauna global. Si ponemos esto en perspectiva, las preguntas sobre qué sucederá frente al dramático crecimiento poblacional se hacen inevitables. Basta pensar que hace apenas diez mil años, en la Tierra había poco más de dos millones de personas. Hacia 1800 el número había aumentado en un factor de quinientos. En 1960 existían tres mil millones, y actualmente somos casi 7.500 millones de individuos. Las estimaciones indican que en torno a 2050, en el planeta vivirán al menos nueve mil millones de personas, cifra que alcanzaría los diez mil millones a finales de este siglo.

A su vez, el clima, uno de los sistemas fundamentales de apoyo a la vida, comprende cuatro componentes: el aire —la atmósfera—; el agua —la hidrósfera—; los glaciares y las capas de hielo —la criósfera—, y las plantas y animales —la biósfera—. Las actividades de origen antrópico han comenzado a modificar cada uno de estos componentes, y si bien nuestras acciones no siempre son perjudiciales, como lo demuestran los parques y áreas protegidas que preservan hábitats naturales, o los esfuerzos de trasladar a especies de plantas y animales para protegerlos de la extinción, el papel que hemos tenido en la conformación de la Tierra moderna es formidable: luego del paso de varias generaciones, los humanos hemos dejado una huella enorme que continúa su expansión.