Josef Ajram, 2012.
Imagen de la portada, Francesc Meseguer.
Imágenes de interior, Sebas Romero.
ePub base v2.1
Notas
Podría parecernos que es así, pero no. Nadie conseguirá convencer a Josef Ajram, ultrafondista y day trader de bolsa, de que encontró su límite en La Gomera en el mes de mayo de 2012, cuando una deshidratación producida por la calima le impidió alcanzar el reto de acabar siete ironmans seguidos durante siete días consecutivos.Para Ajram, al que han apodado como el profeta del esfuerzo, el fracaso sería no volver a intentarlo. Fracasar implica quedarse ahí lamentándose, algo que él no ha hecho nunca ni hará jamás. Así lo demuestra día a día superando retos en todos los aspectos de su vida. Porque no tener objetivos en la vida es como no tener nada.En No sé dónde está el límite pero sí sé dónde no está, seguramente su libro más personal, nos desvela, a través de anécdotas y experiencias vitales, cuáles son sus claves para ir superándose cada día, su idea del fracaso y del éxito, y su concepción del esfuerzo, entre otros aspectos. La vida, cuenta Ajram, son dos días, «así que en lugar de quejarse, más vale levantarse y volver a intentarlo con más fuerza».
Josef Ajram
No sé dónde está el límite pero sí sé dónde no está
ePUB v1.0
5.8.13
5. HAWÁI. EL PROFETA DEL ESFUERZO
Hawái es un lugar especial para cualquier triatleta. Aquí, en este remanso de paz en medio del Pacífico, nació el Ironman. Fue en febrero de 1978, poco más de un mes antes de que yo naciera, cuando quince valientes participaron en la primera edición de esta competición. El infante de marina John Collins propuso unir tres pruebas que ya existían para determinar quién era el atleta más completo. Eran la Waikiki Roughwater Swim (cuatro kilómetros a nado), la Around Oahu Bike Race (180 kilómetros en bicicleta) y el Maratón de Honolulu (42,195 kilómetros de carrera a pie). El vencedor sería considerado un hombre de hierro; un ironman. Treinta y cuatro años después, la prueba se ha convertido en una marca con delegaciones en todo el mundo, y a día de hoy se celebran más de treinta convocatorias, desde Canadá hasta Australia, pasando por Brasil, Suráfrica, Alemania y España, que tiene el honor de albergar uno de los más duros, el de Lanzarote.
Siento una atracción especial por Hawái. No sólo por su belleza, sino también por la leyenda que esconde, sus volcanes, su gente pegada a una sonrisa, ese reloj que parece avanzar más lentamente... He visitado las islas en tres ocasiones, siempre para competir, pero con el tiempo te das cuenta de que lo que te ha marcado son las experiencias personales y de superación, no tanto los logros deportivos.
El idilio empezó en 2007 con mi primer Ultraman, pero fue al año siguiente cuando disfruté como un enano gracias a la experiencia acumulada. Tras participar en numerosos Ironman, me di cuenta de que las aglomeraciones me agobiaban. Ya no disfrutaba las carreras con 1.500 o 2.000 participantes. Demasiado marketing, demasiada gente nadando al mismo tiempo, demasiadas colas en las transiciones. No reniego de la prueba ni mucho menos; es de las más emocionantes, pero llegué a la conclusión de que era el momento de retos más solitarios, con grupos pequeños en los que te acabas aprendiendo todos los nombres. El Ironman me introdujo en el mundo del ultrafondo, pero ya no me aportaba nada más allá de la oportunidad de visitar los países en los que se celebraba.
El Ultraman es una cosa totalmente distinta. Se desarrolla durante tres días. En el primero nadas diez kilómetros y pedaleas otros 145; en el segundo cubres 270 kilómetros en bici, y en el tercero corres 84 kilómetros, dos maratones seguidos. Llegar a Hawái ya es toda una odisea. De Barcelona hay que ir a Nueva York; de la ciudad de los rascacielos a Los Ángeles, y desde ahí, cuando crees que esto van a ser treinta minutos como quien va a Ibiza, te esperan seis horas más para aterrizar en Honolulu. Luego, coge un avión pequeño rumbo a la isla de Kona e intenta acordarte de cómo te llamas o de dónde vienes. Todo eso si no tienes imprevistos: en 2008 perdimos la conexión a las islas, así que nos tocó dormir en la capital californiana, en un hotel de aeropuerto cuya decoración tan retro como casposa vendría muy bien para rodar una serie de los años setenta. Las islas se expanden por más de 2.575 kilómetros en el océano Pacífico. Están a 2.367 kilómetros al norte del ecuador y a 4.000 kilómetros al suroeste de América del Norte. Resumiendo: esto está en el culo del mundo. Para los amantes de las curiosidades, ahí van un par de datos: Hawái es uno de los archipiélagos más ricos en bosques tropicales y suministra un tercio de las piñas que se comercian a escala mundial.
El aeropuerto de Kona, con edificios de techo de paja, ya te genera un importante cambio de chip. Las maletas se recogen en una cinta que está al aire libre, cubierta por un pequeño techo, y en la diminuta terminal empiezas a ver las camisas floreadas que de pequeño veías en la serie Magnum, con un genial Tom Selleck en el papel de investigador privado. Con tantas horas de vuelo, siempre he intentado llegar a Hawái con unos días de antelación, los suficientes para conocer el entorno, aclimatarme y adaptarme al horario.
Relacionar esto con el surf y las olas sería una simplificación muy injusta. Es cierto que el mar, dicen, es perfecto para este deporte, pero después de tres visitas prefiero quedarme con la gente y los paisajes. Son norteamericanos y así se sienten; pero por encima de todo son ciudadanos de Hawái, y fueron sus antepasados indígenas los que hicieron prosperar el Estado, el último en incorporarse a Estados Unidos. Sus facciones, su modo de vestir, de andar, de estrechar la mano, de tratar al extraño; pocas veces me he encontrado en un ambiente tan plácido. En Hawái tienes la sensación de que todo tiene solución, de que no hay drama que les quite las ganas de reír. Recuerdo que en 2008, a dos días de empezar el Ultraman, me acerqué a una playa que estaba junto al hotel. Era el día de Acción de Gracias, muy celebrado por los estadounidenses, y un grupo de personas había montado una carpa gigante junto al aparcamiento. Pregunté de qué iba todo aquello, si podía echar un bocado a ese manjar. Una señora me miró y me puso en situación: «Tú coge un plato, come lo que quieras y da gracias por todo lo que tienes, jovencito». Así lo hice y estuve charlando con ellos un buen rato hasta que se sentaron y se pusieron algo más serios. Resultó ser una organización de Kona que ayuda a los alcohólicos de la isla. Cuando estuvimos en los bancos, el que quisiera, y fueron muchos, podía levantarse y dar las gracias en voz alta. Fue un momento muy especial que me dio fuerza para la carrera. Esa catarsis colectiva, esa manera de compartir una desgracia y convertirla en espíritu de superación. Me quedé hasta el final, más de cuarenta y cinco minutos escuchando cómo Chris, Laura o Mark admitían su problema con la bebida y daban gracias por una vida llena de lecciones. Acabados los discursos, todos nos abrazamos y devoramos los postres. Una mañana especial, una mañana que me acabó de convencer: si no soy de Barcelona..., ¡quiero ser de Kona!
¿DIRECTORA O CHICA DE ORO?
Hawái es agradecida. Es cámara lenta, bondad, música pegadiza; es surf y tatuajes por doquier. Pero por encima de todo, es